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En El Bar.

donde los chinos

Desde que comencé a escribir, en principio como terapia recomendada por una psicóloga amiga para superar una desilusión amorosa y luego como terapia para sobrevivir sin que la depresión ganase (más) terreno, siempre lo hice en la soledad de mi casa, sin ruidos ni molestias, con café y cigarros por montón. Últimamente he descubierto que me agrada también hacerlo en los bares de chinos, allí hay silencio pues –imagino- las diferencias culturales no los hacen tan proclives a los excesos de los ritmos caribeños a volumen inaudible, como sucede en muchos bares para pobres que son regentados por venezolanos.

Uno de los placeres de la escritura solitaria en esos sitios está llevado por la posibilidad de ver moverse el mundo, bueno, esa fracción infinitesimal del mundo, la procesión de gentes de la más diversa ralea, los borrachos de siempre, las familias que van a comer en esos restaurantes, de esas lo más curioso es que aun sabiendo que no están en ningún sitio de categoría, se comportan como si lo fuese, seguramente es porque la cuenta por lo general sobrepasa con creces lo que se gasta para comer una semana en casa, eso lo hace un asunto extraordinario.

En las horas muertas, antes de caer la noche de cualquier miércoles donde la quincena está lejos y los restaurantes de ese tipo se llenan solo con bebedores de cerveza que se alejan de las licorerías, pero que tampoco tienen medios para un sitio más costoso. Es interesante estarse quieto en una mesa, viendo la cara de perplejidad de mesoneros y del personal mientras uno escribe con los sentidos atentos, así he oído algunas cosas muy raras, como el señor aquel que gritaba aun interlocutor desde su teléfono celular y le contaba lo que iba a hacer el próximo domingo en una fulana corrida de toros, como si fuesen dos señoras hablando de lo que vestirían para seducir a alguna incauta victima el fin de semana.

Los contertulios que hablan de política, bajo la fotografía de un sonriente Mao Tse Tung, tan anacrónico como extraño que “adorna” la pared externa del baño de hombres, pero que desde allí pareciera avisar a todos que los fulanos chinos no son personas comunes, más bien comunistas que han podido huir de su miseria de cientos de millones para venir a esta de menos de cincuenta millones de humanos. El caso de los habladores de política, esos que piensan cambiar el mundo desde una mesa de un restaurante cualquiera, entre litros de cerveza negra barata y fría, como si no supieran que en esa pelea, si no hay armas, dinero o forma de presionar con algún chantaje, estás perdido, el niño peleando con alguna madre joven que aún no se entera que con los hijos por mucho que uno los ame, toca tener carácter.

Con sorpresa uno se da cuenta que, al caer la noche, llegan algunos viejos que parecieran tener mesa reservada, piden platos que no están en el menú, saludan a todos como si fuesen familia de los gerentes y mesoneros, en algunos casos pasan hasta la cocina a saludar a los cocineros, aunque tengo la impresión de que van más bien a supervisar que no les sirvan perros ni gatos o algo peor como acostumbran algunos chinos de menor categoría, esos mismos señores que se toman unas cuantas cervezas y apenas llagan las nueve de la noche, pagan y huyen por la puerta como si su mamá los fuese a regañar por andar tan tarde en la calle. La verdad es que en Venezuela andar muy tarde en la calle es algo muy raro, el miedo anda suelto y nadie quiere ser la próxima víctima.

La cultura china es algo que ha permeado en la sociedad, de hecho, en cualquier ciudad medianamente grande de mi país hay por lo menos un bar de chinos, por no hablar de los consabidos minimercados (los grandes parecieran ser patrimonio exclusivo de los portugueses) cuya estampa siempre es la misma, a pesar de todo exudan miseria por todos lados (los minimercados), en el caso de los restaurantes la cosa es de otro tenor, de esos hay todas las categorías posibles, hasta los fulanos minimercados que fungen de licorerías donde los parroquianos beben a las puertas, los restaurantes donde solo se debe beber cerveza y eso si los meseros te las traen cerradas y las destapan en tu cara pues la higiene deja mucho que desear, los bares que llevan más de veinte años y parecen parte del folklore local hasta los que pretenden parecer de lujo pero con adornos de papel y precios de aeropuerto.

Creo que estos sitios son la muestra más palpable de lo que la globalización hace por nosotros los latinoamericanos pues sé que en otros países pasa más o menos lo mismo, solo que con variantes gastronómicas según el gusto local. Más allá que hablemos un español que dista mil años de su idioma exótico, que nuestra costumbre caribe pese a miles de millas náuticas de sus tradiciones ancestrales, la verdad que no hay sitio con las cervezas más frías que las de un restaurante chino, ni más democrática clientela que la de esos sitios.

Es un placer escribir y describir lo que pasa a mi alrededor, pulsar el mundo para darme cuenta que las pequeñas miserias son lo que hacen moverse al mundo, saber que otros son felices sin saber quién era Faulkner, que tampoco sepan que Ulises de Joyce me da un aburrimiento inmenso, que no sepan que los “versos satánicos” no son más satánicos que un domingo en misa de ocho con todo y resaca, pero que a todas estas tampoco sepan quien es Coelho, que el cine que hay en las carteleras apesta, que los sueños parecieran no ir a ninguna parte y que ser escritor es un oficio ingrato en esta tierra de infieles, en un espacio físico con buena cerveza, sin ambiente musical, vendedores ambulantes ni peligro más allá de lo que comes o una cuenta impagable para mi bolsillo, es un asunto agradable.

La última vez (hoy) he llegado tres horas antes de la cita convenida, lo suficiente para media docena de cervezas a ver si a imaginación me alcanza para lograr descubrir como comenzar mi próxima aventura literaria , que espero me abra las puertas de alguna editorial o por lo menos de otro empleo mejor pagado que este desastre de sueldo de maestro de fotografía en una escuela de arte con más nombre que recursos, quien sabe, al final de todo, lo que suceda será, mientras me tomo esta cerveza que a los 43 grados a la sombra de la calle y el autobús se agradece como maná caído del cielo, pienso que la única influencia benevolente que ha traído este gobierno ha sido la proliferación de bares de chinos, y saludo para espanto de la concurrencia el retrato de Mao que sigue sonriendo desde la pared, mientras escucho que en una mesa vecina, una joven le pregunta a quien le acompaña ¿por qué yo brindo frente al retrato del abuelo de los dueños del local?.♦

José Ramón Briceño es escritor y artista visual. Publica en IC desde 2014.

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