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LA PLUMA INGLESA

Lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde.

BORGES

I

Me pregunté si Carrizosa tenía la grandeza de Hitler o si Hitler, la mezquindad de Carrizosa. Hasta hacía apenas un momento, aquel sujeto de melena blanca, mirada amarga y labios en eterna furia, se había metamorfoseado para deslumbrarme con su erudición acerca de la civilización francesa. Había estado hablando como si fuera muchos, alternando la exactitud del tratadista, la dignidad del general, la altivez del sibarita y la nostalgia del navegante curtido de sal, sol y tempestades. Pero ahora, en mis afectos, Adolfo Carrizosa yacía envilecido no sé si por la borrachera que lo tendía en el sofá o por la fotografía colgada en el corredor, cerca del baño, y en la que la Torre Eiffel servía de fondo al artificio de su pose. ¿Qué necesidad tenía de aquel tipo de estandartes? ¿Quería acaso, como Hitler, sintetizar con tal imagen el dominio que tenía sobre Europa? Y al hacerlo, ¿no incurría, como aquél, en las veleidades de cualquier turista? No me fue difícil concluir que lo que reducía a Carrizosa no era que rugiera enrojecido en los vapores del alcohol, pues incluso al ebrio lo envuelven sus hazañas: también Hitler rugía en la embriaguez de sus multitudes en Berlín, pero indiscutiblemente lucía más airoso que el 23 de junio de 1940, cuando posó, entre Breker y Speer, delante de la Torre. En suma, fue aquella fotografía, la frivolidad, la insensatez, la inexplicable falsedad de tal fotografía lo que desdibujó la imagen que de Adolfo Carrizosa había esculpido a raíz de dos eventos memorables.

II

 El primero ocurrió seis meses antes. La víspera, Isabel Barrera me llamó para invitarme a cenar en su apartamento. Acababa de pasar una temporada en Inglaterra y -visitar lugares míticos es perder cierta clase de virginidad- pensé que ella, como todos, querría pregonarlo. Aunque anhelaba verla, supe que el encuentro sería desagradable.

Tiempo atrás la había amado sin fortuna, así que el viaje, como otros de sus logros, había causado en mí un dolor próximo a los celos. Además, yo no sería el único invitado: irían algunos conocidos, entre ellos, Adolfo Carrizosa, el odioso Adolfo, que quizás también fustigado por un amor inútil, me dirigía una velada hostilidad. Pese a tales fatigas, no pude decir no a Isabel Barrera, pues además de desairarla, habría evidenciado ante todos mi despecho.

El sábado, llegué puntual. Al verla, al estrecharla y al reencontrarme en su mirada, sentí un helado desamparo, la certeza de que nos había dejado el tiempo, la angustia de que sus treinta años no animarían los cuarenta míos. Para colmo, tras un año de ausencia, tenía la esbeltez, la luminosa picardía, la feliz sensualidad de siempre, pero un afortunado corte de pelo, unas muy propicias prendas y el clima londinense obstinándose en sus poros exacerbaban su belleza, tornándomela no sé si más lejana o propia.

Luego, al verla recibir a Carrizosa con la ternura que no tuvo para mí, pasé de la tristeza al odio. Más aún, quise que algo la desdibujara, que alguna ostentación o algún signo afectado la revelara como la turista típica, como la burguesa esnob. Esperé, por ejemplo, la abrumadora ráfaga de fotos con el Palacio de Buckingham, la Torre, la Rueda y el Puente de Londres como fondo de su vanidad. Para mi pesar, pero también para mi gusto, cuando le preguntaron qué tal Inglaterra, se limitó al esquema de sus itinerarios, se abstuvo de anécdotas de engreimiento y prescindiendo casi de adjetivos, dio sobre el país una apreciación tan exacta como original, tan genérica como incontrovertible.

