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El otro.

El destino manifiesto como justificación del poder, ante la inminente debacle.

El otro, ese que no soy, aquel que no quiero ser, la lejana otredad. El salvaje “es una de las claves de la cultura occidental”, “ha sido creado para responder a las preguntas del hombre civilizado” dice Roger Bartra en el libro ‘El Salvaje en el Espejo’.

Para pensarse y crearse a sí mismas, las culturas poderosas requieren la presencia del “otro”, diferente y diferenciado, y desde esas estrictas fronteras instituidas para guardar la modernidad, la comodidad y lo establecido, el referente que protege y asegura los estereotipos de lo propio, se puede entonces instaurar un “nosotros”.

Las caras de la moneda se distancian en anverso y reverso y desde las dos partes por igual surgen reveses y reversas. Frases que demuestran un ideal separado de los demás, la noción de distinción, distinguir, distintos de aquellos que no somos nosotros. “God Bless America”, piadoso grito que se disfraza de democracias y el gobierno de todos con el afán de estandarizar la guerra como el mejor modo civilizado de vivir.

La democracia no es más que la cancha de juegos de la industria bélica, decía Frank Zappa.

Hablamos de esa América que termina en el Río Bravo, Río Grande, dicen ellos, que separa a los americanos del norte delos americanos del sub-sur-continente con enormes paredes de concreto y los vulgariza y desprecia con epítetos como ‘grasosos’, ‘espaldas mojadas’, anómalos que no los reconoce como americanos, tan sólo son ‘aliens’, extraños, exóticos.

Dios bendice y separa a América, Dios lo escoge como al mejor de sus pueblos, lo distingue  del total de los otros pueblos y de sus totalitarismos. Se masifica la sublime, grandiosa idea de esa bendición única y separada cuando corre de mano en mano a través del dólar que, nadie lo duda, también recibe la consagración suprema.

En América, se instaura la mejor forma de gobierno que el hombre ha conocido, la polis, el gobierno de todos, la democracia de aquella Grecia sagrada y separada. En América, la democracia alcanza el grado de estrategia para tratar, por todos los medios, de eludir lo inevitable: el agotamiento y finitud del proyecto de modernidad.

Estamos a mitad de la postmodernidad, que en su propia definición ya encierra la vetustez y los esplendores de un ocaso precipitado. A pesar de ello y por ello mismo el imperio no ha sido capaz de apuntalar la diferencia, la separación que lo pueda mantener inmaculado, desinfectado del “otro”. Y más allá de las sospechas que señalan a oscuros intereses internos de provocar el doloroso ‘september eleven’ –la caída de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001- hoy, América está más temerosa que nunca.

Las redes sociales, las pantallas de bolsillo y la inmediatez tecnológica expanden el miedo, refuerzan la separación, pero el “otro” se acerca, se vuelve hostil. El mundo y América viven temerosos de las nuevas armas de exterminios fulminantes. El Homo Faber espantado, doliente,  sustenta en la brutal explotación de los recursos naturales, su alienación, su arrogancia, la ignorancia consumista y el sinsentido de la vida. Adorador de dioses plásticos.

Desde las esferas del control político se maquinan azoro e indignación para desenmascarar al “otro” y gritar que ya está en casa. Uno de los grandes problemas modernos del ser civilizado es tener como vecino al bárbaro, al incivil, al ‘otro’, que representa al enemigo y por ello hay que combatirlo, exterminarlo. Los medios de comunicación fomentan la mitología comunal para que la sociedad se dé permiso de odiar, pueda optar por las armas, tomar el recurso de la banalidad de la muerte para proteger a su dios benévolo y a América.

El mundo es un asunto de seguridad interna para América y al mismo tiempo es el lugar donde confluye la alteridad, las millones de voces disidentes, amenazantes, que se mezclan en el barullo del Medio Oriente, los Balcanes, Venezuela o China. El progreso urbanizado es incapaz de enfrentar el caos creciente, el “otro” que se resiste a la homogeneidad y al silencio.

Las potencias coloniales expanden, llevan “lo propio” y lo enfrentan a otras formas de vida, a otras maneras de entender la realidad y el universo etnocéntrico (europeo, blanco, masculino) tiene que estudiar estas diferencias, estas lejanías, desde la metodología antropológica o mejor dicho, desde la etnografía para poder penetrar en la cultura material y simbólica de otros grupos humanos.

