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CAUSAS Y AZARES DE UNA METAFÍSICA: UNIVERSO Y POSIBILIDAD EN LAS ARTES PLÁSTICAS.  Elementos para un manifiesto.

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 Nunca nadie ha pintado, esculpido o modelado Excepto para salir literalmente del infierno.

ANTONIN ARTAUD, Van Gogh, el suicidado por la sociedad.

 Toda pintura es un hecho: las pinturas están cargadas con su propia presencia.

ANDY WARHOL

 

Acaso a modo de preámbulo

 

Con cierta devoción autodidacta ,quizás poco sistemática y acaso no exenta de prejuicios, cada tarde en que soy arrebatado por los demonios de la ansiedad o las falacias del delirio, intento retornar al saludable mundo del sentido común dejándome llevar por la curiosidad que desde hace largos años me han provocado ciertas páginas de filosofía y pensamiento que he frecuentado con deleite y que, a modo de hierofanía, poco a poco han ido diseñando mi manera de pensar; tal disciplina me ha llevado a leer filosofías y razonamientos como quien lee un cuento de Borges o como quien conspira literaturas auscultando un astrolabio. Y aunque debo confesar que profeso cierta debilidad por las metafísicas de la desgarradura y las dialécticas del vértigo que son fruto directo de las lágrimas y el gemido, prefiriéndolas siempre a los laberintos de la demostración y a las estrecheces del silogismo, no hace mucho me dejé invadir por la exquisita concepción metafísica que el obispo Berkeley atribuyó a nuestra manera, platónica en todo caso, de percibir el universo: su lógica, sin lugar para la duda metódica, postula cierta existencia subjetiva de los objetos y las situaciones en que los fenómenos con que se nutre el cosmos se visten de realidad, y acaso también de sustancia, sólo en la medida en que sean percibidos por una mente que de alguna u otra manera fije su atención en ellos: para la sublime metafísica de Berkeley, ser es ser percibido o percibir. Es decir, universo de percepciones quizá no ajeno de espíritu estético, la metafísica de Berkeley manifiesta una particular epistemología que se deja formular como una suerte de hermetismo esotérico, de metafísica de lo estético, en que ser es análogo a ser percibido o a percibir, dejando abierto el camino para que los objetos del arte y el hecho estético puedan experimentarse a modo de mundo posible, de metafísica del objeto bello que pueda, ahora lo conjeturo, comprenderse como la episteme, el ethos fundamental que permita vislumbrar y experimentar la obra de arte como universo posible, como posibilidad de ser y de vivir en el tiempo.

Esto es, según las páginas de Berkeley, se le puede conceder al universo el estatuto de ser en el tiempo únicamente cuando haya una mente que de alguna manera lo perciba y lo recorra, como en la sinestesia que se busca en la experiencia estética, con el rompecabezas de sus cinco sentidos; sin embargo, tal estatuto de realidad, peligrosamente apto para quienes se deleiten en percibir lo bello o lo sublime a modo de simple apariencia y no de contenido, rebajaría a la materia, y aun las flaquezas de quienes fueron hechos con ella, a la condición de accidente psicótico, de remanente onírico que pervive al interior de una quimera cósmica compartida por todos aquellos que conviven (lo mismo se dice de ciertas histerias) en la alucinada simultaneidad del mundo: entendida según las cláusulas de Berkeley, tal simultaneidad puede parecer una paradoja no exenta de dialéctica que, no obstante, puede ser percibida por cualquiera que mire distraídamente a su alrededor. Y sin embargo, para todo aquel que, víctima de su propia egolatría o de un espíritu demasiado ermitaño, se niegue a percibir los hechos y las homotecias del mundo en derredor, el universo pasaría a comportar una entelequia del todo falaz, y sus leyes (y aun sus metafísicas) una pura fantasmagoría, un espectro, un mero trastorno de la percepción. Viene a la mente la metáfora del espejo: único objeto del universo que funciona, tautologías y solipsismos aparte, a manera de sincero interlocutor percibido a modo de réplica o de duplicación del propio universo personal; en él podemos contemplar, como una especie de segundo yo, una reproducción del mundo tan puntual y objetiva como el diagrama de una catedral gótica o una calcomanía de nuestro propio rostro que sea tan fiel a sus simetrías como lo permita, semejante a un artificio fotográfico, la precisa acutancia de su azogue. Y sin embargo, sus imágenes, como las imágenes del sueño o las visiones de la locura, no pueden considerarse como reales: la detallada óptica de los físicos describe las imágenes de los espejos como solamente virtuales, en oposición a las imágenes reales que son fruto de un haz de luz que atraviesa una lente luego de haberse impactado contra el objeto que tenga plantado frente a sí.