El gasto, pues, corrió por cuenta de otros. Como dije, visitar lugares míticos es como una iniciación y recibir al iniciado es un ritual en el que los asistentes adoptan variedad de roles. Mauricio y Laura, que nunca habían salido del país, denostaron del esplendor de las ciudades europeas, atribuyéndolo a la explotación de pueblos como el nuestro. Silvia y Diego que habían estudiado en Londres, asaltaron a Isabel con preguntas acerca de lugares de los que se jactaron, aunque con sus mesadas es dudoso que pudiesen conocer. Martín que, en cambio, veía el mundo desde primera clase, hizo preguntas similares para oponer a las respuestas su guía inasequible para la inmensa mayoría de viajeros. Alberto confesó que no conocía Londres, pero desvió la charla primero a Barcelona y luego hacia París de las que habló con propiedad, olvidando que no era él sino Isabel a quien le dábamos la bienvenida. Quizás porque a mi tiempo fui como los otros, acaso porque a mis regresos soporté idénticas soberbias o tal vez porque como dije, odiaba y deseaba a Isabel, me limité a escuchar a los demás, a cruzar miradas de complicidad con ella y a objetar a quienes desestimaban los alcances de su viaje.

Volví a mi soledad más tarde y contento de lo que había supuesto. Salvo ciertos pasajes irritantes, el encuentro tuvo imágenes inolvidables: las miradas que Isabel y yo cruzamos; el acuerdo tácito de volver a vernos; su belleza, su progreso, su prudencia; la alegría de estar con gentes imaginativas, la utopía de realizar con ellas un viaje a Estambul, en fin… De pronto, al apreciar la hermosa pluma que Isabel me había traído, reparé en algo extraño: Adolfo Carrizosa, el odioso Adolfo, no intervino en aquello que pareció una reunión de cancilleres. Por un instante, pensé que lo plácido de la velada obedeció a aquel silencio, pero enseguida tal silencio desgajó una lluvia de preguntas: ¿por qué Carrizosa no intervino? ¿Por qué calló cuando bien pudo lucirse? ¿Por qué negó los cinco años que, según tenía entendido, había estado en Europa? Como fuere, aquella discreción, aquel silencio noble, bastó para ganar de mí el respeto que con la magistral muestra de anoche fue fascinación.

III

Un fuerte aguacero castigaba el Park Way haciendo temblar el brillante verde de sus frondas. Yo, que venía de la universidad, corrí hacia un bar en busca de calor, pero al girar la puerta, pensé seguir de largo, pues a través del vidrio vi que Carrizosa bebía y fumaba desolado. Al verme, no tuve más remedio que ir directo a él que poniéndose de pie, me invitó a tomar asiento. Mientras yo le ordenaba a la mesera, él notó el libro de Borges que la lluvia había empapado y luego, como para obviar mi antipatía, preguntó por mis relatos predilectos. Yo intenté una lista y al mencionar Los dos reyes y los dos laberintos, él se iluminó diciendo:

-Ese relato me escarnece, ¿sabe?

-¿En serio? -pregunté con interés.

-Yo viví algo parecido -dijo-. Y a propósito, la noche que cenamos en casa de Isabel, noté algo entre ustedes. ¿Ha vuelto hablar con ella? ¿La ha seguido viendo?

-Si usted fuera yo -dije molesto-, ¿me respondería?

-No me tome a mal -dijo impasible-. Pero en cualquier caso, hay algo que usted debe saber…

Se contuvo. Martín Arciniegas, el mismo Martín de quien ya dije que viajaba siempre en primera clase, había entrado y se acercaba a nuestra mesa con una sonrisa de efusión. Sin que lo invitáramos, tomó asiento, observó nuestros vasos y aplaudió que estuviésemos bebiendo whisky, porque así podía invitar una botella para celebrar que en dos días viajaría a Francia. Adolfo y yo asentimos; él quizás contagiado de entusiasmo; yo, porque tocado por la intriga, no me iría sin zanjar lo de Isabel.

