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Ubú Rey, un homenaje a la teatralidad en clave de Comedia del Arte

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Más que la semilla, Ubú Rey es el germen trasmisor del origen del Dadaísmo, Surrealismo y Teatro del Absurdo, que daría en su momento, una inflexión al arte y al mundo justa y necesaria. Escrita por el francés Alfred Jarry, la obra fue estrenada originalmente  en 1896, cuando el S. XIX ya estaba por apagarse. Su estreno y divulgación significó una ruptura en la estructura escénica europea del momento, una reinterpretación de la acción dramática en sus antecedentes shakespearianos por medio de un lenguaje políticamente incorrecto, una plástica fresca, y una exaltación de la belleza de lo grotesco. Tal efecto, cabe resaltar, estuvo potenciado por el Simbolismo incipiente que ya se posesionaba en el inconsciente colectivo. Así, esta renovación de contenido y forma acobijó todo el aparato teatral, integrando al juego elementos esenciales como el vestuario, la iluminación y la representación actoral. Así pues, con esta antesala de teatro de sala, para esta XIV edición del FITB, llegó desde Italia a la capital una adaptación de Ubú Rey. El culpable del montaje es Roberto Latini, fundador de la compañía Fortebraccio Teatro, caracterizada en el ámbito teatral por su ejercicio del Teatro di Ricerca (Teatro de Investigación) en el que ponen en diálogo textos tradicionales con la experimentación de las posibilidades de la escena.

Haciendo una evidente sátira de Macbeth, la obra cuenta la historia de Ubú, ex rey del Reino de Aragón y Capitán del ejército polaco, el cual impulsado por su mujer y en su ávida hambre de poder decide derrocar al rey Venceslao de Polonia, para después ejercer una despiadada tiranía. Sin embargo, Pelelao, hijo del anterior rey, logra escapar y organiza una revuelta con la ayuda del Zar de Rusia en contra de Ubú. La guerra se hace presente como acostumbrado método de resolver los conflictos. Y posteriormente en ese escenario bélico se desencadenan un puñado de sucesos que representan el patetismo inherente a un tirano al que se le diluye el poder.

En 110 minutos de duración y un intermedio de 10 minutos para que el espectador compruebe que no está soñando, la adaptación logra capturar la esencia del montaje original y a su vez darle una lectura innovadora dentro de la renovación característica de la obra, que por cierto ha sido adaptada una cincuentena de veces al escenario y a la pantalla. Y ese es precisamente el elemento diferenciador de esta versión de la obra, y responde a unas posibles preguntas que surgen respecto al tema; ¿qué sentido tiene hacer una adaptación de un clásico más allá de la conservación de una tradición?, ¿Para qué hacer una adaptación de una obra que ya ha sido innumerablemente adaptada? Pues bien, la respuesta  a estos interrogantes se encuentra en el trabajo de investigación teatral que desarrolla la compañía, el cual escruta en la naturaleza de los textos, los disecciona y macera para extraer su esencia. Lo que en el instante de la puesta en escena implica una renovación de la renovación. Suena redundante, pero me permito esta redundancia porque a la hora de ver el montaje, esta afirmación cobra sentido.

Desde la primera imagen en el escenario que ve el espectador cuando pone el culo en la butaca, la adaptación impone su estética minimalista y simbólica; un hombre solitario con lo que parece ser una caña de pescar, está sentado en un banco ubicado en todo el centro del escenario. Lleva como vestuario una túnica blanca, y una máscara de látex de apariencia primitiva que evoca a los orcos del Señor de los Anillos. Ya para ese momento, el público queda atrapado en la atmósfera propuesta. Paulatinamente arriban otros hombres de igual apariencia, se alinean y luego de un momento de quietud, un gallo que canta, y una inacción propia del amanecer, las luces se encienden llenado todos los rincones que tenían tonos azules en el escenario, los hombres se paran, se ven, y el detonante de toda la trama venidera es el afamado grito de uno de los hombres, ya sin máscara desde uno de los extremos. Un grito libertario que daría a la obra un lugar en la historia del teatro universal: “¡Merrrrda!”. Suena una socarrona música circense y empieza a correr el reloj de la ficción.

