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What’s in a name?

April is the cruellest month breeding
Lilacs out of the dead land, mixing
Memory and desire, stirring
Dull roots with spring rain.
[…]
What are the roots that clutch, what branches grow
Out of this stony rubbish? Son of man,
You cannot say, or guess, for you know only
A heap of broken images.

T.S. Eliot, The Waste Land

 

Wajdi Mouawad. Un nombre extranjero. Extraño. Venido de un mundo, de una lengua que ni a su posesor mismo pertenecen. Un niño nacido en el Líbano y, por tanto, dividido por las grietas de una geografía del odio, obligado al olvido que le impuso la guerra nacida de esas grietas —un actor, un joven que perdió su lengua, raíz arrancada brutalmente a la grieta, para intentar radicarse, echar esas mismas raíces, en Francia, donde exploró las ruinas de un teatro incrédulo, donde cayó en el malestar monumental y tectónico de las fuerzas discretas de una cultura vieja y desencantada —un dramaturgo, un poeta que llegó a Quebec como salido de una llaga y empezó a reparar los vacíos de la representación, los espacios de la voz y los ecos del escenario, con su palabra. Un griego verdadero que, con las manos embadurnadas de pintura y un cuchillo enterrado en lo más profundo de una garganta que sangra por no poder hablar, vio con los ojos de la ceguera lo que siempre supo Tiresias e iluminó a Sófocles a contraluz para revelar o velar, como un negativo fotográfico, la realidad desnuda, obscena pero neutra, de la verdadera falta trágica, de la fatalidad del destino que solo lo es cuando cae el telón, que es necesidad por fuerza de contingencia, que solo nos permite sacar conclusiones cuando ya todo ha concluido, y no sirven ya de nada: la falta es la inocencia, y la ceguera del horror nos arrebata como una ola segadora y sublime y somos víctimas al ser victimarios y culpables por el hecho mismo de ser víctimas. Algo de la mirada que intercambiaron Príamo y Aquiles ante el cuerpo de Héctor resuena en ese teatro.

Tres días intensos frecuenté a Wajdi Mouawad, desde lejos. A diez metros de distancia, a cinco, a unos pocos centímetros. Lo frecuenté con la discreción de los espectadores, en presencia del hombre, en silencio, en conversación con el nombre. Todo empezó el sábado pasado pero prefiero mencionar el último encuentro, tal vez el menos teatral, donde vimos al hombre hablar del nombre, comentarlo, discutirlo, describirlo y mostrarnos su naturaleza de escarabajo: el coleóptero estercolero se alimenta de excrementos para nutrir su exoesqueleto y hacer que parezca de oro. El artista se nutre de guerra, de sangre y destrucción. Prosaicamente, como lo dijo el mismo Wajdi Mouawad, le toca comer mierda para crear arte, para evitar que el arte siga siendo banal y que el mal sea banalizado.

Pero volvamos a las soledades del sábado pasado. Me preparaba para asistir a la función de Seuls en el teatro León de Greiff de la Universidad Nacional. Gracias a la ayuda providencial de una amiga, llegó a mis manos Incendies, la obra de teatro más famosa del autor, que había leído hace tiempo con profundo sobrecogimiento, asombrado por la presencia negativa del Edipo Rey de Sófocles que se insinúa en cada palabra, en cada evocación poética de las réplicas, como una sombra, y solo paulatinamente abre sus fauces la penumbra que, al volverse negrura absoluta, devora todo en un instante. La guerra del Líbano se hace entonces eterna y única pero también es una repetición lejana de nuestra guerra colombiana, de todas las destrucciones, de la desolación humana en las Termópilas, en Maratón y Plateas, en cada victoria humana porque donde hay victoria, siempre hay derrota. Y donde hay sobrevivientes es porque hay víctimas. Investigar nuestros propios orígenes es meter las manos en las entrañas del conflicto como un arúspice. Orígenes del teatro. Circularidad de la falta. Las raíces de la identidad: L’enfance est un couteau planté dans la gorge, on ne le retire pas facilement. Quedé vacío.

Al segundo encuentro llegué un poco temprano. El centro de Bogotá estaba paralizado, como si no se quisiera que los habitantes a los que no hubiera amedrentado el precio astronómico de las boletas para el Festival, se atrevieran siquiera a aparecerse por los teatros. Una tarde anestesiada y aséptica se extendía sobre de la calle 26. En la Universidad Nacional, hablaba el público bajo un cielo tan apacible que parecía difunto. Entramos en el recinto, donde nos acogió una escenografía discreta, muebles, una cama, un computador, algunos discos, libros y papeles regados por el suelo. La lectura de la obra no me había preparado para el espectáculo al que, acto seguido, asistimos. Sería inútil describirlo precisamente: para eso está el teatro, para revelar lo no-dicho por medio de los ecos con que la palabra graba su absurda labor en el cuerpo del actor-atleta. Diré que el espectáculo se dividía en dos partes y que, en cada, cada una de esas partes, la soledad aparecía en todo el esplendor de su silencio multitudinario, plural. Pues nunca se está solo en singular. De ahí el título de la obra. Harwan, joven doctorando en estudios teatrales, no encuentra la conclusión para su tesis sobre los solos (nuevamente) en el teatro del dramaturgo quebequense Robert Lepage. Harwan, nombre que empieza con esa letra impronunciable, la ح árabe que sale del fondo de la garganta, la que más me costó aprender a articular en mis estudios de la lengua, la que el hebreo moderno perdió por completo. Esa memoria semítica es lo poco que a Harwan le queda de la lengua madre, su vínculo inextricable con el Líbano, vínculo perdido en el exilio y en la guerra. Porque, así como, en las lenguas semíticas, el sentido se estructura según las modificaciones de una raíz de tres letras, el corazón de la palabra, en Seuls la palabra reelabora las raíces y nos permite realizar un viaje del mundo hablado (las conversaciones con el padre en un árabe fragmentario, insuficiente como nuestro conocimiento del griego y del teatro de Sófocles) al universo del cuerpo y de la pintura, dislocando las raíces del signo hasta la representación absoluta del regreso de y a la soledad que se manifiesta en el Regreso del hijo pródigo de Rembrandt. Como Edipo, Harwan se saca los ojos y entra en el cuadro de Rembrandt como para cerrar, de algún modo, la llaga abierta del origen. Indescriptible espectáculo.

 

Cuando regresé a mi soledad esa tarde ya empezaba a cerrar la noche.♦

 

Roberto Salazar hace critica literaria, actualmente vive en Paris. 

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