ALGUIEN QUE ANDA POR AHÍ
A Esperanza Machado, Pianista cubana
A JIMÉNEZ lo habían desembarcado apenas caída la noche
y aceptando todos los riesgos de que la caleta estuviera
tan cerca del puerto. Se valieron de la lancha eléctrica,
claro, capaz de resbalar silenciosa como una raya y perderse
de nuevo en la distancia mientras Jiménez se quedaba
un momento entre los matorrales esperando que
se le habituaran los ojos, que cada sentido volviera a ajustarse
al aire caliente y a los rumores de tierra adentro.
Dos días atrás había sido la peste del asfalto caliente y
las frituras ciudadanas, el desinfectante apenas disimulado
en el lobby del Atlantic; los parches casi patéticos
del bourbon con que todos ellos buscaban tapar el recuerdo
del ron; ahora, aunque crispado y en guardia y apenas
permitiéndose pensar, lo invadía el olor de Oriente,
la sola inconfundible llamada del ave nocturna que quizás
le daba la bienvenida,
Al principio a York le había parecido insensato que
Jiménez desembarcaron tan cerca de Santiago, era contra
todos los principios; por eso mismo, y porque Jiménez conocía el terreno como nadie,
York aceptó el riesgo y arregló lo de la lancha eléctrica. El problema estaba en
no mancharse los zapatos, llegar al motel con la apariencia
del turista provinciano que recorre su país; una vez
ahí Alfonso se encargaría de instalarlo, el resto era cosa
de pocas horas, la carga de plástico en el lugar convenido
y el regreso a la costa donde esperarían la lancha y
Alfonso; el telecomando estaba a bordo y una vez mar
afuera el reverberar de la explosión y las primeras llamaradas
en la fábrica los despediría con todos los honores.
Por el momento había que subir hasta el motel valiéndose
del viejo sendero abandonado desde que habían
construido la nueva carretera más al norte, descansando
un rato antes del último tramo para que nadie se diera
cuenta del peso de la maleta cuando Jiménez se encontrara
con Alfonso y éste la tomara con el gesto del amigo,
evitando al maletero solícito y llevándose a Jiménez hasta
una de las piezas bien situadas del motel. Era la parte
más peligrosa del asunto, pero el único acceso posible
se daba desde los jardines del motel; con suerte, con Alfonso, todo podía salir bien.
Por supuesto no había nadie en el sendero invadido
por las matas y el desuso, solamente el olor de Oriente
y la queja del pájaro que irritó por un momento a Jiménez
como si sus nervios necesitaran un pretexto para soltarse
un poco, para que él aceptara contra su voluntad
que estaba ahí indefenso, sin una pistola en el bolsillo
porque en eso York había sido terminante, la misión se
cumplía o fracasaba pero una pistola era inútil en los dos
casos y en cambio podía estropearlo todo. York tenía su
idea sobre el carácter de los cubanos y Jiménez la conocía
y lo puteaba desde tan adentro mientras subía por el
sendero y las luces de las pocas casas y del motel se iban
abriendo como ojos amarillos entre las últimas matas.
Pero no valía la pena putear, todo iba according to schedule
como hubiera dicho el maricón de York, y Alfonso
en el jardín del motel pegando un grito y qué carajo donde
dejaste el carro, chico, los dos empleados mirando y
escuchando, hace un cuarto de hora que te espero, sí pero
llegamos con atraso y el carro siguió con una compañera
que va a la casa de la familia, me dejó ahí en la curva,
vaya, tú siempre tan caballero, no me jodas, Alfonso, si
es sabroso caminar por aquí, la maleta pasando de mano
con una liviandad perfecta, los músculos tensos pero el
gesto como de plumas, nada, vamos por tu llave y después
nos echamos un trago, cómo dejaste a la Choli y a
los niños, medio tristes, viejo, querían venir pero ya sabes
la escuela y el trabajo, esta vez no coincidimos, mala
La ducha rápida, verificar que la puerta cerraba bien,
la valija abierta sobre la otra cama y el envoltorio verde
en el cajón de la cómoda entre camisas y diarios. En la
barra Alfonso ya había pedido extrasecos con mucho hielo,
fumaron hablando de Camagüey y de la última pelea
de Stevenson, el piano llegaba como de lejos aunque la
pianista estaba ahí nomás al término de la barra, tocando
muy suave una habanera y después algo de Chopin,
pasando a un danzón y a una vieja balada de película, algo
que en los buenos tiempos había cantado Irene Dunne.