Desde luego, tras chocar los vasos, París fue el tema de conversación. Arciniegas, editor de lujosos libros de diseño, alardeó diciendo que era su enésimo viaje a la capital francesa, que conocía la ciudad como la palma de su mano y que si alguna vez teníamos ocasión de coincidir, nos la mostraría en su compleja plenitud. Sin embargo, hacia la media noche y con la segunda botella, vi que lamentaba haberse encontrado con nosotros. Para entonces, Carrizosa hablaba con tal exactitud del Louvre, que Arciniegas, como el maestro amenazado por su alumno, acabó atacándolo con preguntas acerca de obras de las que Carrizosa dio cuenta diciendo en qué salones, en qué costados y en relación con qué otras se hallaban exhibidas.

-Eso lo sabe todo el mundo -dijo ardido el editor-. Pero hablemos de algunas menos populares. A ver, La maison bleue, ¿en qué salón se exhibe?

-No seas ruin -le dijo Adolfo-. Todos sabemos que La maison bleue, de Marc Chagall pertenece al Museo de la Villa de Lieja…

Con la sumisión de un perro, Arciniegas bajó la vista. Pero resuelto a posar de hombre de mundo, comenzó a hablar de restaurantes exclusivos. Para mi solaz, Carrizosa le soltó una lista de lugares de los que precisó ubicación, horarios, decoración, propietarios, cartas de vinos y especialidades.

-Ahora, que si quieres -remató displicente- el mejor magret de canard, debes ir al Dôme du Marais, en la Rue des Francs Bourgeois.

Arciniegas tosió y volteó la cara con el pretexto de ordenar otra botella. Hacia las dos, y en su lance final de vanidad, comenzó a hablar en francés sobre la construcción de Notre Dame. Diez frases después, debió callarse. También en francés, Carrizosa le corrigió una imprecisión y siguió hablando ya no de las rutas turísticas o de las que trazaron escritores, pintores y filósofos, sino de las siniestras, las sórdidas, las propias de albañiles, verduleras, fontaneros…

-Il y a des histoires qui sont seulement connues verbalement.

Hacia las tres, Arciniegas pagó la cuenta y se marchó dejándonos a Carrizosa con el sabor del triunfo y a mí, con el estupor de estar en compañía de un savant. En efecto, tras otras dos botellas, esta vez en la espaciosa sala de su casa, siguió hablando de Miterrand y su sociedad secreta, hasta el amanecer, cuando se desplomó, dejándome también ebrio, aunque no tanto como para no advertir, camino al baño, entre retablos y acuarelas, la fotografía en octavo que al recordarme la de Hitler fracturó mi encantamiento.

IV

Desperté al medio día con un sabor de rabia. Mi anfitrión me invitaba al comedor de la cocina y lucía rasurado, vestido y sin trazas de la borrachera. Luego de ir a echarme agua y componer mi aspecto, vi el humor del hombre que silbaba y canturreaba a tiempo que terminaba de servir la mesa. Aunque me reproché haber dormido en su casa, me alegró contar aún con la ocasión de aclarar lo de Isabel, así que mientras desayunábamos, comencé por hacer bromas de la furia de Arciniegas.

-Es un fantoche -dijo-. Aunque nunca debí permitirme tal soberbia.

Le noté un asomo de culpa, algo parecido a la humildad, pero que en el fondo era vergüenza. En lo personal, me encantó que hubiera puesto en su lugar al engreído, que le recordara que siempre hay quien puede dar una lección, pero ahora era mi turno, Carrizosa y yo teníamos asuntos en suspenso, él tenía verdades que decirme y a mí no me embaucaría. Por fin, le dije:

-Usted jamás viajó a París. Usted no la conoce.

-¿Por qué lo dice? -preguntó apenas sorprendido.

-Por la fotografía del corredor. Es un montaje.

-Es buen observador -dijo. Luego, como buscando mi complicidad, se ufanó palmeándome la espalda:

-¡Pero no me diga que no lo convencí!

-¿A Martín?

-¡Y también a usted! -dijo echándose a reír.

-Así es -acepté-. Y ahora dígame: ¿cómo sabe tanto?

-Obstinación -dijo en un largo suspiro.

