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El morador del orinal.

Por Sebastián Theus

Los baños públicos son mundos viscosos empapados de los más diversos vahos expelidos por el cuerpo humano; Los baños para varones, por ejemplo, no solo huelen a excreciones, apestan también a testosterona: hombres semidesnudos unos junto a otros, miradas esquivas que inquietan, manos que agarran falos y roce de dedos sobre nalgas, logran tensionar el ambiente y dispersan imaginarios sobre nuestra virilidad: diferencias en tamaños, competencia de músculos, despliegue de fuerza y juegos eróticos tras las puertas cerradas. De este escenario oloroso donde el excremento vincula el asco al placer, las gotas de lluvia dorada a eyaculaciones y la desnudez con tentaciones carnales, no por vedadas menos satisfactorias, buscamos escapar pronto; la evacuación de nuestros residuos nos humilla y las abluciones parecen pretender despejar el alma de los desmanes de la carne. Nos sentimos vulnerables. Los baños públicos son lugares de tránsito, nadie vive en ellos. Pero un día de enero, al recordar los sucesos de una tarde de jueves de diciembre pasado, comencé a sospechar que en estos espacios húmedos por las secreciones corporales habitan seres humanos; caminantes de un microcosmos que esconden entre los cubículos mate,algo más que los deseos de la pureza.

Languidecía el mediodía. En ese jueves, iluminado por la alegría de la llegada de un niño en oriente, después del almuerzo mis pies se dirigieron a un baño, ubicado en el segundo nivel, de un centro comercial del barrio donde resido: Niza. Mientras confirmaba a mi interlocutor al celular la consignación de mi sueldo, orinaba con placer. Me devolví de los orinales a los lavabos, deposité sobre el mesón la novela que traía en mis manos y me dispuse a dejar que el agua corriera entre mis dedos. Un hombre joven, ropa deportiva, maletín terciado, caminó desde los sanitarios, se detuvo en el lavamanos contiguo al mío y fijó su atención en el libro. Me percaté de su curiosidad lectora reflejada en el espejo, cruzamos miradas, intercambiamos un saludo. “leer es un ritual”- me dijo señalando el libro-, y esa frase logró despertar mi interés. Hablamos sobre letras, autores y poesía; le comenté de mi oficio de librero; algunas personas entraron, salieron. De repente extrajo de su morral unos papeles y dijo: “Son poemas míos- los desplego frente a mi cara invitando a leerlos- y continuó: “A mí me gustan- su tono de voz bajó-, pero no sé.” Me acerqué a ellos y el silencio reinó por mi cerebro desde ese momento y por un buen par de minutos. En mi mente hay momentos de lucidez de las siguientes dos horas: la salida del centro comercial abrazado a otra persona, un corto viaje en taxi y un avanzar por entre malezas con mi cara tapada por una camiseta negra. La presión de una pistola sobre mi estomago que me obligó a desnudarme y tenderme en el piso sobre cientos de ramas que me laceraron e hicieron sangrar. Mis manos atadas. Un cuerpo sentado encima del mío, que con gritos, anunciaba otra serie de vejámenes si no daba con seguridad la clave de las tarjetas del banco. El pánico por una posible violación. El miedo a una muerte degradante y dolorosa. De pronto un ruido de botas se sintió acercarse y, quizá, por la posibilidad de una ronda policial intempestiva mi agresor decidió huir. Los minutos transcurrieron y mis salvadores jamás aparecieron; decidí, entonces, despejada un poco la cabeza, desamarrarme y quitar la venda de mis ojos: divisé mi ropa sobre las ramas de los árboles, me vestí y salí del lugar que ya distinguía como el humedal Córdoba. Avergonzado y derrotado caminé rumbo a mi casa.

