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Enigma y Laberinto de la Enseñanza.

El destino social, la palabra del enigma humano está en las de EDUCACIÓN, PROGRESO. La educación de la libertad, el amansamiento de nuestros instintos, la emancipación o redención de nuestra alma, éste es, como ha probado Lessing, el sentido del misterio cristiano (ama a tu prójimo como a ti mismo).

Esta educación durará toda nuestra vida y toda la vida de la humanidad: podrán llegar a resolverse las contradicciones de la economía política, jamás la contradicción íntima de nuestro ser. Esta es la razón por la Que los grandes maestros de la humanidad, Moisés, Buda, Jesucristo, Zoroastro, fueron Apóstoles de la expiación, Símbolos vivos de la penitencia. El hombre es por su naturaleza pecador, es decir, no esencialmente maléfico, sino Malhecho; y su destino es reconstituir perpetuamente su ideal en su alma. Profundo sentimiento de esto tenía el Más grande de los pintores, Rafael, cuando decía que el arte consiste en hacer las cosas, no como las ha hecho la Naturaleza, sino cono habría debido hacerlas.

PIERRE JOSEPH PROUDHON, Filosofía de la miseria, 1, VIII.

El dolor bien debiera enseñar al sabio: la tristeza es la ciencia, y así aquellos que saben más son los que más lamentan la profunda y fatal verdad; el árbol del saber no es el árbol de la vida. Filosofía, ciencias, el origen de los portentos y el saber del mundo he estudiado; un poder hay en mi mente que sus grandes problemas avasallan; pero no sirven: bien hice a los hombres, más  esto no ha servido: tuve algunos enemigos; ninguno me ha humillado, mientras que muchos ante mí cayeron; mas esto no ha servido.

LORD BYRON, Manfredo, 1, I.

Cuando alguien profetiza que la generación futura se ocupará de estos problemas y los solucionará, esto no es más que una especie de ensueño en el que se disculpa por lo que debió haber solucionado y no lo logró. El padre desea que el hijo logre lo que él no logró para que la tarea que dejó sin solución la encuentre por fin. Pero el hijo recibe una nueva tarea. Quiero decir que el deseo de que la tarea no quede Inacabada se esconde en la profecía de que será llevada adelante por la generación siguiente.

LUDWIG WITTGENSTEIN, Aforismos, 132.

A modo de preámbulo

 

En alguna página de Steiner leí que el progreso de la civilización podía entenderse como una metáfora o una puesta en escena en que, con la rebeldía típica del adolescente, los aprendices poco a poco van abandonando el saber de sus maestros, haciendo mover y transformar la tradición por medio de audacias cada vez más inauditas que se oponen (piénsese en la historia del jazz) a lo permitido por la experiencia de los mayores. Así las epopeyas de Homero y los prototipos de Leonardo pueden verse como las astucias de dos formas del discípulo supremo que es capaz de transgredir la norma de los ancestros para ensanchar un poco el viejo canon de los maestros: la historia de la humanidad da así, a fuerza de trasgresiones, rebeldías y refutaciones, otro paso más en su carrera por cumplir el natural movimiento evolutivo de que hablan los discípulos de Darwin. Representando una suerte de dramaturgia existencial en que, por ley, lo nuevo se opone a lo viejo, toda modificación de los cánones comporta una dialéctica en la que, tarde o temprano, el discípulo más brillante termina por superar, en franca oposición, las enseñanzas de su mentor: reconocido y tradicional es el enfrentamiento entre el maestro Platón y su discípulo Aristóteles, y reconocida es la dialéctica oposición entre el maestro Hegel y su discípulo Marx; y si bien el maestro Proudhon nunca fue discípulo del maestro Marx, éste nunca escatimó esfuerzos por ridiculizar a aquél y a todos que de alguna u otra manera amenazasen con eclipsarlo: el caso de Bakunin pudiera ser uno de los más notables. Décadas después, enfrentamientos como los que hubo a principios del siglo XX entre el maestro Freud y su discípulo Jung, entre el maestro Husserl y su discípulo Heidegger, entre el maestro De Chirico y su aficionado André Breton, no hacen otra cosa que alargar la lista interminable de esta dialéctica que tiene en el Complejo de Edipo, creo, una de sus neurosis más fundamentales, y que de alguna una otra manera se proyecta sobre la cultura a través de la perenne relación maestro-discípulo que en nuestro siglo, me temo, ya comporta una antinomia: se construye así, con abandonos, rechazos y certezas, una extraña lógica de la podredumbre y el desengaño en que la Historia misma se encarga de enemistar a los discípulos con quienes alguna vez ejercieron el vínculo íntimo de maestros:

 

“Así el problema no consiste en evitar las influencias, lo cual, además, es imposible, sino en qué hacer con ellas. Y para bien o para mal, el joven sólo dispone de una manera de enfrentarlas: creando, asimilando a través de la escritura las enseñanzas ajenas. En eso radica el furioso combate: si el maestro anula la individualidad del aprendiz, si absorbe como una esponja su imaginación y lo condena a copiar, imperfectamente, su obra sagrada, no sólo lo derrota como artista, sino que se produce a través suyo. (…) El esfuerzo por emanciparse del dominio de su precursor requiere un empecinamiento tenaz y una fuerza titánica, en ocasiones desagradecida y violenta, pero necesaria para transformar lo ajeno en propio, y para cortar las amarras que lo atan a su maestro como si fueran cordones umbilicales de acero. Únicamente así, huérfano pero libre, descubrirá el joven su propia voz de novelista, voz en la que el eco de sus influencias cardinales no resonarán como tales, sino que aparecerán silenciadas, digeridas, integradas en un estilo personal”[1].

Indagar por las razones de esta dialéctica será el objeto de estas páginas.