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Así, el complejo aparato de la mente es, me atrevo a conjeturar, un sistema de lentes y espejos acaso tan intrincado como el de un telescopio de largo alcance o el de un juego de cristales para rayos láser. Ahora bien, si los espejos no pueden prohijar imágenes reales sino sólo imágenes virtuales cuyos rayos de luz ofrecen la entelequia de una segunda realidad, es esa misma naturaleza virtual, empero, la que le permite reproducir con exactitud el mundo en derredor. Fantasmidad demasiado evidente y peligrosa como para no tomarla en serio, el espejo es duplicación y afantasmamiento, pero también revelación, luz, vehículo de conocimiento.

Surge ahora, creo, cierta perplejidad ontológica alrededor de la esencia especular de los espejos: si se encerrase uno de ellos en un cuarto oscuro, ausente de todo rayo de luz, el espejo no podría ejercer su natural función reflexiva y especular, reduciendo su existencia a un mero solipsismo que nada exterior a él podrá demostrar o tan siquiera mínimamente comprobar. Puede decirse, siguiendo las hipótesis de Berkeley, que en ese caso el espejo no habría de existir o que existiría como una falacia, como un error, como una aberración del universo. Si se imagina que ese mismo espejo, por una suerte de combinatoria lúdica cercana a las pinturas de Magritte, se refleja sobre otro, duplicando su propia imagen hasta el infinito sin que pueda saberse cuál de todos esos reflejos es el más real, o, con mayor sentido de la fábula, cuál está más cerca de Dios, puede afirmarse que multiplica también, como las mentes anegadas por la esquizofrenia, la irrealidad de su propia realidad hasta límites inconmensurables, relacionándose dialécticamente con sus propios reflejos de la misma manera en que las hipérbolas se relacionan de modo unívoco con sus asíntotas. Es decir, en un juego espejos que sea tan complejo como un laberinto y tan verosímil como un universo, con el mapa puntual de sus percepciones y la entelequia reflejante de sus transformaciones, cualquier cosa puede ser posible, dada la virtualidad de sus imágenes que, no obstante, pasa a transfigurarse en realidad por la veracidad que las mentes saludables, como sistema de lentes y espejos, le imprimen a cada una de las representaciones percibidas por el sistema. Incluso magnitudes esotéricas como la perpetuidad del infierno o la irrealidad de sus castigos pasarían a convertirse en una realidad si de algún modo la consciencia les dedica apasionadamente su atención. Es esa, creo, la función secreta quizá más obligatoria de la metafísica: permitir que toda realidad imaginada por el espejo de nuestras mentes pase a convertirse en una entelequia real mediante la óptica de “lo posible” reflejada, me temo, en ese sistema de lentes y espejos que comporta el mundo del arte: la imagen plástica se torna así, gracias a las metafísicas de lo posible, en cierto espacio topológico, en cierto sistema de lentes y espejos en que cada movimiento, cada fuerza, cada efigie, cada reflejo comportaría una auténtica e incesante transformación de las geometrías que le dan vida al universo y cuyas manifestaciones, creo, importan una interminable transformación topológica en que los muchos azares del caos, y desde luego toda entropía del desorden, se transmutan para dar lugar a la simetría de las súper estructuras con que se organiza el mundo. Paradojas y aporías aparte, es así como en ciertas formas de la estética, y no de la ontología, donde mejor pueden percibirse estas metafísicas de lo posible. Indagar por el espejo de esas metafísicas será el horizonte, acaso torpe, de estas páginas.

Hipótesis de trabajo: la imagen plástica como vehículo de la utopía

 

Image property of the Albright-Knox Art Gallery, Buffalo, NY.