Inició entonces el relato que resumo: diez años antes, cuando tenía cuarenta, decidió cambiar de vida. Padecía un matrimonio de apariencia, dos hijas igual de aburridas a la madre, un empleo sin futuro y una herencia en sucesión. Herido desde su juventud por Hemingway, Miller y Cortázar, le arguyó a su esposa que viajaría a París donde se entregaría a la escritura. Ella le firmó con dignidad los papeles del divorcio, pero le sentenció: «Te acordarás de mí: jamás pondrás un pie en Europa».

Tan pronto como estuvo libre, Carrizosa comenzó a estudiar francés, aunque a la semana, una muchacha de apenas veinte años, caótica y preciosa, lo incitó a un paraíso, cuyas auroras los veían drogarse y propinarse sexo hasta caer exhaustos. Pero de los sabores de ese paraíso, el tedio surgió para infectarlos. Necesitado de aire, volvió a las clases de francés y trató de hacer nuevos amigos, aunque a un costo lamentable: no menos aburrida y con él a la caza de aventuras, la muchacha comenzó a salir a fiestas, bares y paseos de los que volvía haciendo burla de sus furias.

Y fue en tales ascuas que Adolfo Carrizosa alzó su infierno: un día de agosto, alguien le presentó al alemán Klaus Wagenbach, el estudiante de dibujo que estaría un mes en Bogotá y que además de alojamiento, necesitaba alguien que lo guiara. Con sus bienes en litigio, Carrizosa aceptó la cifra en euros y por tres días fue un anfitrión irreprochable: alojó al muchacho, le abarrotó de víveres nevera y alacenas, lo llevó a conocer La Candelaria y le tomó fotografías en la Plaza de Bolívar. Wagenbach era inteligente, generoso, tenía sentido del humor y hablaba inglés fluido, pero su encanto hizo que la inquieta amante usara los signos de su generación para atraerlo: música, moda, videojuegos y otras referencias de las que Carrizosa quedaba dolorosamente al margen.

Así, pues, si salían los tres, había el riesgo de que la muchacha se siguiera acercando al alemán y si la dejaba en casa, había el riesgo de que saliera a buscar diversión con sus amigos. Ciego por los celos, Carrizosa eligió la infamia: se fue con ella a Cartagena diciéndole que Wagenbach le había pedido quedarse solo en el estudio y dejó a Wagenbach solo en el estudio diciéndole que un asunto urgente lo tendría fuera un par de días. Al regresar, pasado un mes, no vio razones para disculparse: el alemán no expresó quejas ni rencor, celebró que hubiera resuelto sus problemas, aseguró que había disfrutado la ciudad y que, por lo mismo, lamentaba tener que irse al día siguiente. Semanas más tarde, cuando el adiós de su insaciable amante lo hundía en el horror, Carrizosa aceptó por confidente a Wagenbach, quien habiéndose obstinado en sostener correspondencia y enterado de sus aspiraciones, le sugirió ir a Alemania donde le ayudaría a instalarse. Y fue así, como a mediados de diciembre, Carrizosa hizo mofa de la maldición de su ex mujer: aterrizaba en Berlín-Tegel y pronto recibiría la herencia que le permitiría trasladarse a Francia. Para solaz de su optimismo, tras recorrer cien kilómetros de autopista por un paisaje blanco, Wagenbach lo llevó a su casa, donde apenas se encendió la luz, estalló la fiesta por cuenta de las cinco rusas que desinhibidas, liquidaron el frío que le atería el alma y mitigaron el invierno que le hería los huesos. Pero a la mañana siguiente, Carrizosa despertó viéndose angustiosamente solo; salió a husmear en derredor y no vio más que un vasto campo cubierto por la nieve; caminó hasta dar a la autopista de tráfico veloz e indiferente y se sintió perplejo ante el enigma de unas señales en alemán que surgían de la niebla. Escarchado e íngrimo, regresó a la casa diciéndose que la calefacción, víveres y bebidas le permitirían pagar el abandono al que había expuesto a Wagenbach. Sin embargo, otro era el ajuste: casi enseguida, la policía llegó a exigir su pasaporte y tras registrar la casa, halló en su equipaje un bien plantado kilo de heroína.