 

EDUCANDOS 4

 

En la búsqueda del maestro

 

Cada vez que examino en mi memoria los recuerdos de lo que alguna vez me fue enseñado por quienes todavía llamo mis maestros, mientras intento buscar con ellos un camino, una hipótesis, una especulación para construir la adecuada aventura noológica que me permita entender la complejidad de nuestra paradójica condición en el universo, siento como si el ejercicio fundamental de vivir la vida fuese como errar por entre una  serie de laberintos metafísicos, acaso secretamente concatenados por las Moiras a través del movimiento helicoidal que cumplen los astros a lo largo de los espirales que fomenta el Tiempo; cada vez que cruzo por alguna de las calles de mi vida en la que vislumbro los goznes que conducen al retorno, recuerdo a mis maestros y me pregunto si el mero acto de vivir no comportase el acto constante de aprender a sobrevivir. Y durante esas ocasiones de breve revelación mística en las cuales siento al Universo como una repetición de sí mismo (¿acaso la Historia Universal sea arquetípica?) mientras lo veo prolongarse a través de su materia mediante el poderoso movimiento armónico que describe la Sección Áurea, me pregunto si he vivido mi vida o tan sólo creo recordar que he vivido una vida. Y en ese instante, desnudo y de pie frente al espejo solitario de los mundos, me pregunto si todo lo que me ha sido enseñado sobre las artes, las ciencias, la filosofía y la vida misma, no dibujan el mapa de mis propios movimientos a lo largo y ancho del Cosmos, como si este mapa fuese el único artilugio capaz de desenmarañar la enredadera de caminos que la mente de las Moiras entreteje sobre el fango de nuestro universo; me pregunto si todo ese mare mágnum de conocimientos que yo mismo he aprendido de quienes alguna vez llamé mis maestros, proyectará la llave secreta que al final me permitirá entrar al recinto inmortal donde duermen los elegidos: aquella región empírea en que a los hombres les es permitido escribir su nombre en el rostro inabarcable de los mares. Pero una trampa acecha a los instintos del discípulo ahora ajeno de maestros: el conocimiento se aprende; la vida sólo se padece.

Por tanto, la imaginación de los dioses ha sido rotundamente perversa y dolorosa, además de inquebrantable: alcanzamos la consciencia del conocimiento paulatina y torpemente a través de nuestras academias, mientras aprendemos el ejercicio de la vida gracias a los golpes y los reveses de los que nunca se nos habla al interior de las aulas: eruditos y pedantes se pasean entre nosotros, mientras nos miran con arrogancia y recelo pretendiendo enseñarnos lo poco que han sabido ver del mundo, como si sus palabras estuviesen dotadas con el espíritu de los salmos o el éxtasis de las epifanías; hipócritas y farsantes nos desprecian en sus cátedras mientras elevan sus lucubraciones hasta más allá de las nubes, pretendiendo enseñarnos el arte de vivir el conocimiento por medio de la obcecada ceremoniosidad de sus sermones: aquí una cátedra sobre las innovaciones matemáticas esclarecidas por la extrema lucidez de Poincaré; allá un seminario alemán sobre la eterna discusión entre lo apolíneo y lo dionisíaco según la febril mentalidad de Nietzsche; por allí algunos semestres de postgrado para optar por el título de una maestría y por allá algunos años más para ganar el codiciado título de doctor. Por todas partes, dentro y fuera de las aulas, sólo crece la impotente perplejidad de nuestra paradójica condición al interior del Cosmos y de la que muy pocos han sabido enseñarnos siquiera algo mínimamente valioso:

 

“Que todo esté destinado a perecer, que todo sea yermo y fugaz, que todo carezca absolutamente de valor y de  consistencia alguna, eso sólo puede provocar pesadumbre… Pero no puede provocarla cuando uno piensa cómo en una existencia tan reducida en el tiempo y tan limitada en el espacio puedan caber tantos dolores, se puede consumar tantas tragedias y pueda surgir tanta desesperación. Si la existencia individual es tan evanescente  como una ilusión, ¿por qué entonces, tantas tristezas, tantas  renuncias y tantas lágrimas? Frente a este desconcierto que nos conduce a la desesperanza, nos vemos forzados a aceptar la  irracionalidad de la vida sin pensar más. Ni tampoco tiene sentido seguir pensando porque tampoco hay explicación alguna. Todo es tan inexplicable que me duele la inutilidad de las ideas”[2].

 

Nos urge la existencia de una función pedagógica que quizá debiéramos denominar vitalista, en todos aquellos a quienes otorgamos el estatuto de nuestros maestros: una función que vaya más allá de los simplemente académico y que se sumerja en las profundidades heurísticas de una pedagogía del arte del buen vivir, y no solamente del buen pensar; una función que convierta nuestros procesos de memorización  y de reflexión en auténticos procesos de integración con la materia viva de la existencia; acaso necesitemos un maestro que sepa ver el mundo con ojos de principiante sin perder el grueso de su experiencia, como lo recomiendan los patriarcas del budismo zen”:

 

“Un filósofo solía frecuentar los lugares donde jugaban los niños. Y cuando veía a un chico con un trompo, se ponía al acecho. Apenas estaba el trompo en movimiento, el filósofo lo perseguía para atraparlo. Que los niños hicieran bulla y procurasen alejarlo de su juego lo tenía sin cuidado, y era feliz teniéndolo prisionero mientras giraba, pero esto sólo duraba un instante, entonces lo arrojaba al suelo y se marchaba. Creía, en efecto, que el conocimiento de cualquier minucia, como por ejemplo un trompo que gira sobre sí mismo, bastaba para alcanzar el conocimiento de lo general”[3].

 

 

 

 

Crecer sin la presencia del maestro

 