Arqueólogo circunstancial de ciertas imágenes formuladas a modo de idea o de concepto (sin duda Foucault lo habría hecho mejor), no deja de atraerme la metafísica sutil que se plantea, a modo de universo posible no ajeno de dialéctica, en los perplejos lienzos de Magritte: compleja ontología plástica del alma y de los misterios que se circunscriben en el mundo aristotélico de los sucesos y las peripecias que informan el incesante devenir, la pintura de Magritte, surrealista por excelencia, se ha erguido siempre como una voluptuosidad, como una delectación, como una ataraxia de las formas y la imagen en que la ironía y el sentido del humor se expanden por el universo de sus bastidores como la evidencia irrefutable, y acaso matemática, de las muchas formas de la paradoja y de los incansables enigmas que comporta el mundo. El orbe infinito de lo posible se torna, bajo la imaginería alógica de Magritte, en una sucesiva metamorfosis en que, desgarrándose en el tiempo como se desgarran de lo eterno las muchas fábulas de Kafka en que el mundo y sus personajes incesantemente se transforman, la realidad de sus representaciones (imposibles en el mundo de la cotidianidad, no obstante) supera con creces a la realidad de lo representado. Realidad pictórica demasiado compleja como para no tomar sus posibilidades en consideración, cada lienzo de Magritte postula una metafísica de lo posible con cuyas imágenes se cuestiona, además, la naturaleza de nuestras percepciones y de las imágenes mentales del universo que hacen posible nuestro ser en el tiempo, elaborando con ellas un discurso, caro al simbolismo de los surrealistas, tan lleno de filosofía como de perplejidades dignas de una elucidación que vaya más allá de la simple contemplación de un lienzo agradable o un modelado tranquilizador: ni De Chirico ni Magritte ni Dalí, por ejemplo, pintan realidades tranquilizadoras; ellos pintan, sobre todo, las formas de cierta ontología visual en que lo posible comporta una manera lúdica del conocer, una suerte de epistemología estética en que cada lienzo es su propio universo, su propio devenir y su propia fuente de saber. Es decir, es una metafísica cuya epistemología estética no solamente pone en duda la naturaleza de lo representado y su manera de representarse en un espacio de dos dimensiones, sino que la disposición de sus imágenes también cuestiona la coherencia y la “realidad” de la naturaleza representada: surge entonces, a modo de sistema óptico concebido como un juego de lentes y espejos, una dialéctica en que se fusionan, como dos aspectos de una misma verdad, percepción e imagen en la síntesis que comporta el objeto artístico que importa toda experiencia estética de lo posible.

La propia naturaleza del mundo, representada por Magritte y los demás surrealistas a modo de paradoja, de charada o quizá de prestidigitación visual, cobra cierto aire de misterio que reposa básicamente en su esencia de enigma, de mundo inasequible cuya tendencia esotérica, no obstante, aguarda por ser dilucidada en toda su complejidad por quien contemple la representación. Gracias a la pintura metafísica de De Chirico, del realismo mágico de Magritte, de las alucinaciones de Dalí, del cubismo de Picasso, de las abstracciones de Kandinsky, de las deformaciones de los expresionistas, de la violencia de Bacon, de la lúdica de Paul Klee, de la mística de Mondrian, de las manchas de Pollock y de las performance de Joseph Beuys, todo aquello que considerábamos imposible ahora se hace posible gracias al infinito mundo del arte; es decir, ha sido gracias a las revalorizaciones de la realidad con que estos autores del arte plástico han logrado reinventar tanto la naturaleza, como nuestra limitada percepción del mundo, y aun las potencias universales sobre las que descansa su esencia, se han ensanchado en una clarividencia cósmica, en una suma de cartas astronómicas cuajadas de otros universos infinitamente posibles e intrincadamente dialécticos: concebido a modo de espacio topológico vital para la comunicación, el arte constituiría así el espacio esencial, el entramado vectorial donde se darían a luz otros mundos, otras ontologías, otras percepciones en que fácilmente pueden consumarse aquello que aún llamamos utopías: el estado ideal en que la equidad, la bonanza, la eficacia y la prosperidad masiva y general son los fundamentos de su funcionamiento. Pero es gracias a la metafísica del arte como podemos concebir la utopía a modo de espacio topológico en cuyo interior, semejante a un entramado óptico de lentes y espejos, ahora lo repito, el individuo podrá desplegar y desarrollar su espiritualidad durante el ejercicio contemplativo de la experiencia estética; tal ejercicio contemplativo del hecho estético sentido a manera de utopía, de topos en que toda estrafalaria cosa es posible, habrá de permitirle al sujeto contemplador el observar en su ser más íntimo, merced a la experiencia estética transmutada en metafísica, las fuerzas sobrenaturales y los hechos poéticos que conducen directamente a la experimentación de lo trascendente: esto es, experimentar las capas más altas de la existencia humana en la eternidad de la consciencia universal, sumergiéndose en una suerte de éxtasis místico que habrá de hacerle sentir su propia disolución en lo eterno y lo trascendental cuando logre identificarse, como quien contempla su atareada imagen en un espejo, con el infinito que cada imagen plástica o cada idea de la metafísica describe a su manera. La naturaleza del arte (como microcosmos) y la naturaleza del universo (como macrocosmos) se revelan, gracias a las hermenéuticas que permite la sintaxis cósmica que toda metafísica fomenta, como dos aspectos, dos estructuras de una misma realidad: dialéctica suficiente que basta para explicar el juego del artista convertido en hierofante, en chamán, en gestor esotérico cuyas imágenes permiten y suscitan el descubrimiento y el posterior reconocimiento de las verdades superiores del alma. Es así como esa alquimia de la imagen y lo oculto que revela el trabajo de todo artista lo que suscita la posibilidad de la obra como una revelación en que ambas realidades, la interior y la exterior, sean reconocidas como una y la misma cosa.

