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FRIVOLIDAD Y TORMENTO EN LA DOLCE VITA DE FEDERICO FELLINI

¡Cuántas atrocidades cometemos con la máscara del refinamiento y la cultura!
KAKUZO OKAKURA, El libro del té.
Si nuestras convicciones nos parecen el fruto de una frívola demencia,
¿Cómo tolerar la pasión de los otros por sí mismos y su multiplicación
En la utopía de cada día?
E. M. CIORAN, Coalición contra la muerte.

 

Cuando se piensa en un cine abundante en improntas metafísicas y en construcciones reflexivas de alto vuelo, vienen a la cabeza nombres como Ingmar Bergman, con sus personajes atormentados y su paisaje nórdico evocador de melancolías, o en Andrei Tarkovski y su poética de la imagen y sus héroes meditabundos, o en Robert Bresson y su apasionamiento por las infamias que se ocultan detrás de toda trivialidad, o en Eric Rohmmer y los tormentos subjetivos
de ciertos intelectuales, e incluso en David Lynch y su debilidad por la deformidad o en Peter Greenaway y su inclinación por el barroquismo narrativo. Pocas veces se piensa en el nombre de Federico Fellini, tan cercano a la estética lúdica planteada hace ya más de un siglo por la
sabiduría del poeta Schiller, gran portavoz e ideólogo del romanticismo alemán, y cuyo lenguaje audiovisual muchas veces se acercó al onirismo típico del llamado realismo mágico, e incluso a los tópicos del surrealismo a través de ciertos guiños estéticos asaz próximos al arte de surrealistas como Magritte, como Delvaux o quizá como el mismo Jean Cocteau. Y es precisamente esta mixtura de crónica y onirismo, de trivialidad y hondura lo que comporta el
lenguaje único de Fellini, y es en ella donde radica la posibilidad de que su lenguaje audiovisual permita profundas reflexiones sobre la condición humana, sin tener que recurrir al diálogo atormentado, a las situaciones extremas o al decálogo metafísico interpolado en mitad de su narrativa. De ahí que no se le considere un filósofo, como a Bergman, ni un teólogo, como a Tarkovski, sino un poeta cuya lírica se aproxima, como es habitual en el mundo de la poesía, a
una metafísica latente que va más allá del planteamiento silogístico, la ontología obvia o la cláusula manifiesta. Sin lugar a dudas, el arte audiovisual de Federico Fellini, profundo como pocos, es uno de los mayores aportes a la historia del Arte y no solamente a la historia del cine,
historia en la que su nombre será recordado probablemente hasta el final de los tiempos. Y es precisamente su pasión por los altos vuelos líricos no ajenos de metafísica lo que Fellini,
convertido ya en una leyenda desde 1954, nos ofrece en su película La Dolce Vita, de 1960, la estética fundamental que lo caracteriza y en la que se alejó definitivamente de su anterior
estética neorrealista que, luego de casi 15 años de oficio por parte de sus colegas neorrealistas, se había desgastado lo suficiente como para que todos, Fellini en especial, deseasen lograr un nuevo lenguaje que incluyera personajes y situaciones cercanas al poco trivial mundo de los
sueños, las fantasías y el delirio, y no solamente al mundo de la cotidianidad y la monotonía de la vida diaria. Es así como en esta película Fellini, descubridor de que el mundo onírico también podía hacer parte de un cine que no abandone la ontología, elabora una crítica lúcida y mordaz a la alta sociedad italiana de ese entonces y, por extensión, a la sociedad occidental en general.
Dotado así con la lúdica, el sueño y la metáfora –las mejores armas del poeta-, Fellini se encargó de llevar varios pasos más allá las metafísicas implícitas que se acostumbran en el arte de los grandes.