Las semanas pasaron, todo se olvida. Ya en enero la confianza había retornado a m vida. Una mañana tratando de escapar a las innumerables gotas que se precipitaban desenfrenadas sobre mi cabeza, busqué resguardo en un supermercado situado a un costado de la Autopista Norte. Mi ropa había absorbido el agua, tirité y sentí las ganas de orinar. De nuevo en un baño público, sumergido en ese placer orgásmico, mi mirada se posó en los letreros escritos que adornaban la pared de mi cubículo metálico. Los leí todos. Me sorprendí de los tantos minutos pasados entretenido en los avisos y la figura de mi atracador decembrino se dibujó en mi mente. ¿Cómo es la vida de un hombre dentro de un baño aguardando por horas a que caiga un incauto, como yo, en su trampa? No tengo respuesta. Siento curiosidad. Resuelvo iniciar, entonces, un recorrido por diferentes baños de la ciudad que me permita imaginar una existencia diaria entre muros que contienen restos de otras vidas.

Afuera el gris se paseaba por la sabana estremecida por los susurros del viento. Avancé entre los charcos de inmundicias y paré en diversos puntos de la ciudad: Unicentro, la Zona Rosa, la calle 72, Chapinero y la Primero de Mayo. Visité universidades, cafetines y restaurantes. En algunos baños tuve miedo: unos ojos espiaron a través de la rendija de una puerta mi miembro desgonzado sobre un orinal. En otros, abrí todas las puertas, revisé los avisos, escudriñé a la gente; me senté por minutos en los retretes, dejé escapar el agua y devuelta a los orinales. Algunos hombres no denotaban sorpresa de verme ingresar a cada uno de los cuartos de baños y uno, incluso, me persiguió por varios pasillos luego de salir. Me le escabullí. Comprobé, que sin importar estrato o barrio, en todos aparecen los letreros dejados en puertas, marcos, cerámicas y hasta el techo: ideas sobre política, guerra, filosofía, religión y futbol; pero sobre todo abundan los de temática sexual: maneras, tamaños, poses y aberraciones. ¡Y el olor! El vaho putrefacto se filtra por entre los pisos relucientes y el amoniaco aromatizado que trata de eliminarlo lo persigue a uno más allá de la puerta de salida. ¡El hedor serpentea por todas partes! Ningún hueco es virgen a la fetidez, a los gemidos, a los ruidos, a los lamentos. Visualicé a mi agresor entrar sonriente y buscar entablar conversaciones con desconocidos que caminan de lado, rehúsan mirar, sellan sus labios: tratan de no oler o sentir; seres que tres o cinco minutos después de ingresar, corren a encontrar sus vidas habituales lejos de un lugar donde reinan los desperdicios y otras intenciones de nuestros cuerpos, mientras él queda confinado a seguir en este mundo de orines estancados en pequeñas cantidades en las esquinas, y sofocado por la pestilencia de tantos jirones de excrementos secos y gotas de liquido seminal esparcidos en trozos de papel higiénico.

Emprendo el regreso a casa. Sobre el firmamento la belleza se despierta: aparece la luz del sol, las estelas plomizas ceden su paso al blanco algodón. Hombres, mujeres, pasan a mi lado ensimismados en sus celulares, no me miran-¿Por qué habrían de hacerlo?- Soy otro más en un cruce de vías. Lejos de la pestilencia del baño compruebo que afuera también se está solo. No se habla con desconocidos en las calles, ellos también pueden herir. Sigo, avanzo. Dentro de esta realidad fría de una ciudad que solloza de continuo un hombre eligió-¿Por gusto? ¿Por necesidad? ¿Mala suerte?- vivir, convivir, entre orinales y retretes; bajo esa niebla de moho que todo lo corroe conversé con él. Sus frases denotaban estudio, discusión y cortesía: el arte de la conversación. Sus acciones reflejaron el cinismo, la frialdad, la violencia. ¿Cuál es la verdadera cara de este pequeño monstruo que ha parido la capital? Nunca lo sabré. El manto nocturno comienza a cubrir la ciudad. Bogotá está tocada de hechizo: entre los cientos de millones que corren buscando ese refugio limpio llamado hogar, un hombre habita entre techos de nubes turbias donde brotan lagrimas, orín y mierda: ¡ el morador del orinal!.♦

*William Alberto Salazar hace parte del staff editorial de Interference Channel desde el 2014. Este relato tuvo mención de honor en el primer concurso nacional de crónica Festival  del libro de Bogotá.

calumnista

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