V

-No voy a abrumarlo contándole lo que fueron mis tres años preso en Berlín. Solo le diré que el día que me deportaron y llegué a la Cárcel Modelo en Bogotá, fue el más feliz de mi existencia. Y vea usted, al despegar el vuelo de regreso, el guardia encargado de entregarme a las autoridades colombianas, me pasó esta carta sin firma y cautelosamente escrita en español. Por favor, léala:

Adolfo:

Toda ciudad es un laberinto. Toda persona es guía para quien visita su ciudad. Si los guías son amables, la ciudad lo es y así quedará en la mente del viajero. Bogotá, Adolfo, es una ciudad maravillosa, pero en vez de guiarme en ella, me expusiste a criminales que la convirtieron en mi cárcel, en mi hospital, casi en mi tumba. Desde luego, no es tu culpa que tu ciudad sea insegura y no es mi culpa que la mía sea inflexible. Pero al no importarte abandonarme en Bogotá, ¿por qué debía importarme abandonarte en Alemania? Conclusión, Adolfo: yo no vi los Andes, tú no verás los Alpes; yo no subí a Monserrate, tú no subirás a la Torre Eiffel; tú me cerraste Bogotá, ahora y legalmente por siempre yo te cierro Europa.

-¿Entiende ahora por qué el cuento de Borges me escarnece?

-Hay mujeres -dije- con las que uno jamás debería cruzarse.

-Tiene razón -dijo-. Más que la venganza de Wagenbach, me atormenta la maldición de mi ex mujer que como ve, he podido conjurar.

-¿Y cómo? -dije irónico-. ¿Estudiando todo acerca de París?

-Más que eso -dijo ardido. Luego, recobrándose, me invitó a seguirlo:

-Abajo hay algo que le va a gustar.

Le vi un vacío brillante en la mirada que me produjo miedo. En el sótano, admitió que Internet le había sido útil, pero para aclarar que había dispuesto de otras fuentes, avanzó señalándome a uno y otro lado del largo corredor los estantes de libros, revistas, catálogos, mapas y videos de los que obtenía información sobre cada plaza, sobre cada calle, sobre cada actividad de las capitales europeas. Al final, abrió una puerta, la cerró tras de nosotros y se apartó de mí dejándome a oscuras y con la impresión, según la resonancia de sus pasos, de estar en una amplísima bodega. Luego, apareció en una cabina como las de prensa en los estadios y activó un mecanismo que me arrojó al asombro: en un área de quizás cincuenta metros, al irse iluminando poco a poco una maqueta, comenzó a emerger entre las sombras una réplica de la Île de France tan minuciosa, tan detallada, tan completa y fiel que tuve la impresión de planear sobre la París real.

-A escala 1:2000 -dijo por micrófono desde la cabina.

-¡Maravilloso! -exclamé.

En su réplica de la capital más visitada de la Tierra solo faltaba el movimiento, pues allí estaba todo preciosamente definido: el Sena, el Louvre, el Panteón, Los Inválidos, Montparnasse, la Ópera Garnier, los Campos Elíseos, el Arco del Triunfo, la Basílica del Sacré Cœur, el Arco de la Defensa, la Catedral de Notre-Dame, el Museo de Orsay, el Nacional de Historia Natural… Pero había más para abismarse: mediante un complejo de lámparas, velos, cernidores y tubos de riego, se podía ver la ciudad envuelta en las atmósferas de las distintas estaciones. Ante mi estupor, Carrizosa volvió a dejarme a oscuras y al cabo de un momento, activó el mecanismo que mostró, en versión de seis pulgadas, la Torre Eiffel airosa en la ciudad iluminada como la real en medio de la noche.

-¡Qué locura! -exclamé.

-Ahora, usted -dijo acercándose con mirada desafiante-, que ha estado en ella varias veces, dígame, ¿conozco o no París?