Acaso una de mis facultades más temerosas y holgazanas pudiera serlo la de la memoria: años de divagaciones en busca de las mayores magias de la vida y los conocimientos más insólitos, apenas si se sugieren nebulosamente en mi alma cuando intento recobrar el laberinto de mis pasos cada vez que pretendo huir, en la gehena de cada día, de ciertos dogmas del absurdo y la nada que tanto apreciaron los sucesores franceses de Kierkegaard, Jaspers y Heidegger: Jean Paul Sartre y Albert Camus; la ataraxia (quisquillosa y consuetudinaria) de repetirme en silencio, a modo de mantra o de frase teúrgica, que la vida no es absurda en sí, y que en algún rincón del Universo me acecha una inteligencia suprema que delira o alucina con todo lo que yo tengo que decir y hacer, se ha transformado en la insólita sucesión fragmentaria de recuerdos en los que me parece percibir el enigma de una existencia que no pocas veces, debo decirlo, no sólo se me antoja absurda, sino, además, aberrante y siniestra: quizá el vago ejercicio de recordar los retruécanos de nuestra historia personal pudiera ser como el hálito de cierta expiación redentora que, lejos de la figura del maestro, nos permita purgar nuestros pecados mientras luchamos con las memorias continuas de un mundo que se pudre a pedazos con cada una de sus rotaciones; una expiación acaso concebida por los dioses para que los hombres nos mantengamos en el camino abierto por Prometeo, nuestro primer Maestro, mientras nuestra esperanza imagina la ficción de un venturoso porvenir que habrá de llegar, me temo, apenas cuando las nuevas generaciones aprendan de nuestros retos más antiguos. Una expiación semejante, empero, habría de funcionar, paradoja entre paradojas, bajo los ciertos mecanismos del espejismo y la alucinación: esto es, bajo la máscara que comportará el holocausto de la memoria universal y los recuerdos pisoteados de nuestros maestros; un holocausto de sangre que no perderá tiempo en encarnizarse sobre las carroñas del hombre, tal como los buitres se encarnizaron con las vísceras de Prometeo, al tiempo que nuestros hijos borrarán nuestras esperanzas para siempre, alejándose del confuso laberinto de nuestras decisiones mientras descifran el que para ellos trazará el mapa ineluctable de las suyas.

Y sin embargo, gracias a la incansable labor de nuestros maestros, los hombres hemos logrado acumular inauditos niveles de conocimiento sobre todo aquello que, como jaulas o parcelas de la eternidad, nos ha rodeado siempre. Aun así, en un universo en el que todo parece funcionar a modo de paradojas ajenas a cualquier posible solución, todo ese conocimiento sólo ha servido para conducirnos directamente a la sombra de cuyas penumbras tanto hemos intentado huir; en una palabra, no hemos conseguido más que avanzar, con tecnologías cada vez más complejas y sofisticadas, en el ineluctable progreso de nuestra autodestrucción. Enumero ahora, si bien de manera aleatoria, algunos casos en que la ceguera del maestro ha llevado a sus discípulos rumbo a la tiniebla: aunque la indudable genialidad del maestro Oppenheimer le llevó a oponerse a desarrollar la bomba de hidrógeno para la Casa Blanca en 1954, no podemos dejar de reprocharle que no hubiera vacilado en dirigir el desarrollo de la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial; si bien la genialidad del maestro Leonardo le hizo pasar a la historia como una de las mayores mentes universales del Renacimiento, no podemos dejar de respirar tranquilos al saber que sus máquinas de guerra eran por completo irrealizables en su época; si bien el proceso químico de la gelificación, descubierto por algún maestro anónimo, ha contribuido a mejorar notablemente ciertos procesos alimenticios, no podemos dejar de abandonarnos a una sensación de pavor al saber que se ha utilizado de manera sistemática e infame para empapar niños y plantíos con NAPALM; la genialidad es, entonces, un instrumento tan capaz de luz como de penumbra. Y aunque los hombres tenemos una vivaz capacidad visual para contemplar la luminosidad de los maestros, parece una capacidad que nos hace por completo invidentes ante la sombra de sus propios contornos; es decir: por razones inmanentes al funcionamiento sucesivo de nuestra consciencia, impedida de operar en la misma simultaneidad en que funciona el cosmos, somos incapaces de leer entre las líneas de nuestro propio conocimiento. ¿Dónde quedarán las enseñanzas de nuestros maestros cuando los muros de Babel se derrumben por el peso de sus propias bibliotecas?; ¿dónde yacerá el conocimiento de los maestros cuando nuestros hijos se revelen ante el laberinto de infamia y  procacidad al que habremos de someterlos por pura y obligatoria herencia cultural?:

 

“Genio es aquel que nos hace olvidar el talento del maestro”[4].

 

EDUCANDOS 3

 

Más que heredarles a nuestros hijos, o a los discípulos que hemos pretendido por hijos, el fárrago de nuestros mayores crispamientos de la esperanza en el porvenir, les heredamos la marisma infausta de nuestras ideas más prometéicas y de nuestros dolores más encarnizados, mientras pretendemos ir a la tumba en busca del sosiego que no hemos tenido en vida y que ya sólo podemos soñar para los hijos, o los aprendices, que en algún momento habrán de abandonarnos. Nadie gusta de pensar en la muerte, ni mucho menos en su desaparición en la mente de quienes después habrán de portar nuestras antorchas; pero, tal como lo enseña el método científico, los hechos son irrefutables: la nada del mundo es la putrefacción y el absurdo de nuestra circunstancia es su cáncer; dos cadencias inamovibles de lo que aún nos atrevemos a denominar como el progreso. No hay mucho que podamos hacer para evitarnos la corrupta  impiedad agónica del olvido, a menos que sepamos ser mucho más infames que los propios laberintos de quienes han escrito la Historia: Judas logró perdurar tanto como su maestro gracias a aquel beso inicuo que arrinconó al Cristo en el huerto de Getsemaní; la ruina de Troya aún es recordada por el rapto infame del cobarde príncipe Paris y por el virulento saqueo que comportó la venganza del aqueo; Bruto aseguró su perpetuidad en los libros de Tácito y Suetonio únicamente por el fervor parricida de su puñal, así como hoy recordamos a Marco Antonio ostensiblemente por su traición a Roma y al triunviro; no obstante, recordamos la gloria de Alejandro Bicorne de Macedonia, el Magno, sin reparar muchas reflexiones sobre la avidez de su ambiciosa voluntad de poder. Y para todos aquellos quienes hemos escogido los caminos del conocimiento y el arte en lugar de los escabrosos senderos del poder, sólo podremos sobreponernos con esperanza a la enjundia memoriosa de nuestras iniquidades buscando un rincón en el casi impenetrable abanico de la Historia Universal refugiándonos entre sus pliegues, como Fausto y Manfredo se refugiaron en la alquimia, de ese martirio infecto que son los cancros de la podredumbre y el olvido haciendo un intento por estampar en el Cosmos una salida, una metafísica para nuestras agonías a través de la poesía, el pensamiento y las artes. Poesía, pensamiento y arte: únicos redentores del alma ocultos bajo el lúdico espejo en el que habremos de reflejar nuestros síncopes entre las epilepsias del instante; así, reflejados como Narciso se reflejó en las aguas del estanque que le quitó la vida, nos veremos marchar en ese mismo espejo lúdico hacia los postrimeros pensamientos de nuestro fin, mientras avanzamos por el mundo como encadenados a la sórdida agonía de nuestras horas; me pregunto entonces: ¿recordaré a mis maestros en la tribulación marchita de mis últimas horas, o habré de abjurar del conocimiento inútil de sus enseñanzas?; ¿serán mis memorias de los maestros algún recuerdo feliz en el naufragio de mis instantes, o serán nada más que la cruel fantasmagoría de todos mis estragos?; ¿habré enseñado algo de valor a todos aquellos que me sucedan, o sólo serán mis pensamientos el mesmerismo esotérico de sus olvidos?