Se tomaron otro ron y Alfonso dijo que por la mañana
volvería para llevarlo de recorrida y mostrarle los nuevos
barrios, había tanto que ver en Santiago, se trabajaba
duro para cumplir los planes y sobrepasarlos, las microbrigadas
eran del carajo, Almeida vendría a inaugurar
dos fábricas, por ahí en una de ésas hasta caía Fidel,
los compañeros estaban arrimando el hombro que daba
—Los santiagueros no se duermen —dijo el barman,
y ellos se rieron aprobando, quedaba poca gente en el comedor
y a Jiménez ya le habían destinado una mesa cerca
de una ventana. Alfonso se despidió después de repetir
lo del encuentro por la mañana; estirando largo las
piernas, Jiménez empezó a estudiar la carta. Un cansancio
que no era solamente del cuerpo lo obligaba a vigilarse
en cada movimiento. Todo allí era plácido y cordial
y calmo y Chopin, que ahora volvía desde ese preludio
que la pianista tocaba muy lento, pero Jiménez sentía
la amenaza como un agazapamiento, la menor falla y
esas caras sonrientes se volverían máscaras de odio. Conocía
esas sensaciones y sabía cómo controlarlas; pidió
un mojito para ir haciendo tiempo y se dejó aconsejar en
la comida, esa noche pescado mejor que carne. El comedor
estaba casi vacío, en la barra una pareja joven y más
allá un hombre que parecía extranjero y que bebía sin
mirar su vaso, los ojos perdidos en la pianista que repetía
el tema de Irene Dunne, ahora Jiménez reconocía Hay
humo en tus ojos, aquella Habana de entonces, el piano
volvía a Chopin, uno de los estudios que también Jiménez
había tocado cuando estudiaba piano de muchacho
antes del gran pánico, un estudio lento y melancólico que
le recordó la sala de la casa, la abuela muerta, y casi a
contrapelo la imagen de su hermano que se había quedado
a pesar de la maldición paterna, Robertito muerto
como un imbécil en Girón en vez de ayudar a la reconquista
de la verdadera libertad.
Casi sorprendido comió con ganas, saboreando lo que
su memoria no había olvidado, admitiendo irónicamente
que era lo único bueno al lado de la comida esponjosa
que tragaban del otro lado. No tenía sueño y le gustaba
la música, la pianista era una mujer todavía joven y hermosa,
tocaba como para ella sin mirar jamás hacia la barra donde el hombre con aire de
extranjero seguía el juegode sus manos y entraba en otro ron y otro cigarro. Después
del café Jiménez pensó que se le iba a hacer largo
esperar la hora en la pieza, y se acercó a la barra para
beber otro trago. El barman tenía ganas de charlar pero
lo hacía con respeto hacia la pianista, casi un murmullo
como si comprendiera que el extranjero y Jiménez gustaban
de esa música, ahora era uno de los valses, la simple
melodía donde Chopin había puesto algo como una
lluvia lenta, como talco o flores secas en un álbum. El
barman no hacía caso del extranjero, tal vez hablaba mal
el español o era hombre de silencio, ya el comedor se iba
apagando y habría que irse a dormir pero la pianista seguía
tocando una melodía cubana que Jiménez fue dejando
atrás mientras encendía otro cigarro y con un buenas
noches circular se iba hacia la puerta y entraba en
lo que esperaba más allá, a las cuatro en punto sincronizadas
en su reloj y el de la lancha.
Antes de entrar en su cuarto acostumbró sus ojos a la
penumbra del jardín para estar seguro de lo que le había
explicado Alfonso, la picada a unos cien metros, la
bifurcación hacia la carretera nueva, cruzarla con cuidado
y seguir hacia el oeste. Desde el motel sólo veía la
zona sombría donde empezaba la picada, pero era útil
detectar las luces en el fondo y dos o tres hacia la izquierda
para tener una noción de las distancias. La zona de
la fábrica empezaba a setecientos metros al oeste, al lado
del tercer poste de cemento encontraría el agujero por
donde franquear la alambrada. En principio era raro que
los centinelas estuvieran de ese lado, hacían una recorrida
cada cuarto de hora pero después preferían charlar
entre ellos del otro lado donde había luz y café; de
todos modos ya no importaba mancharse la ropa, habría
que arrastrarse entre las matas hasta el lugar que Alfonso le había descrito en detalle.
La vuelta iba a ser fácil
sin el envoltorio verde, sin todas esas caras que lo habían
rodeado hasta ahora.
Se tendió en la cama casi enseguida y apagó la luz
para fumar tranquilo; hasta dormiría un rato para aflojar
el cuerpo, tenía el hábito de despertarse a tiempo.
Pero antes se aseguró de que la puerta cerraba bien por
dentro y que sus cosas estaban como las había dejado.