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Para que ese reloj de la ficción funcione, se confabulan los integrantes de la compañía que desempeñan una labor impecable desde todos los ámbitos de la escena. Hay un matiz juguetón en todo el montaje que resulta encantador. La música circense y todo el lenguaje sonoro -imprescindible para el efecto producido- estuvo a cargo de Gianluca Misiti, quien de acuerdo al ritmo de cada escena, que resulta casi independiente de la obra, introduce un tapete sonoro en ocasiones contundente y en otro discreto que es por sí solo un personaje. Un tapete sonoro constituido por efectos especiales como disparos, gallos, golpes de viento y un sonido en particular en el cambio de escena y atmosfera (una especie de sintonización de canal)  que funcionaba dramatúrgicamente  como un clic para diferenciar los diferentes mundos de la historia. Además Misiti también es el culpable de la música incidental que acompasa enérgicamente las acciones dramáticas de los actores.

 

El vestuario, la escenografía y la iluminación siempre van de la mano, pero en está ocasión ese matrimonio “trígamo” entre departamentos resulta evidente y fascinante. En toda la puesta en escena se ve la predilección por la estética monocromática que resalta en los fondos blancos. Ésta es introducida a veces sutilmente por un solo elemento, como un par de guantes rojos o unas rosas rojas O positivo.

 

Otras veces, es mucho más evidente y concreto, es el caso del gran telón del que extraen y materializan unas imágenes poéticamente cargadas de belleza y potencia; la primera, es cuando un gran telón rojo cubre la pared principal de las tres que ocupan el escenario. Allí, uno de los personajes más enigmáticos de la obra, interpretado por el propio Latini, lleva un esqueleto negro que pende de una cadena en su cuello. Se le proyectan dos luces estalladas, y el hombre vestido de rojo, con nariz pinochesca empieza a dar tumbos, y, luego a girar sobre su propio eje, junto a él gira el esqueleto negro, inerte.  La luz proyectada produce múltiples sombras del movimiento, y sobre el telón rojo y las paredes blancas laterales surgen varias versiones de la imagen. La segunda, es una elipsis bellísima de la representación de la guerra, es el mismo telón rojo recostado sobre el suelo. Dos actores lo toman de los extremos y empiezan a ondularlo produciendo un efecto extraordinariamente simple y dinámico. Entre las ondulaciones van pasando los personajes de ambos ejércitos y cuando todo ha sucedido, sólo queda el esqueleto negro bajo  el telón como resultado de la guerra. La imagen producida es la materialización de una metáfora. Es como si se hubiese hecho la puesta en escena del cuadro La Cara de la Guerra de Dalí.

 

Finalmente, volcados hacia la expresión corporal en todo su esplendor, los actores dan vida al espectáculo y funden en una aleación autosuficiente aquellos elementos descritos en los párrafos precedentes. Son ellos, con su teatro de objetos y juguetona gestualidad que evoca los tiempos de la Comedia del Arte, pero desde lo contemporáneo, los que dan vida a la ficción.

Tal vez el único lunar que tiene la adaptación, sea el inserto excesivo de surrealismo, como la pareja con cabeza de animal que vagaba por triciclo en el escenario. Instantes como este entre otros, estaban fuera de lugar así la obra diese tales libertades. Allí el teatro experimental de Latini se devoraba la escena, se implantaba y  con ello la comprensión por parte del público se evaporaba.

No obstante,  la versión de Fortebraccio de Ubú Rey presentada en el León de Greiff en el marco del FITB, (que por cierto cada vez de robustece más para fortuna de la escena bogotana e incluso latinoamericana), es un canto al Teatro. Allí  prima el elemento teatral. Está llena de matices surrealistas, cómicos, políticos, satíricos, experimentales, pero sobretodo poéticos. Es una pieza que alecciona al mundo contemporáneo de la dramaturgia en relación a las posibilidades infinitas de la escena.

 

Ricardio Dávila

Interference Channel

 

*Fotografía Jesús Montenegro

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