Si Dios, por ejemplo, representa, como maestro perfecto, todo lo que hay de bueno en el Universo; si a menudo se le concibe como el gran dador de Gracia  y de Misericordia; si se ve en su Ser la naturaleza de los grandes prodigios del Amor; si todo en él viste para nosotros lo clamores de la Bondad y de la Justicia, el gran Demiurgo Hacedor de Universos no podría más que sentirse avergonzado de la progenie caudalosa de aquel hombre de barro y fiemo que alguna vez obró con el divino portento de sus manos: pero lo que Dios enseñó a sus cohortes de arcángeles, no pudo enseñarlo a la necia puerilidad de los hombres. En ese sentido, Dios, y aun los dioses de cualquier panteón, fracasaron estrepitosamente como maestros del Hombre. La Humanidad debió buscar así un sustituto, un reemplazo que hiciera para él las veces de maestro. No otra función cumplen las páginas de cualquier libro que los hombres, incluyendo las páginas de autoayuda y demás métodos para el buen mercader, tomen como sagrado: codificar la realidad en sus incisos para que, al ser descifradas por los exégetas o los hombres de fe, permita cumplir las funciones de mapa, astrolabio o manual de instrucciones para una progenie que no se atrevió, o no se rebajó, a obedecer las reglas de su creador:

 

“El espacio y el cielo pesan juntos sobre el corazón. Un brusco amor, una gran obra, un acto decisivo, un pensamiento que transfigura, provocan en ciertos momentos la misma intolerable ansiedad, reforzada por una atracción irresistible. Deliciosa angustia de ser, proximidad exquisita de un peligro cuyo nombre no conocemos, ¿es vivir, entonces, correr hacia la perdición? De nuevo, sin tregua, corramos hacia nuestra perdición”[5].

 

El solo hecho de mirarnos al espejo con la precisa consciencia de lo que somos y de lo que no somos, contemplándonos en toda la plenitud de esa escala de grises que dibuja nuestros pesares y nuestras infamias en medio de una consciencia cada vez más atareada y enferma, nos bastará para comprender el amargo desasosiego que hubo de embargar a nuestro creador al saberse traicionado, y burlado, por los crecientes saberes de su criatura más sofisticada y compleja: el triunfo de la consciencia  en los homínidos, tan capaces de psicosis como de instrucción, ha significado para los númenes la derrota de la obediencia devota de los trogloditas (aún los del mundo digitalizado) por el ropaje sacramental de sus altares: desear el conocimiento pormenorizado de los seres y de las cosas para poder abarcar el Universo con un solo vistazo de la consciencia, es desear revolcarse en el espíritu prometeico de la rebelión contra los dioses a favor de la sapiencia y la independencia del Espíritu Humano, una rebelión no del todo legendaria que acabó por condenar a los hombres a los yermos solitarios del propio conocimiento de su finitud y de la vaciedad de sus naderías, fruto de la sofisticación y las fuerzas civilizadoras de la Cultura; ¿cómo no tratar de buscar refugio y enseñanza en esos laberintos de ecuaciones con que los maestros de la ciencia buscan la consecución de una Teoría Absoluta que pueda explicar hasta el más ínfimo movimiento, aún dentro de sus propias heces, si después de aquella sentencia lapidaria con que Nietzsche puso fin a la vida de Dios, fuimos acorralados por nuestra propia sapiencia en lo más hondo de la miseria? ¿Cómo no dedicarnos a hurgar entre los infinitesimales recovecos de la Materia y del Infinito en busca del Espejo Sagrado que nos revele el verdadero rostro del creador, si a cada paso que damos contaminamos de muerte al espacio que nos circunda con la amarga acedía de nuestros efluvios? ¿Cómo no suponer que el espíritu de nuestra evolución se nutre de la dialéctica y no de la divina providencia, si todo en el Universo expresa la triste, y siniestra, oposición entre diez mil términos antitéticos que siempre se resuelven en un tercero, dilatando nuestro Universo síntesis tras síntesis, paradoja tras paradoja? ¿Cómo no querer naufragar en el conocimiento detallado del Cosmos a expensas de nuestros maestros, si no podemos eludir la vocinglería que comportan las ruindades que nos hemos fabricado a modo de Civilización? ¿Cómo no buscar la refutación de nuestros maestros si toda señal de estatismo nos conduce a ampararnos en el peligroso refugio transitorio de la erudición y el tórrido sarcasmo de las ecuaciones? Y por último, ¿cómo atrevernos a buscar refugio en la fe de los teólogos o en la certidumbre de los maestros de la mística, si las zurras incesantes de la Historia Universal desmienten, con cada una de sus bofetadas, la heurística y compasiva pedagogía de las parábolas acostumbradas hace siglos por el Cristo?