Tarareó el valsecito que se le había hincado en la memoria,
mezclándole el pasado y el presente, hizo un esfuerzo
para dejarlo irse, cambiarlo por Hay humo en tus ojos,
pero el valsecito volvía o el preludio, se fue adormeciendo
sin poder quitárselos de encima, viendo todavía las
manos tan blancas de la pianista, su cabeza inclinada como
la atenta oyente de sí misma. El ave nocturna cantaba
otra vez en alguna mata o en el palmar del norte.
Lo despertó algo que era más oscuro que la oscuridad
del cuarto, más oscuro y pesado, vagamente a los
pies de la cama. Había estado soñando con Phyllis y el
festival de música pop, con luces y sonidos tan intensos
que abrir los ojos fue como caer en un puro espacio sin
barreras, un pozo lleno de nada, y a la vez su estómago
le dijo que no era así, que una parte de eso era diferente,
tenía otra consistencia y otra negrura. Buscó el interruptor
de un manotazo; el extranjero de la barra estaba
sentado al pie de la cama y lo miraba sin apuro, como si
hasta ese momento hubiera estado velando su sueño.
Hacer algo, pensar algo era igualmente inconcebible.
Vísceras, el puro horror, un silencio interminable y acaso
instantáneo, el doble puente de los ojos. La pistola, el
primer pensamiento inútil; si por lo menos la pistola.
Un jadeo volviendo a hacer entrar el tiempo, rechazo de
la última posibilidad de que eso fuera todavía el sueño
en que Phyllis, en que la música y las luces y los tragos.
—Sí, es así, —dijo el extranjero, y Jiménez sintió como
en la piel el acento cargado, la prueba de que no era de
allí como ya algo en la cabeza y en los hombros cuando
lo había visto por primera vez en la barra.
Enderezándose de a centímetros, buscando por lo menos
una igualdad de altura, desventaja total de posición,
lo único posible era la sorpresa pero también en eso iba
a pura pérdida, roto por adelantado; no le iban a responder
los músculos, le faltaría la palanca de las piernas
para el avión desesperado, y el otro lo sabía, se estaba
quieto y como laxo al pie de la cama. Cuando Jiménez lo
vio sacar un cigarro y malgastar la otra mano hundiéndola
en el bolsillo del pantalón para buscar los fósforos,
supo que perdería el tiempo si se lanzaba sobre él; había
demasiado desprecio en su manera de no hacerle
caso, de no estar a la defensiva. Y algo todavía peor, sus
propias precauciones, la puerta cerrada con llave, el cerrojo
—¿Quién eres? —se oyó preguntar absurdamente desde
eso que no podía ser el sueño ni la vigilia.
—Qué importa —dijo el extranjero.
—Pero Alfonso…
Se vio mirado por algo que tenía como un tiempo
aparte, una distancia hueca. La llama del fósforo se reflejó
en unas pupilas dilatadas, de color avellana. El extranjero
apagó el fósforo y se miró un momento las manos.
—Pobre Alfonso —dijo—. Pobre, pobre Alfonso.
No había lástima en sus palabras, solamente como
una comprobación desapegada.
—¿Pero quién coño eres? —gritó Jiménez sabiendo
que eso era la histeria, la pérdida del último control.
—Oh, alguien que anda por ahí —dijo el extranjero—.
Siempre me acerco cuando tocan mi música, sobre todo
aquí, sabes. Me gusta escucharla cuando la tocan aquí,
en esos pianitos pobres. En mi tiempo era diferente,
siempre tuve que escucharla lejos de mi tierra. Por eso
me gusta acercarme, es como una reconciliación, una justicia.
Apretando los dientes para desde ahí dominar el temblor
que lo ganaba de arriba abajo, Jiménez alcanzó a pensar
que la única cordura era decidir que el hombre estaba
loco. Ya no importaba cómo había entrado, cómo sabía,
porque desde luego sabía pero estaba loco y ésa era
la sola ventaja posible. Ganar tiempo, entonces, seguirle
la corriente, preguntarle por el piano, por la música.
—Toca bien —dijo el extranjero—, pero claro, solamente
lo que escuchaste, las cosas fáciles. Esta noche
me hubiera gustado que tocara ese estudio que llaman
revolucionario, de veras que me hubiera gustado mucho.
Pero ella no puede, pobrecita, no tiene dedos para eso.
Para eso hacen falta dedos así.
Las manos alzadas a la altura de los hombros, le mostró
a Jiménez los dedos separados, largos y tensos. Jiménez
alcanzó a verlos un segundo antes de que solamente
los sintiera en la garganta.♦
Cuba, 1976
*Julio Cortazar