Así, barajando ideas alrededor de lo imposible, Fourier, Moro, Proudhon, Owen y los demás teóricos de la utopía parecieron olvidar que el arte y sus hechos estéticos son la utopía por excelencia: mejor dicho, son el espacio topológico cuyos vectores apuntan todos hacia la postulación de una utopía; el punto dialéctico en que Aristóteles y Platón se dan la mano; el lugar donde todos los seres cohabitan en armonía y serenidad. Así el laberinto estético de semejante topología comportaría el proceso de la gran obra perseguida por alquimistas notables como Paracelso y Cornelio Agripa: es decir, la atareada búsqueda de la piedra filosofal o el proceso por el cual el iniciado, el hierofante o el chamán buscan transmutar el plomo en oro, es en todo análogo al proceso espiritual por el cual el artista, entregado a las rigurosas disciplinas artesanales que cobijan su oficio, alcanza un conocimiento superior de sí mismo y del universo, tal como hubieron de pretenderlo Fausto y Manfredo, los grandes alquimistas de la literatura. Así esta gran obra sería, sin lugar a duda, el proceso subjetivo de conocimiento interior por excelencia: el proceso espiritual con cuyas imágenes se hace posible la efectividad de la utopía en la mente de los espectadores, de los contempladores que de alguna u otra manera perciban con profundidad las entelequias del hecho estético y las metafísicas de lo posible. Concebido a manera de no lugar, de topología del tránsito, de espacio pre-posicional para la comunicación, el resultado de tal proceso podría comprenderse como el punto de inflexión donde confluyen todas las geografías imaginarias cuya razón de posibilidad habrá de nutrir y fomentar, tarde o temprano, todo aquello que los positivistas consideraron imposible: gran hacedor de poesía, el mundo del arte transmuta en posibilidad lo que la ciencia reputa como imposibilidad.

Es decir, el arte puede modificar nuestra manera de percibir y de comprender gracias a la experiencia estética: transformado el mundo a través de una delectación activa y personal del arte, es durante la contemplación estética, gran vehículo para la consumación de utopías, cuando pasamos a experimentar un estado de consciencia que se dilata bastante más allá de los límites cotidianos con que a diario damos forma a nuestros hábitos. Es así como la catarsis, milimétricamente descrita en las páginas de Aristóteles, cobra vida cuando somos capaces de contemplar el mundo bajo la misma mirada con que contemplamos el hecho estético; creo, casi a modo de ataraxia, que sublimar los estados de ánimo a través de la experiencia estética realmente puede despertar en los individuos la necesaria actitud mental que se necesita para transfigurar el mundo, haciendo de lo imposible posible a través de esa alquimia de las artes y las horas que muchas veces comporta un hecho estético. Viene a la mente, de nuevo, la ontología lúdica que se plantea en las páginas de Berkeley: particularmente subjetiva, la metafísica de Berkeley se pregunta por la naturaleza de un ser consciente de sí mismo y capaz de transfigurar y transformar las simetrías del mundo mientras busca, explotando la inteligencia perceptiva de todos los seres, la metamorfosis de lo imposible a lo posible nada más que haciendo inteligible lo ininteligible, otorgando, con el universo de sus imágenes, estructuras y coherencia al mundo de caos y rigores que nos es revelado a través de los diferentes estados de percepción que se cobijan bajo la gran consciencia cósmica que, para facilitar su comprensión lógica, identificaré con el universo panteísta de Spinoza en que la divinidad, incluso en las magnitudes más imperceptibles, puede encontrarse en todas partes. Así, concibiéndolas bajo el influjo de su peculiar forma de soñar el mundo a modo de percepción atenta y subjetiva, Berkeley pareciera sugerirnos que las imágenes que percibimos del mundo y aun de la divinidad a través de la mente, no dejarán de parecernos una magnitud esotérica en que cada suceso, a razón de cierto estado mental no exento de hermenéutica, estaría empapado de connotaciones simbólicas a modo de patrón o de metáfora en que las simetrías del mundo, y también las simetrías de la mente, se repetirían o se continuarían en la visión estética concebida a modo de metafísica de lo posible.