 

EDUCANDOS SIN ROSTRO 3

 

Y aunque solemos cobijarnos en la tibieza reconfortante de los libros y el conocimiento a modo de maestros, lo que en realidad busca nuestra impaciencia es un resguardo en las frías y solitarias cumbres de una gloria que pueda distinguirnos de la masa vulgar y anodina que nos rodea, elevándonos victoriosos, tal como la sangre elevó a Macbeth y la soberbia elevó a Alejandro, sobre la insípida mediocridad del día mientras buscamos entre las grietas de la materia la solución a los grandes enigmas del Cosmos, tan sólo para regodearnos en el espíritu abismal de nuestra propia caída desde el desagradecido empinamiento de las cumbres: si seguimos buscando a Dios como maestro, es solo para resguardarnos en los subterfugios de la fe mientras aguardamos en secreto por la hora de nuestra caída y el abandono de quienes fingieron estimarnos. Ajenas a las enseñanzas de los maestros, las razones de nuestra derrota se revolcarán en la espesa densidad de un cieno viciado por la propia esencia de nuestros pensamientos más alejados de la buena pedagogía que supo tener Prometeo, pero que ninguno de sus sucedáneos ha logrado igualar con algo de éxito:

 

“Un maestro que puede mostrar buenos resultados, o aun sorprendentes, durante un curso, no es por ello un buen maestro, pues es posible que lleve a sus alumnos, mientras están bajo su influencia inmediata, a una altura que no les sea natural sin hacerlos desarrollarse para esta altura, de tal modo que se derrumban de inmediato una vez que el maestro abandona la clase. Quizá esto sea válido respecto a mí; he pensado en ello. (Las notas para la dirección de Mahler eran excepcionales cuando él dirigía; pero la orquesta parecía derrumbarse de inmediato cuando él no dirigía)”[6].

 

Desconsolados e infelices por la presencia irrefrenable de las ilusiones más arrogantes y desconsideradas con que a diario damos la espalda a nuestros maestros, inventamos filosofías de la decadencia y el crepúsculo nada más que para impermeabilizarnos contra el sufrimiento que asola los cuatro cuadrantes circulares del mundo, sin que nuestras ontologías logren mayores progresos que una vacua formulación de sistemas fríos e imperfectos cuya transitoriedad, me temo, se yergue sobre un laberinto de conceptos que, a fuerza de insensibilidad, se elevan hasta las cúspides por completo ausentes del verdadero sentido que debería describir, con la misma precisión, el dolor y el quebranto que a menudo atormenta el agónico desamparo de nuestras almas. No logran nuestras filosofías más que la furia, arrogante y mezquina, de una farragosa concatenación de abstracciones con cuya metafísica pretendemos despreciar los ardores y las lágrimas que forjan la existencia. Así, embebidos en la secreta intención de evadirnos del improrrogable impacto de nuestra caída inevitable en la propia vaciedad del mundo, culpamos a los maestros de no haber sabido educar nuestra tendencia a la ensoñación y nuestra vocación por el delirio; y cuando nos hartamos de la aséptica frialdad conceptual del razonamiento gnoseológico y teorético que caracteriza al pensamiento evasivo y neurótico por excelencia, nuestro aburrimiento ontológico tarde o temprano acaba sucumbiendo bajo las fantasmagorías silogísticas de los teólogos o el pragmatismo inmisericorde de las ecuaciones que, de nuevo lo repito, nos buscamos a modo de maestros.

 

EDUCASTRACIÓN 3

Y no obstante, habiéndole dado la espalda a la experiencia acumulada de los más ancianos, el pobre discipulado seguirá conspirando dialécticas y tecnologías con tal de verse protegido de la gehena ontológica de esas peligrosas y epilépticas reflexiones que todos llevamos en secreto y que, de modo falsamente inconsciente, no harán más por nosotros que precipitar nuestra caída en el fondo de los abismos, tal como la insolencia, aventuro aquí una metáfora, precipitó a los ángeles rebeldes a lo más hondo del infierno: tal parece que los hombres, versados en algoritmos y demás vanidades del conocimiento, acostumbramos huir del espanto de nuestras propias sombras mientras nos guarecemos de naufragar en la amargura cósmica navegando sobre las tautologías de cualquier cosa que represente para nosotros todo aquello que involucre sistema, asepsia y abstracción, y que nos permita, por  medio del disfraz de la falsa sabiduría, encubrir el tormento de nuestros pensamientos más desamparados con la displicencia de una dialéctica feroz que, como toda lógica puesta en movimiento, nos obligue a la certidumbre luego de haber traicionado a nuestro maestro por medio de una infinidad de resoluciones categóricas de la tautología y del pleonasmo que cada generación, ya se ha dicho, se empeñará en enmascarar bajo el eufemismo, tan sublime como vulgar, de la última gran ontología: meros trucos de prestidigitación lingüística por los que elevamos al grado de verdad epistemológica una pura bagatela del decorado y las arandelas gnoseológicas; ya Wittgenstein se encargó de desenmascarar la retórica metafísica de los filósofos y de ubicarla en su sitio junto a las grandes creaciones del lenguaje cuyo valor de verdad, empero, se resiste a admitir verdades lógicas en sus enunciados meramente gramaticales:

 

“Creo que el tiempo empleado en la refutación filosófica es generalmente tiempo perdido. De los muchos ataques que se han dirigido mutuamente los pensadores ¿qué nos queda? Nada o muy poco, ciertamente. Lo que vale y dura es la parte de verdad positiva que aporta cada cual. La exposición de una verdad es por sí misma capaz de desvanecer la idea errónea y viene a ser, sin que nos tomemos la molestia de refutar a nadie, la mejor de las refutaciones”[7].

 

Y no obstante, ni la razonable profundidad de nuestros conceptos ni la simétrica irreductibilidad de nuestras ecuaciones pueden cobijarnos de la envolvente carnicería de la existencia: ¿deberemos sucumbir, entonces, ante la devota especulación teológica de los Juanes de Panonia y los Aurelianos de Aquilea, para dedicarnos a gemir nuestros lamentos ante los oídos de un Dios quizá cansado de escuchar la majadería de sus discípulos más necios, mientras abjuramos del mundo buscando un refugio para nuestras lágrimas en las basílicas del Crucificado y las silogísticas de la fe?

