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El Capricho

 Por una reivindicación artística del puente caído de la 100 con 11.

La escultura más importante que se ha hecho en Colombia es el puente caído de la 100 con 11. ¿Quién iba a saber que serían los militares los artistas del país?

Es la escultura más importante de Colombia. Cualquier artista quisiera poder abarcar esa escala y combinar sin esfuerzo materialidad, gravedad, tensión y dis-tensión en una misma obra:E-S-C-U-L-T-U-R-A. Como escultura contemporánea no se olvida del happening. Además de su inauguración sorpresa (la prueba que terminó en su MAGNÍFICO quiebre),la escultura ha variado en el tiempo. Hoy le han removido parte de su cuerpo y le han añadido andamios: todos eventos de increíble monumentalidad.

No en vano la han dejado ahí, en exhibición, como cualquiera de las exposiciones temporales del Museo Nacional. Sin embargo ha logrado más impacto que ninguna. Pocas o ninguna escultura en Colombia ha suspendido el tráfico de una vía recién inaugurada y tan importante como la carrera 11.

Son los militares los que han confundido a los ciudadanos: aquellos hombres objeto de muchas obras ahora las superan ¡Y de qué manera! Debería ser la obra estrella de artbo (más imponente que el grandioso remolino de madera) y la escultura 640 del Museo a Cielo Abierto de Bogotá.

Detrás de la poli-sombra verde y rota que protege el puente, imagino una fiesta multitudinaria que lo rodea. Imagino a los artistas/militares borrachos echando tiros al aire como el “Año nuevo en la guerilla” de Ramón Campos. Los imagino allá arriba saltando y doblando aún más la imponente ruina (eso si nadie pasando). La caballería aportaría sus fuertes animales para que se relacionaran con las rústicas zorras recicladoras. Esa noche los bogotanos seríamos como aquella turba enloquecida por el perfume perfecto de Grenouille y superaríamos ampliamente la fiesta guerrera de Matrix.

Pero no sería un baile de guerra; más bien uno de paz. Sería la celebración del fin de la guerra, la celebración del fin de los límites que la originan, las fronteras y los puentes exclusivos para cruzarlas. El capricho (el nuevo nombre del puente) sería la representación de la utopía.

El calor lo conseguiríamos de la comunal quema de un bus del SITP donado por su propio conductor. Celebrando este acto estarían los hinchas de millonarios y Santa Fe colgados de la columna torcida en concreto y de los cables sin tensión. El ruido de la sumatoria de micrófonos de la turba ensordecería aún más que el de las vuvuzelas de Brasil.

La llamaría la fiesta de la gravedad, celebrando la vida en la tierra y el comienzo del fin de la arquitectura (el mundo sin fronteras). Sería la fiesta de la inauguración del Carnaval Internacional de Bogotá; una fiesta tan luminosa que Hubble no resistiría las ganas de fotografiarla.

Recordaríamos lo lejos que queremos ir. Entenderíamos que la gravedad es entre muchas cosas un ancla que nos ata incondicionalmente al suelo (es fácil entender el alto valor del crudo).

Comprenderíamos que con la gravedad y por la gravedad convivimos, existimos. Descifraríamos que sus asuntos nos parecen tan importantes que su nombre es sinónimo de lo que es grave, de lo que es serio (gravis en latín).

Su fuerza es el origen de las fronteras materiales, muros y precipicios. Nuestro deseo de vencerla nos ha llevado a la luna y nos ha dejado esas sospechosas pero bellas imágenes de Armstrong. Sus eventos son tan ordinarios como el diario caminar y tan extravagantes como el grandioso quiebre del puente de la 100 con 11.

Adenda. Se han fijado como las torres de alta tensión recorren permanentemente los cerros de Bogotá; Son bellas esculturas, desafiantes de la gravedad, que no conocen fronteras.♦

 

Pablo Lorenzana

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