Es entonces cuando surge la patafísica de las soluciones imaginarias con que pintores audaces hasta el delirio como Max Ernst o Salvador Dalí intentaron, con los laberintos de la psicología puestos de su parte, ensanchar la realidad en cada una de las representaciones con que lograron formular, no sin altas cuotas de verosimilitud, la realidad de su propia utopía: con ellos el arte se hizo ya no sólo mimesis de lugares comunes, sino, felizmente, universos completos en que la realidad poética brilla a modo de posibilidad, de segunda realidad o de segunda piel en que los valores de su particular sustancia visual, estudiada siempre bajo las ópticas de lo posible, se tornan ya no en espejos cuajados de imágenes virtuales, sino en sistemas de lentes y espejos, en  entramados de óptica y artificio capaces de proyectar una segunda realidad (y recordemos que toda realidad es subjetiva y mental, según confiesan los budistas y los estudiantes del vedanta además de Berkeley) que nada tiene que envidiar a los principios de realidad que se preconizan en la psicología profunda de Jung, tan rica en motivos mitológicos y arquetipos universales desplegados a modo de simbologías y relatos ancestrales, y que, explotados como un recurso fundamental al interior del Simbolismo pictórico a lo Gustave Moreau o a lo Arnold Böklin, otorga y agrega al universo una realidad paralela; es decir, le suma al mundo una entelequia que no es ya el mero reflejo, el simple espejo de una realidad sino la proyección, la imagen real de una posibilidad tan verosímil como las constelaciones vistas por la astrología o los signos cutáneos estudiados por la quiromancia.

Ahora lo reitero: el arte es, sin más, la bella alquimia capaz de transmutar la esterilidad de lo imposible a la fertilidad de lo posible; al artista es, de este modo, el medium, el hierofante, el alquimista que eternamente camina en busca de su ser para alcanzar la serenidad en el tiempo, mientras con sus imágenes proyecta en los demás su visión de la utopía. Así la otredad se convierte, por ventura de la metafísica del arte y la estética del ser, en el riguroso objetivo que habrá de justificar las infinitas posibilidades que se prohíjan bajo la forma artística que alimente con su savia, y con el laberinto de sus símbolos, el alma humana sublimada por la compleja óptica del arte. Nace entonces la metafísica de lo ilógico en los lienzos del surrealismo como esencia poética de las hierofanías sobrenaturales que deberán colmar, con sucinta ontología visual, el infinito mundo del arte. Los lienzos de Carrá, De Chirico, Magritte y Delvaux vienen a la mente mientras pienso en algunos ejemplos. Y es que, gran mitología de la posmodernidad, surge el problema del surrealismo ya no como estilo o movimiento artístico claramente definido sobre la línea de tiempo de la Historia del Arte, sino como herramienta, como técnica, como procedimiento y hermenéutica de un discurso artístico vuelto de cara a las metafísicas de lo posible; metafísicas concebidas como una suerte de semiótica visual capaz de revelar, como antiguamente hubo de hacerlo para el analfabeto el arte pictórico de las iglesias, las catedrales y los templos, el sentido original de la sintaxis cósmica cuyas simetrías gobiernan los fenómenos que comporta el mundo. ¿Quién no ha gozado con los posibles universos espeluznantes que inundan el alucinado imaginario apocalíptico de Dalí? Gran utopía de la imagen plástica, en sus pinturas coexisten, de manera virtuosa y puntual, la neurosis y la dialéctica, el delirio y la hierofanía, la representación y la recreación de manera tal, que sus imágenes pueden definirse como el sistema de lentes y espejos que proyecta hasta el paroxismo la gran episteme de nuestro tiempo, a saber: el absurdo de una sociedad moderna concebida para el ligero consumo de bienes y la captación de capitales en que la demencia, creo, comporta el revés de toda idea de progreso; es decir, la idea de progreso en un mundo ciego, sin dioses ni mitologías, totalmente ajeno a las serenidades de la espiritualidad y a las bondades de la ética. Opinión compartida por intelectuales como Samuel Beckett, Eugene Ionesco, Antonin Artaud y E. M. Cioran, la locura de Dalí y la metafísica de Magritte hacen secreto hincapié en la intrínseca relación entre las vaciedades del mundo moderno, el esnobismo, la crueldad e incluso la vanidad de ciertos consumidores de arte. Lo que para los positivistas define a la sociedad como manifestación de la inteligencia y el avance, es visto por las metafísicas visuales de Dalí como la episteme de la destrucción en proceso de la cual supimos, desde el siglo XIX, por las páginas de Nietzsche, los dramas de Jarry y los postulados de Proudhon.