Pero si los maestros de la teología andan buscando sistematizar el mito y la creencia a través de su arcana silogística aristotélica, no otra cosa es la escolástica, para cautivar la fe de sus discípulos en un intento, no ajeno de vanidad, por acrecentar con ella la gloria de Dios, ¿cómo explicarnos el sufrimiento atroz que sus divinos pensamientos le infligen a sus propios elegidos?; ¿cómo explicarnos que los santos sean siempre los primeros en caer ante la ebullición de infamias y ruindades que es la Historia Universal?; ¿quizá pretenda la empírea voluntad del Creador aleccionar, más que educar, a sus criaturas neuróticas mediante un tipo de pedagogía del arrepentimiento que buscase abochornarnos de los oprobios de que somos capaces, para que abominemos con vergüenza de los dolores a los que sabemos someter a nuestros santos?; ¿acaso debemos inferir de la miseria que inunda la vaciedad del Cosmos que el Pecado Original ha sido la clave que sostiene las tensiones de esta bóveda infernal que nos hemos fabricado por Cultura?; ¿tal vez debamos entender, como lo hizo aquel filósofo de los Alpes Transilvanos, que nuestra civilización es de origen demoníaco y que Lucifer es el verdadero señor y maestro de nuestro Mundo? Y si en verdad existe la santidad, ¿por qué creer en un Dios, o en un maestro, que permite que sus elegidos se alimenten con las sobras de aquellos discípulos que gozan con la impiedad de una bonanza tan desfachatada como las ecuaciones que alumbraron al Cosmos?; ¿por qué un maestro permitiría que la abyección humana se divierta con el delirio de grandeza que le permite desgarrar, con el látigo de su inmisericordia, las pieles de aquellos que han preferido nutrirse con las palabras del Libro en lugar de buscar su alimento, como cualquier gorila de la posmodernidad, entre la perdición que representa la ceguera de estos laberintos que ha construido la infamia social de la Babilonia de nuestros días? Peor aún: si el principio divino que rige este Universo de afrentas e ignominias -redimido siglos atrás con el proceso de la crucifixión del Hijo de Dios a manos de un imperio decadente- es el amor, tal y como lo postularon aquellos maestros de las catacumbas que se identificaban con la imagen del Pez, ¿por qué haber permitido que los ejércitos clericales de Torquemada quemasen y torturasen cientos de hombres, mujeres y niños en el sagrado nombre de la  Cruz? ¿Acaso debemos colegir que cualquiera de las dialécticas de la fe con que algunos maestros pretenden explicarnos las impensables reflexiones del Creador, deben ser inexpugnables hasta la muerte aunque la sangre de los más impíos -derramada durante las guerras inspiradas por la fe, no obstante- baste para postular la brutalidad, si no de Dios, por lo menos sí la de sus intermediarios? ¿No bastará con toda esa sangre vertida por los ejércitos de dios –sea cual fuese el nombre que le demos-,  para acabar refutando la bonhomía de una iglesia completa?

 

 

Pero y si la avidez de nuestra consciencia de aprendices no busca los saberes de Dios ni tampoco las tautologías de los filósofos, ¿cómo pretender la expiación de nuestros pecados por medio de una concatenación de ecuaciones que perfectamente puede describir la lenta putrefacción de nuestra materia, sanguínea y fútil, después de todo? ¿Cómo buscar ampararnos de los impíos aires del mundo a través de las teorías físicas que han dado paso a la fruslería cósmica de un acelerador de partículas, si ni siquiera la observación del comportamiento infinitesimal del Cosmos pude liberarnos de las culpas que día a día acumulamos con orgullo y arrogancia secretos? ¿Acaso discutir sobre el enigma perenne de los orígenes del Tiempo puede liberarnos de la umbrosa entelequia de nuestras más inconfesables sombras, mientras  intentamos sublimar el poder de nuestras tinieblas mediante la consecución de una teoría conspirada por el espíritu mensurable de nuestros sistemas numéricos más sofisticados? Y no obstante, en el momento de reconocer que el Tiempo sólo es otra de las categorías mentales mediante la cual la torpeza lingüística de nuestra consciencia sucesiva ha interpretado la constante putrefacción que corroe al Cosmos -en un movimiento inflacionario que los físicos describen con el dibujo antinómico que se da entre la regularidad y el caos-, la esperanza de un futuro reencuentro con un padre o maestro creador en esos Jardines que las teologías postulan, se vuelve tan nula como el insignificante decurso que la propia Historia Universal a cumplido a través de las curvilíneas topologías  del  Universo: el Instante ya es Eterno, y todo a nuestro alrededor no hace otra cosa que flotar en medio del Océano de Vacío que es la propia Eternidad del Instante: la consciencia sucesiva de los hombres, tan torpe como para no ver esta verdad, se alejará cada vez más de sus maestros buscando esencias y sustancias en metafísicas remotas que colman, no sin paradoja, un vacío inmediato que jamás sabremos apreciar. Y mientras la existencia de nuestra civilización discurre en una ínfima fracción de Tiempo, el hombre de conocimiento nunca se cansará de preguntarse si la regularidad de las eucaristías dominicales, a las que seguro asistirá con inverosímil arrepentimiento, bastará para liberar su alma de la furia de los pecados con que, uno a uno, los individuos no hacemos más que avivar la gehena infernal que nutre un caos que nuestros maestros de la física, grandes teólogos del algoritmo y el plano inclinado, cada vez están más cerca de comprender.