El grupo, cualquiera que este sea y en cualquier momento histórico, siempre se ha visto a sí mismo como diferente de los otros. Desde las mitologías y los cuentos fantásticos que creaban seres aparte del grupo, hasta la capacidad de fraguar una “geografía positiva” que quiere revisar de manera “objetiva y científica”, la ubicación, clasificación y denominación de los “otros”.

Al pueblo subyugado, como lo dice Mary Louis Pratt (Ojos Imperiales. Literatura de Viajes y Transculturación. Buenos Aires), le resulta difícil controlar lo que emana de la cultura dominante, pero siempre puede determinar, en diversos grados, lo que absorberán y para qué lo usarán.

De este modo, si la etnografía “es un medio por el que los europeos representan ante ellos mismos a sus (usualmente sometidos) otros, entonces la autoetnografía será aquello que los otros construyen como respuesta a las mencionadas representaciones metropolitanas o en diálogo con ellas”. Pero no solamente los pueblos europeos obedecen a estas corrientes de pensamiento, también los criollos y mestizos de los pueblos atrasados, “salvajes”, determinan el alejamiento de los pueblos originales con los que conviven.

De aquí que podamos pensar en “el sujeto colonizado” como un otro antropológico y esto nos remite a ejemplos como aquel que escribe del “otro” desde esa perspectiva etnocéntrica y de dominación: ‘Los Hijos de Sánchez’ de Oscar Lewis o ‘Azteca’ de Gary Jennings, en donde los actores son capaces de producir sus propias voces y oponerse a la representación previamente asignada y fijada sobre ellos. A pesar de sus autores.

Cuando el mundo se empequeñece, se torna más complejo. La presencia de aquel que ha estado alejado de la visión imperial se vuelve nítida cuando son capaces de filtrar sus propias versiones de lo que son y de lo que han sido. Los “testimonios del salvaje” han podido  colarse en el discurso imperante de imágenes y sonidos en redes y medios masivos de comunicación, alterando la representación monopólica.

Un claro ejemplo es el libro de la premio nobel Rigoberta Menchú, ‘Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia”. Narración en primera persona que nos devela al “otro” y al tiempo nos hace reflexionar sobre el uso de la industria editorial monopólica que distribuye masivamente el pensamiento de una persona que cuestiona la supuesta y ancestral incapacidad del “salvaje”.

La voz dominante y monocorde del imperio se sorprende cuando el “otro” toma su propio discurso para hacer un contrapeso. En este sentido, la world music, la música del mundo que grandes compositores como Peter Gabriel han difundido, ha venido a representar un paradigma en la historia de la industria musical al provocar un rompimiento del estereotipo folklorizante de lo “estético”, de los patrones establecidos por lo que dicta la conveniente moda y el buen gusto.

Las teorías cientificistas de los siglos 18 y 19 alentaron el ideal de la diferencia. El hombre con cola de Manila, el hombre mono de Borneo, el gigante de la Patagonia. Todos ellos inferiores para justificar las andanzas y brutalidades cometidas por los europeos en contra del “otro” y a favor del hombre occidental “normal”. La perfecta coartada tranquilizadora, religiosa y científica.

“La Razón, para poder asimilarlos, devora los mitos. La Razón y la Ciencia no hicieron más que transportar al nuevo discurso las obsesiones y los fantasmas ancestrales de la humanidad”, decía Lucian Boia en su espléndida historia del hombre diferente.

Entre las virtudes que ha tenido la globalización se encuentra precisamente el hacer visible la diferencia entre uno y “otro”, diferencia que adquiere su sentido desde un lugar determinado, el lugar desde donde se establecen las diferencias. Esas diferencias nos remiten a pensarnos como el “otro” ya sea colombiano, mexicano, boliviano desde las mismas fronteras en las cuales nos identificamos y afirmamos nuestra identidad.

Dice la investigadora Rossana Reguillo, “Ser colombiano, mexicano, peruano implica un nuevo aprendizaje: mantener en tensión los datos que provienen del espacio <interior> con los datos que desde un <afuera> marcan y redefinen las agendas.”

Por todo esto y nunca a manera de novedad, hoy estamos en la necesidad de repensar la idea de comunidad en el inevitable contexto de la globalización; el entorno de lo comunitario deberá jugar un papel preponderante para reducir los riesgos de este mundo global.

Y queda una pregunta. Desde que el “salvaje” avanza hacia los grandes centros urbanos y se achica el espacio y el crecimiento de las zonas de contacto entre personas, ¿podremos transitar de un multiculturalismo caótico hacia una interculturalidad más justa, con menos prejuicios?♦

*Enrique Velasco Garibay hace parte del staff editorial de Interference Channel desde el 2014.

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