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El machismo es cuestión de conveniencia.

 

El 25  de diciembre pasado tomé un taxi. El taxista, como cualquier taxista latinoamericano que se respete, empezó a armarme conversación y me dijo que era impresionante el número de personas borrachas que había en la calle el 24.   Entre ellas mencionó que muchas eran mujeres y me habló de una carrera la noche anterior en la que iba una chica y su pareja, un varón, el cual no se caracterizó en absoluto por su caballerosidad.

Hasta ahí ninguna novedad. Pero me siguió hablando y me dijo que a pesar de lo civilizado de nuestra sociedad, aún había mucha gente machista lo cual dio pie a un momento de desahogo. Me contó que él vivía con una mujer que conoció cuando era la pareja de un compañero, también me dijo que este personaje se divertía contándole a sus compañeros qué hacía, cómo y por dónde con esta mujer, mostrando la foto de ella, exhibiéndola como el mejor de los chistes. Sorpresiva e inusitadamente su expresión  cambió. El señor empezó a manotear, defendiendo acaloradamente su idea de que a las mujeres debe respetárselas, reprochando enérgicamente el comportamiento de su compañero.

A su vez la sorprendida fui yo, ya que cometí el error de juzgarle por su aspecto. Él era un hombre de aproximadamente unos  55 años, con una bien alimentada pancita cervecera, un vocablo propio de un bachiller raso pero digno representante de un gremio tan pesado y masculino como el transporte. De él hubiera esperado que me dijera que las mujeres no tenían que emborracharse sino estar atendiendo a sus maridos e hijos, y sin embargo no he visto hasta ahora que ningún hombre tenga tan clara como él la idea de que las mujeres somos personas con igualdad de condiciones, privilegios y pasiones, y que así como los hombres las viven en total aceptación con la sociedad no hay motivo por el cual las mujeres no puedan hacerlo.

Al preguntarme el por qué de esta situación, pienso que el problema está en la mentalidad y la educación para la que hemos sido formados. Creo que esto pasa porque degradar a las mujeres se convirtió en norma social. Es decir, una cosa son las normas legales diseñadas para poner un poco de orden al comportamiento humano y otra cosa son esas normas culturales, arraigadas entre la gente, construidas por los pueblos y las comunidades a través de la tradición que las identifica y las esculpe como sociedad; normas que se ven reflejadas en acciones como el hecho de ceder la silla al discapacitado, o circuncidar a los jóvenes varones de ciertas comunidades, o hacer natilla y buñuelos en diciembre. Y para muchas comunidades, que las mujeres ejerzan exclusivamente roles familiares, aunque eso evite que tomen decisiones propias como personas es lo correcto.

Supongo que alguna parte de nuestra naturaleza humana tiene la necesidad de sentirse poderosa, con dominio sobre algo aun sabiendo que actúa mal. Para librarse del cargo de conciencia se ha valido de mil justificaciones. Un ejemplo de ello pudimos verlo en el proceso de colonización, donde era más fácil y cómodo pensar que los negros e indios no eran personas sino animales y que por eso estaba bien tratarlos peor para que sirvieran a otros seres humanos.

La idea de la equidad de género, pienso, tiene un fundamento similar. Hago referencia a esta idea ya que considero que el concepto de un sexo fuerte y un sexo débil radica más en una relación de conveniencia en la que ciertos individuos, por hacerse la vida más cómoda le han achacado a otras responsabilidades propias de una persona, como la alimentación o la administración del hogar. Al librarse de estas ocupaciones hay más permisividad para llevar una vida sin más compromisos que los que se adquieren con uno mismo en un proceso de autosatisfacción. Sin equilibrio. Como consecuencia obtenemos una sociedad egoísta e indiferente, en la que es tolerable que el mayor se imponga sobre el menor y en la cual le sonreímos hipócritamente al malo con poder mientras le damos palmaditas en la espalda al desafortunado.

Y aunque esto simplemente ocurra como un triste suceso, la realidad para quienes la viven es que deben negarse a vivir con plenitud. Deben negar su propia felicidad y su identidad. Al no saber quién eres es fácil perder la perspectiva de qué quieres en la vida.

Esto, palabras más o menos es quitar la posibilidad a alguien de que sea ella misma, es robarle su espacio como persona miembro de una sociedad, independiente de la justificación que para ello se use.

Y es por esto que considero necesario cambiar esas ideas anacrónicas, arraigadas en el subconsciente colectivo de nuestras sociedades que hacen más por destruir a las personas que por aportar al tejido social.  Si conseguimos esto no solo ganan las mujeres, ganan también los hombres que se enfrascan en comportamientos preestablecidos donde necesitan esforzarse mucho para llenar las expectativas de un segmento social ávido por encontrar y mantener “machos alfa”. Ganamos todos al contar con poblaciones más humanas, con expectativas más aterrizadas hacia el trato a los demás pues conseguiremos que la gente se diga más la verdad a sí misma y no tenga que avergonzarse de lo que es.

Pero ante todo, nos daremos la oportunidad de ser mejores seres humanos, reconociendo y posicionando a la persona que hay en ese otro al que negamos, quitándole esa etiqueta de objeto del cual disponemos para nuestra satisfacción y comodidad.

Y para terminar este artículo, el cierre más expresivo y digno que puedo hacer es mencionar con las mejores palabras que he escuchado, las de nuestro amigo el taxista, una cierta verdad entre los hombres y las mujeres.

–       “¿Sabe qué le dije yo a ese doble…?(el adjetivo queda a elección del lector). Usted no tiene ni idea de lo que es ser hombre, y mucho menos de lo que es una mujer. ¡Vaya y busque en el diccionario el significado de la palabra mujer y cuando lo entienda, ahí sí venga y habla conmigo!.  Aquí lo espero”♦.

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