¿Cómo imaginar una eternidad al lado del Señor de los Cielos, cuando los maestros de la física postulan la existencia concluyente de un punto culminante del movimiento termodinámico del Universo en el que todo dejará de ser, justo cuando las fuerzas cósmicas que le hacen mover rebasen el instante de su equilibrio último en el momento de su muerte termodinámica, quedando de toda esta algarabía cósmica nada más que la eterna Vaciedad del Instante? ¿Cómo continuar alimentando las esperanzas de un futuro despertar en esos Jardines ensoñados por la ferviente imaginación de los teólogos, si entre aquellos y nosotros se interpone la losa fría de la tumba sin la menor evidencia de un Paraíso Celestial? Y mientras que los santos son capaces de ascender hasta las estrellas nada más que a través del martirio y la oración, el resto de los mortales debemos pudrirnos paso a paso entre la macabra exuberancia de nuestros infiernos personales, mientras que cada una de sus llamas lacera el exutorio abierto de nuestras expiaciones hasta hacernos sangrar, incluso en el llanto de nuestros sueños; pero, no habiendo logrado elevarnos, como los maestros, durante el torpe ejercicio de nuestra devoción mediocre y creyente nada más que a medias, es el dolor de nuestras carnes –gran principio de individuación- lo que nos obliga, en un mundo cada vez más artificial, a buscar paliativos y contentillos con los que podamos aminorar en algo la supuración de nuestras llagas, haciéndonos declinar  las palinodias del Confesionario y las prosternaciones ante la Cruz para ir en busca de la deficiente serenidad que nos proveen ciertos juguetes y golosinas, fruto de la tecnología, de la vacua frivolidad del mundo, aguardando, quizás, nuestra pronta palingenesia en medio de los luminosos vergeles de un paraíso emplazado más allá del Tiempo y del Espacio; y mientras buscamos alcanzar el nivel espiritual de nuestros maestros, no hacemos otra cosa, como en su momento también hubieron de hacerlo ellos, que atiborrarnos hasta el hartazgo con el olvido mediocre que nos suministran los oropeles del ocio y las truculencias del vodevil: ante el siniestro espiral de una vorágine abierta sobre los suplicios de su alma desnuda, el antropoide de frac preferirá, como alguna vez lo prefirieron los discípulos de Oscar Wilde, la estulticia trivial de los entretenimientos típicos de la contemporaneidad, al atragantamiento voraz de diez mil ostias hipócritas y mendigadas en la infinita vaciedad de las eucaristías.

Y mientras las opacas luces del mundo parpadean como estrellas depreciadas en la inabarcable tiniebla que ellas mismas ayudan a dilatar, la incapacidad de los mortales para ver las cosas tal como son –incapacidad de que los maestros del budismo vienen hablándonos desde miles de años-  nos ha obligado a abismarnos en el laberinto circular, y acaso insalvable, del dulce suplicio de los caprichos con que moldeamos la escultura de nuestros tormentos: se desea el mundo para enmascarar con él la existencia y simular que su sinsentido puede llevarnos hasta los bordes de la felicidad mientras los hombres, cada vez más lejos de los maestros, apostamos por una duración (la palabreja es de Bergson) en medio de las inagotables perdiciones del Cosmos. ¡Entendámoslo de una buena vez!: cuando el individuo desea no hace otra cosa que ponerle máscaras al Tiempo para fingir que su consunción no lo arrincona en esta palestra del mundo moderno en que las epilépticas anemias del segundo le acechan con su pugilato letal: el primate bancario de la posmodernidad desea el Universo para purificar con sus imágenes el aire enrarecido de este matadero que nos hemos fabricado lejos de nuestros maestros; coronando así la falsedad de una vida espiritual mellada por nuestras soberbias en desmedro de los inciensos con que nutrimos la esperanza, convertimos nuestras ilusiones de aprendices en la vana mercaduría abaratada con la que el destino (no hay mejor máscara para nuestras decisiones) comercia el continuo desmadre de la Historia Universal. De ese modo, erguidos y desnudos en medio de la inabarcable batahola cósmica que nos mantiene cautivos en la batalla metafísica que día a día se da, de nuevo aventuro una metáfora, entre los oscuros ángeles de la caída y las huestes luminosas que perpetúan el cetro celeste del creador, los aprendices acabamos por aborrecer el hálito de los maestros solamente para convertirnos en deidades mediocres que se matan entre sí para lograr, quizá, la exitosa consecución de una mayor autoridad con la cual apoderarse, tarde o temprano, de la entera completitud del Cosmos: la meteórica carrera evolutiva del homo sapiens no se ha cumplido más que para lograr la conquista del poder que comporta el quebrantamiento de las leyes impuestas alguna vez por los maestros; un quebrantamiento concebido por los trogloditas de Manhattan y París para la mejor postulación de otras leyes cuyo rigor, ya lo sabemos, será derribado por el tedio de la siguiente generación. Prisioneros de las inevitables paradojas del destino, a los discípulos sin maestro no les queda mejor salida que dedicarse a escribir los libros de la Historia Universal por medio de la gimnasia caníbal de sus todas infamias y el ejercicio indomable de todos sus quebrantos.

 

 

Aventuro ahora una paradoja: alegrarnos por el éxito de nuestras ecuaciones aplicadas al vacío o a la materia  no es más satisfactorio que celebrar la resurrección obrada hace siglos por el Cristo; en ambos casos, los maestros de la física y los maestros de la fe continuarán su atareado camino hacia el absoluto sin importar la transitoriedad o la incertidumbre de sus cánones: la transformación de la ley es algo que todos damos por sentado, aun cuando en la vejez nos opongamos a ello con el ahínco de una aprendiz o la necedad de un adolescente. El frío del desconsuelo y la agonía de la ansiedad en ambos casos es la misma: sólo pueden ser cubiertos medianamente por la evocadora imagen de una esperanza que proyecte el fin de nuestros pesares en la entelequia de un futuro cuya realidad, en manos de cualquier maestro, no es menos aparente que la pesadilla de una noche borrascosa, ni tampoco más material que las delirantes ficciones de cualquier poeta de la calle; y si todavía confiamos en los afeites de la cultura, no es más que para mantener la insípida formalidad de una mascarada en la que, discípulos o maestros, concebimos un Universo ordenado nada más que por el terror que nos consume ante la implacable nulidad de nuestra irrisoria condición en el Cosmos: al creer todavía en la Cultura, aprendices y maestros no hacemos otra cosa que vestir la Nada que nos circunda con la trivialidad de una bufonada cósmica en la que, como Faustos o Mefistófeles del Tiempo, los hombres hemos venido representando una pantomima de la fatuidad y el engaño que es ya tan antigua como el lejano país de Sumer, las añosas ruinas del Nilo o el valle de Mohenjo-Daro.

