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La ciudad que Le Corbusier y los urbanistas modernistas quisieron generalizar

En el 2016 se han cumplido 82 años de la celebración del 4° Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, una asociación de arquitectos modernistas y renovadores que se fundó con el propósito de debatir, resolver y difundir el problema arquitectónico y urbanístico de las ciudades del siglo XX. Los resultados de este congreso se esbozaron en lo que se conoció como la Carta de Atenas, documento que expone los principales postulados y doctrinas del Movimiento Moderno del urbanismo, liderado principalmente por Le Corbusier. Muchas de las ciudades construidas en el tiempo de la posguerra se hicieron bajo el sistema de urbanización propuesto por estas doctrinas e incluso este cuerpo de conceptos se convirtió en la ortodoxia de la planeación en décadas posteriores, como lo demuestra la experiencia de algunas ciudades europeas (Monclús & Díez, 2015) o latinoamericanas (Holston, 2008).

Los 95 puntos de la Carta reniegan de la ciudad existente y, a la vez, exaltan las bondades de la modernidad y la ciudad funcional. El contenido de la Carta, así como los principales postulados del Movimiento Moderno, podremos sintetizarlos en tres grandes aspectos que, como veremos, todos juntos forman el marco conceptual con el que no solo se elaboró una “crítica” hacia la ciudad existente sino también –y principalmente– se realizó una apología a su absoluta destrucción, tanto física como sociocultural. Este ensayo tratará de asociar estos tres aspectos junto con sus respectivas críticas.

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El primer aspecto se relaciona con las propuestas o exigencias del Movimiento Moderno, con las cuales indican el desarrollo de un modelo de ciudad moderna basado en la ordenación del espacio alrededor de 4 funciones: habitación, esparcimiento, trabajo y circulación. Estas cuatro funciones hacen alusión a usos deseables del suelo urbano para la construcción de un “nuevo orden de cosas”. Para los urbanistas modernos las ciudades alcanzarían un grado óptimo de rendimiento si cada una de sus funciones se ocupara de aspectos únicos de la vida urbana y se ubicaran en lugares especialmente asignados:

  • La Habitación, además de ser la principal función de las preocupaciones urbanísticas, se encargaría de los aspectos de vivienda desde una visión higienista que involucrara la construcción de unidades habitacionales en altura o a extramuros.
  • El Esparcimiento, por su parte, acondicionaría sectores para el aprovechamiento del tiempo libre y, adicionalmente, construiría todo el equipamiento que fuese necesario para tal fin.
  • La función del Trabajo, expresado en el sector industrial y de la administración, se localizaría en espacios totalmente independientes a los anteriores usos.
  • Por último, la Circulación, tendría como encargo la unificación de todas las funciones y se estructuraría a partir de los vehículos motorizados, su velocidad, y la construcción de “obras maestras de ingeniera civil” que aniquilara los cruces viales y excluyera al peatón.

Básicamente la idea del urbanismo moderno se remite a la organización monofuncional y autosuficiente de ciertos usos y a la segregación de los mismos mediante un correcto ejercicio de planificación.

Sería Jane Jacobs quien enarbolaría la crítica más audaz hacia este tipo de planeación y construcción modernista de la ciudad. Basada en la experiencia y la reseña de casos específicos, la autora afirma que el sistema de funciones niega la complejidad de la ciudad al tiempo que olvida la polifacética vida urbana. Las ciudades necesitan “una muy densa y muy intrincada diversidad de usos que se apoyen mutua y constantemente, tanto económica como socialmente” (Jacobs, 2011: 40).

El segundo aspecto que podremos destacar es el tipo de tratamiento, estilo tabula rasa, hacia el patrimonio histórico de las ciudades. Las edificaciones o conjuntos urbanos con valores patrimoniales se conservarían en solo casos puntuales, donde estos se representaran como piezas de museo de una ciudad en constante desarrollo. Aquel patrimonio que afectara severamente a esta imagen de progreso sería eliminado. Así el pensamiento renovador del Movimiento Moderno se caracterizaría por su inclinación hacia la eliminación de momentos claves de la historia urbana.

Esta actitud de eliminación o “demolición selectiva” no solo recaería sobre los inmuebles patrimoniales sino también sobre la ciudad construida en su conjunto. Una actitud que sostendrán la mayoría de representantes del urbanismo moderno, resaltándose en este caso las sugerencias de Howard y el grupo de Mumford (Stein, Wrigth y Bauer). El primero asumiría que la pobreza se solucionaría mediante la destrucción de los entornos urbanos, por no decir la ciudad. Los segundos verían en la ciudad construida la concentración de todos los males de la sociedad moderna.

De esta manera, se calificaría negativamente la ciudad existente –“caos petrificado”, “individuos soberbios”, “ruidos, escándalo, mendigos”– para desecharla y así dar paso a  la construcción de un “nuevo orden de cosas” (Jacobs, 2011: 47).

Pero la eliminación de la ciudad iría más allá, atacando –lo que Jacobs llama– sus órganos vitales: las calles. En su rechazo al pasado, el Movimiento Moderno propone la supresión de las calles como uno de los requisitos para abrazar el progreso asociado a las maquinas. La organización urbana desde los modernistas se pensará en clave de subvertir la calle y todo lo que ella representa y constituye: el espacio público predilecto para el desarrollo del ballet, es decir, el conjunto armónico y ordenado de composiciones diversas elaborado por los peatones (Jacobs, 2011); y la esfera pública de la vida civil (Holston, 2008). Esta subversión se verá materializada en los modelos de ciudad propuestos.