 

A modo de conclusión

 

Posibilitado por el uso convencional de las técnicas y los estilos del arte a modo de herramientas con que poco a poco los artistas van construyendo la voz de su propio universo personal, el lenguaje visual de las artes plásticas pasa a convertirse en un sistema de metáforas cuya simbología reposa en cierto conocimiento pretérito que los interlocutores comúnmente comparten. Compartida así la sintaxis cósmica que toda comunicación implica a modo de charla, de metafísica o tal vez de utopía, toda articulación de sus gramáticas pasa a implicar, o a sugerir, al universo entero contenido en cada una de sus locuciones. Borges lo vislumbra así: decir tigre es decir la hierba sobre la que descansa, los animales que devora, los ríos en los que se abreva, las hembras con las que copula, los cazadores de los que huye… Y no obstante, si bien es un instrumento comunicativo de pretensiones objetivas, el lenguaje y, por extensión, toda gramática, es articulado de manera estrictamente subjetiva, tamizado por una constelación de variables accidentales, diferentes para cada individuo, como el contexto, la instrucción, el concepto, el estilo y un sinfín de otras implicaciones que convierten al lenguaje en un juego de lentes y espejos que tiene por objeto proyectarse a sí mismo para, como las utopías, poder existir como ser en el tiempo del mundo objetivo. Siguiendo todavía la hipótesis de Berkeley, debe entenderse por mundo objetivo todo aquello que se expanda fuera de nuestro sistema nervioso y que extienda su sustancia en todas direcciones hasta lo infinito. La compleja anatomía del cuerpo humano hace parte, desde luego, de ese infinito y porta en su interior, además, las raíces de ese otro infinito que es la mente y cuya entelequia nos permite ser testigos del universo que somos capaces de transformar a través de las metafísicas del arte y la experiencia estética de lo posible. La supuesta objetividad del lenguaje quedaría, por tanto, fuera de las categorías de verdad cuyas leyes pretenden ser lógicas y universales: seleccionar un grupo de palabras para redactar un informe como este y aun definir un ángulo fotográfico o instalar una cámara frente a tal o cual realidad, comporta una decisión por completo subjetiva que, no obstante, interfiere con los resultados. De ahí la profunda honestidad que revisten los lenguajes del arte cuyo valor de verdad puede computarse como más verosímil que el lenguaje científico que, al ser articulado por una determinada consciencia cautiva en un particular estado de percepción no ajeno de rigor, lo contamina de literatura y, también, de falsedad. Fiel a la naturaleza subjetiva del lenguaje y a las metafísicas de lo posible, se alza el arte como un atributo o un adjetivo de la realidad y la utopía bajo la forma de una ley no poco dialéctica y asaz universal: el universo que perciben mis sentidos es una ficción del lenguaje que utilizo para poder describirlo.♦

Nicolás Ureta Escobar

Nicolás Ureta es escritor y columnista en Interference Channel

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