Y mientras somos vigilados por la estulticia cósmica de los astros, orangutanes de sanatorio hoy tanto como ayer, aprendices y maestros hemos venido jugando hasta la saciedad este divertimento sangriento al que, por un prurito de impostora decencia, aún denominamos bajo el tenebroso eufemismo de Progreso, sin lograr mayores éxitos en nuestra evolución espiritual que, con cínica iniquidad e insolente grosería, el  perfeccionamiento de la Treta y la sofisticación de la Artimaña: conocidos son los juegos de la metis con que los héroes homéricos construyeron sus trabajos, y conocida es la astucia con que el príncipe Hamlet se sobrepuso a las conjuras con que el usurpador Claudio pretendió quitarle la vida; como Hamlet, como Alonso Quijano, como Juliano el Apóstata, como el rey Lear, todos, astucias más astucias menos, vestimos a diario las máscaras de una comedia absurda casi tan antigua como el ego, y que los hombres  hemos ido depurando y perfeccionando a través de la perfidia típica con que los pueblos la representan a lo largo y ancho del movimiento dialéctico de la Historia Universal: siglos de inmisericorde esclavitud bajo el mudable yugo opresor de imperios transitorios, nos han enseñado el valor de la evolución por ventura de la implacable soberanía del peculio y la dictatorial voluntad de poder; y si antaño los antiguos maestros descendían a las penumbras del Tártaro en busca de oráculos o visionarios que les ayudasen a esclarecer su propio destino, los discípulos del crepuscular mundo posmoderno preferimos consultar a nuestros  abogados por el camino más eficiente que habrá de conducirnos, como estudiantes haciendo trampa, a la cristalización de nuestras fantasías de aprendices de ecónomos transfigurados en maestros del mercado por el mero acontecer de los años. Ahora, discípulos de la antropofágica economía moderna, cualquier cosa es válida para convertirse en maestros: desde la sabiduría de los infiernos hasta la impiedad de los tribunales, con tal de imponerle al mundo la figura tiránica y arbitraria de nuestros pensamientos. Ni siquiera en las iglesias logramos ausentarnos de la imposición de las ideas y la tiranía de los conceptos: hoy, en este mundo sin auténticos maestros que concebimos a modo de mercado, todo es susceptible de transformarse en metafísica: las páginas de Paulo Coelho pueden dar fe de ello. En cualquier esquina de arrabal siempre acechan desconocidos queriendo perpetuar sus salterios a través del recurso, vago y difuso, de la torpeza con que evocamos nuestros recuerdos de lo que alguna vez fueron las enseñanzas los auténticos maestros.

 

 

Y gracias a que todos somos impostores, buscamos mantener intimidad con los maestros de alguna logia o la desfachatez de alguna iglesia solamente para huir de la clandestina intimidad de nuestra soledad; hay algo más que simple vacío interponiéndose entre los seres y las cosas: la consciencia, primates ilustres de la posmodernidad, es el almocafre con el que los ángeles de la muerte abren acequias entre las glebas de nuestro mundo y las de los demás; y para evitarnos la incivilizada indecencia de tener que mostrarnos débiles llorando nuestros quebrantos en público, actuamos lo que un autor de nuestro tiempo bautizó la pantomima de lo perecedero, para cobijarnos en el escondite de nuestros silencios mientras sonreímos al Universo con diplomática hipocresía, en un intento, nadie lo niega, por mantener la compostura. Así, la inescrupulosa teatralidad del Infinito no tendría otro fin que el de acabar embriagando la orfandad del cosmos a través de una representación dramatúrgica en la que, aquejado del dolor de su propia forma de consciencia, el universo dramatiza su propia existencia para la mejor consistencia de nuestras ecuaciones y la mejor especulación de nuestros teólogos; y en esta dramatización, a los discípulos del mundo nos es dado proyectar la ficción de una inabarcable comedia de marionetas en la que, agentes ocultos del destino, los ángeles del instinto y los demonios del capricho se mantienen pulsando los hilos que mueven a este circo de inescrupulosos heliogábalos de la contemporaneidad. Una decisión fundamental deberemos tomar los hombres al interior de esta comedia: debemos escoger, como quien todavía busca su maestro, entre imitar la voluntariosa altanería del conquistador o el estólido sometimiento del despojado: sendos arquetipos enmascarados bajo dos carátulas opuestas -grotescas y estrafalarias las dos- mediante las que todo aprendiz ha venido disfrazando una misma perversión que le mantiene cada vez más alejado de poder acceder a un auténtico maestro en mitad del frívolo cosmopolitismo que comporta el mundo; enseñanzas más enseñanzas menos, todos buscamos perdurar en el Tiempo y en el Espacio a través de la memoria de nuestros discípulos y sus sucesores, bien sea como el afrentoso caudillo de turno o como el diligente empleado que, en algún momento de su derrota, estallará para revelarse e imponer su voluntad como antaño lo hizo su patrón. En ambos casos, el deseo es el mismo: gritar al mundo la burlesca y solitaria vacuidad de la pedantería con la que buscamos permanecer en el centro de un mundo fabricado con las fantasmagorías que tienen tanto de arrebol como de tiniebla; todos, maestros o discípulos, queremos perdurar, aunque sólo nos fuese dado hacerlo en el silencioso temor de aquellos a quienes nos hemos jactado en denominar, con no poca intolerancia, bajo el displicente eufemismo de nuestros enemigos…

Al final, sólo sabremos que cuando llegue el inaplazable instante de los Últimos Tiempos, alguien, en lo profundo de la tierra, se encargará de entonar para la Especie el himno ineludible de un gemido tan desamparado como el Universo mismo, y que nos cantará la rapsodia terminal de nuestra Muerte impostergable.

 

 

“Justo en la mitad del atlántico nos inclinamos bajo los salvajes vientos que soplan interminablemente de uno a otro polo. Cada grito que lanzamos se pierde, se vuela en espacios sin límites. Pero ese grito, llevado un día tras otro por los vientos, abordará por fin uno de los extremos achatados de la tierra y retumbará largamente contra las paredes heladas, hasta que un hombre, en algún lugar, perdido en su concha de nieve, lo oiga y, contento, quiera sonreír”[8].

 

 

[1] JUAN CARLOS BOTERO, “El epífano: una alternativa en prosa”, contenido en “Las semillas del tiempo”.

[2] E. M. CIORAN, El libro de las quimeras.

[3] FRANZ KAFKA, El trompo.

[4] LUDWIG WITTGENSTEIN, Aforismos, 247.

[5] ALBERT CAMUS, El mar, aún más cerca.

[6] WITTGENSTEIN, op. cit., 204.

[7] HENRI BERGSON: La evolución creadora.

[8] CAMUS, op. cit.

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