El grupo de Mumford, o de los “descentristas”, a partir de su modelo de Ciudad Jardín sustituyen toda idea de ciudad y de contacto e intercambio en la calle; la idea reinante son manzanas de casas protegidas y aisladas, con espacios interiores y zonas verdes privadas. Le Corbusier, con su modelo de Ciudad Radiante, proyectaba un aumento inconmensurable de espacio verde y de “densidad [en] el centro de las ciudades”, redefiniendo la forma urbana en función al uso del automóvil sobre grandes vías; así, logra expulsar “a los peatones de las calles” para instalarlos “en los parques” (Jacobs, 2011: 50). O, como se demuestra en el caso de Brasilia, donde “no hay gente en la calle” por lo que la ciudad “no tiene esquinas” debido a la falta de un sistema de espacio público no solo de encuentro sino también de alineación entre las “fachadas de tiendas y residencias, las plazas y las calles mismas” (Holston, 2008: 264).

Con la eliminación de la calle también muere una de sus funciones elementales: garantizar seguridad y paz en la ciudad mediante “una densa y casi inconsciente red de controles y reflejos voluntarios y reforzada por la propia gente” (Jacobs, 2011: 56). Las calles seguras son aquellas que logran tener tres cualidades: diferencia el espacio público del privado; este, a su vez, tiene sus “ojos puestos en la calle”; y albergan un intenso uso por parte de los viandantes y las actividades comerciales. Todos estos aspectos son abandonados por el urbanismo moderno que, mediante sus planes de reordenación urbanística de zonas deprimidas o la construcción de ciudades a extramuros, aniquilan la calle y amputan los establecimientos comerciales.

Las críticas observan que este “nuevo orden de cosas” no alimenta la seguridad, antes bien, acrecienta la incertidumbre y produce las cifras más altas de criminalidad (como Jacobs lo demostró para la ciudad de Los Ángeles). De esta manera, los promotores del Movimiento Moderno, en cada una de sus propuestas y proyectos, logran hacer “trizas una función básica de las calles de una ciudad y, al hacerlo” liquidan “necesariamente la libertad de la ciudad”; logran, valga decirlo, producir una ciudad ciega (Jacobs, 2011: 77).

El tercer y último aspecto que interesa mencionar es el llamado que realiza la Carta y Movimiento Moderno hacia la transformación y desarrollo de las ciudades mediante procedimientos precisos, controlados y conducidos. Esto representa la necesidad de institucionalizar el carácter científico y técnico de un “sistema de urbanización contemporáneo” que, en palabras del mismo Le Corbusier (1985: 100) se daría a partir de “la construcción de un edificio teórico riguroso” y la formulación de “principios fundamentales del urbanismo moderno”. De tal manera que la elaboración de un Plan por parte de especialistas cumpliría una figura central a la hora de determinar estos procedimientos; y la zonificación organizaría la ciudad y pondría en armonía cada una de las funciones.

Lo que interesa verdaderamente aquí es esa construcción teórica y técnica que aseguraba tener los modernistas. Para Jacobs esta teoría ortodoxa de la planeación y el diseño arquitectónico estaba totalmente alejada de la realidad: era la construcción utópica de lo que debería ser las ciudades más no un análisis certero del cómo funcionaban. Al estilo del sentido práctico de Bourdieu, afirma que las ideas modernistas hacen “parte de nuestro folclore. Nos dañan precisamente porque las damos por sentadas” (Jacobs, 2011: 43). A intento de revelar estos habitus irreflexivos, realiza un recorrido rápido sobre las principales figuras que ayudaron a reproducir la moderna “teoría” ortodoxa de las ciudades: Howard, el grupo de Mumford y Le Corbusier, de quienes hemos hablado anteriormente.

El descubrimiento que hace Jacobs sobre este habitus devela los esquemas mentales de percepción, apreciación y acción de estos planificadores modernistas quienes, a su juicio, no buscaban el entendimiento sobre las ciudades y tampoco la promoción de unas mejores ciudades, sino pretendían deshacerse de ellas, y la vida que se desarrollaba en ellas.

El punto 90 de la Carta de Atenas proclama la resolución de los problemas urbanos a través del concurso de especialistas que acuden a la técnica moderna y la seguridad de la ciencia. Sin embargo, como lo ha demostrado las críticas, este postulado se encarga de exaltar el ego del planificador, como el único capaz de tomar decisiones sobre la ciudad. Descalifica a otros actores esenciales de la vida urbana, como los viandantes, para que estos planifiquen la ciudad. No reconoce, además, esa realidad que está implícita en los procesos urbanos; antes bien, planifica en contra de ella. Hall (1996: 250) señaló esto como el pecado de los corbusianos, que aquí podemos generalizar para todo el Movimiento Moderno: “la insensata arrogancia con la que se han impuesto sobre la gente, que no ha podido aceptarlos y que si bien se piensa, nunca se esperó que los aceptaran”.♦

Cristhian Giovanni Parrado Rodriguez

Cristhian es colaborador para Interference Channel

 

 

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