No le respondí. Un rato después, al volver del sótano, tuve una iluminación: vi que Borges, Arciniegas y la ironía de mis apuntes habían forzado la dilación, por demás impresionante, de lo que Carrizosa tenía para decirme. Entonces, sintiendo que hacía trizas un enigma, dije:

-Fue Isabel, ¿cierto?

-No pensé decirlo de este modo -aceptó-. Pero sí, fue por ella que dejé abandonado al alemán y fue por él que ella me dejó.

En efecto, tras pedirle discreción dizque para no afligir a Carrizosa, Wagenbach le narró a Isabel el secuestro del que, durante su ausencia, fue víctima en un taxi al querer pasear por Bogotá.

-Pero sabía que ella no me iba a perdonar la canallada.

Luego, aprovechó la situación de Carrizosa para incitarlo a la trampa con el kilo de heroína que, después se supo, le compró a unos rusos. Y aunque la ofensa no fue inferior a la venganza, Isabel acabó actuando a favor de Carrizosa.

-De hecho, sin la intervención de su familia, yo habría tenido que purgar toda mi condena en Alemania. Irónico, ¿no le parece?

-¿Y? -le dije desgarrado-. ¿Era lo que quería decirme? ¿Que ella y usted fueron amantes? Mire, Adolfo, lo nuestro terminó hace dos años…

-Lo sé -dijo-. Yo fui la causa. Cuando me enteré de su romance, le dije que usted y yo éramos amigos, que le había contado intimidades y que por lo mismo, usted jamás la tomaría en serio. Y fue así como logré alejarla, hasta la noche que cenamos en su casa y vi que lo seguía queriendo. Claro, al ver sus atenciones, ella tal vez creyó que a usted no le importaba, pero le importa, ¿no es así? Sé que le importa, y hora, usted va a ser el que se aleje. ¡Y no me entienda mal! La verdad, se lo juro, no la quiero para mí; pero así como ella encarnó una maldición, yo nunca dejaré de ser la suya…

VI

Me alejé de aquella casa, odiándome, recriminándome, torturándome por no haberle arrancado los ojos y las vísceras a Adolfo Carrizosa. Y no fue que careciera de recursos para herirlo, humillarlo y refregarle la pus de su miseria. De hecho, quise decirle cuánto me recordaba a Hitler, cuán parecidas eran sus desgracias. Porque lo eran: en 1918, cuando el entonces cabo del ejército alemán se hallaba a cincuenta kilómetros de París, debió dar marcha atrás para sufrir el Tratado de Versalles. Semejante fiasco, por demás cercano a la gloria de Moisés, le resultó tan humillante que para 1940, cuando invadía casi toda Europa, se hizo fotografiar delante de la Torre Eiffel. Sin embargo, en aquella imagen, el Führer no se siente cómodo, más aún, luce vergonzante, como si perdiera convicción, como si sintiera el hálito de su descomunal derrota. Y con razón: igual que la mujer tomada por la fuerza, París se le rindió, pero no lo recibió, nunca lo acogió, nunca le ofrendó sus dones. Algo similar a lo de Carrizosa: puede que pisara Europa, pero sin alcanzar su meta, sin poder vivirla y saborearla, decidió emplazar aquel montaje, minucioso, detallado, fiel, pero simulacro a fin de cuentas… ¡Cómo quise habérselo gritado! Haberle arrostrado que un signo no es la cosa, que las metáforas apenas son deseos, que los fetiches son tan solo sombras, que una réplica nunca suple el disfrute del vivir. Sin duda lo habría aniquilado, lo habría incinerado en el ácido de su demencia… ¿Y qué? ¿Qué habría ganado? Después de todo -y el miserable lo sabía- mi tragedia era la misma: no había vaciado una ciudad para pisarla, no había emplazado una maqueta para verla, pero como Hitler, como él, de lo que más ansiaba en este mundo, yo tendría solo el fantasma en una pluma inglesa.♦

 

*Jorge Aristizábal Gáfaro

*Este relato fue finalista del premio Juan Rulfo de novela corta y cuento 2009.

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