Es así, con un trasfondo de profunda ontología vestida de poesía, como la Dolce Vita nos muestra el modo en que a los hombres, desenmascarados por el juez de nuestro propio reflejo operado en lo más profundo de nuestras conciencias, no nos quedará más rincón para escabullirnos de nosotros mismos que los oropeles de la frivolidad y las trivialidades de una vida vivida, cómodamente, en las fluctuaciones de la superficie. No obstante, son las imágenes de esa misma “superficie” lo que, paradoja entre paradojas, nos obligará a comprender el hecho, poco insubstancial, de que nuestra existencia apenas si tuvo lugar en la tramoya infame que
muchas veces comportan las pantomimas del mundo. Y, desde luego, nada mejor que una película sobre nuestras propias nimiedades, agigantadas por nuestro afán de miseria hasta las
proporciones del tormento, para ver mejor ese reflejo desde la distancia, pero proyectado en la gran pantalla a modo de segunda realidad. Así, viendo nuestra cotidianidad bajo la implacable mímica de semejante duplicación solo posible gracias al cinematógrafo, es como los hombres comprenderemos que nuestras horas en este mundo ajeno comportan una especie de oropel, una suerte de maquillaje que resplandece, como la flor más amarga de la soledad, sólo gracias al percal que importa todo antifaz: acostumbrados a vestir caretas con qué disimular la precariedad de nuestro mundo o la enajenación de nuestro espíritu (tales son las mejores armas de la publicidad) tarde o temprano habremos de experimentar el padecimiento que a todos nos traerá, de alguna manera poco grata, el inevitable descubrimiento de la levedad (no otro es el propósito de la famosa novela de Kundera perpetrada al respecto) con que muchos hemos
preferido vivir la vida para evitarnos la autodestructiva claridad de una lucidez poco grata que, sin embargo, habrá estado acechando nuestras sombras desde algún rincón de la eternidad para hacernos conscientes, con su naturaleza de espejo cuyas imágenes nada perdonan, de la desventura de nuestra condición humana: la de los únicos orangutanes melancólicos tan capaces de atormentarse por su propia soledad como de obsesionarse con la brevedad de su
duración en el tiempo y su insignificante posición en el espacio. Como si fuera un tribunal concebido por el cosmos para castigar la fácil vocación para los crímenes y la infamia con que gustamos engalanar el vacío de nuestros días, la mascarada con que nos hemos arrojado a construir el universo de contradicciones que día a día van depravando la cultura, acabará por revelarnos con su soliloquio la verdad de la que, como individuos encerrados en celdas invisibles pero inexpugnables –al mejor estilo de los lienzos de Francis Bacon-, de alguna manera todos buscamos escabullirnos para acabar ocultándonos en la clandestinidad de una vida frívola y
banal, sin atrevernos a comprender que incluso esa utopía de la futilidad que todos buscamos en los pasatiempos que nos brinda el mundo, terminará siendo solo el reflejo, el vano espejismo de una entelequia mediocre: la engañosa fantasía, así lo imaginó Kafka, producto de un nuevo nudo en el látigo de nuestros verdugos.
Esto es lo que, sin duda, hoy nos evocan las imágenes de Fellini: movilizados sobre la tierra como antropoides pensantes, adictos a la corbata que disfrutan ingresando datos en un computador solamente para perpetuar una civilización cuya esencia, la favorita del tirano, descansa en la búsqueda del poder y su inevitable relación con las categorías de la violencia, los hombres gustamos ejercer esa suerte de ímpetu como si fuera una especie de exvoto, de gravamen tributado para honrar con sus miserias el canibalismo de unos dioses tan pendencieros e irresponsables como nosotros, pobres gorilas tan capaces del crimen como de la devoción, y tan calculadores como lo permita su natural vocación para las conjuras. Así pareciera que nos divierte practicar el rigor de las conspiraciones tan sólo para no acabar sucumbiendo al embotamiento generalizado con que poco a poco la cultura naufraga en el tedio y en la facilidad de manipular la realidad desde el bostezo de nuestro sillón o desde el hastío de una oficina. Es así como, no lejos de la apariencia, en la mente de semejantes primates de la posmodernidad solo caben ideas que acusan una peligrosa inclinación por todo aquello que
refleje la destrucción en proceso a la que, con la desfachatez propia del déspota, todavía otorgamos el estatuto de “progreso”.
Surge entonces una pregunta: ¿buscamos la frivolidad para escapar del tedio de nosotros mismo mientras negamos nuestras posibilidades de trascendencia para convivir, como
chimpancés enjaulados que son adiestrados para imitar al hombre, en la tolerable cotidianidad de una existencia frívola? Frivolidades más, frivolidades menos, es esa la pregunta que Federico Fellini formula en su película de 1960, en cuyas imágenes de lúdica y surrealismo se elabora un retrato despiadado, pero exacto, de nuestra pasión por la liviandad concebida a manera de bálsamo, de placebo espiritual con que burlar el aburrimiento de un mundo cada vez más parecido a las mentiras que acostumbra la publicidad.
Me pregunto ¿cuál habría de ser la razón de semejante exhibicionismo y la necesidad del voyerismo respectivo? La respuesta de Fellini, a riesgo de comprometer la visión lúdica de su puesta en escena, no resulta demasiado optimista: nos acostumbramos a mentir a través de las imágenes, bien fuera como actores o como espectadores, para asegurar el éxito de cualquier campaña emprendida para saciar los vicios que consumen al hombre, para lucir sus frivolidades como el más preciado estandarte del desprecio y para exhibir nuestra banalidad regodeándonos en el espectáculo barato con que buscamos disfrazar, o atenuar, nuestra insignificancia en el
espacio y nuestra transitoriedad en el tiempo. Así, tal como lo veía Fellini, a cambio de no claudicar ante el olvido que implica toda existencia anónima y, digamos, decente, siempre
buscaremos perdurar en el tiempo o trascender en el mundo por ventura del escándalo, la conjura y las patrañas del vodevil: aunque sólo fuera para figurar en los rumores de las revistas o en los reportajes de la prensa sensacionalista, lograr la permanencia de nuestros estragos en el volátil decurso de la Historia Universal, me temo, es lo que en secreto ambiciona todo ser humano para evadirse de la desmemoria que importa el irreversible decurso del tiempo.
Pocas veces en la Historia del Cine se ha producido tal concatenación de obras maestras bajo el talento de un mismo hombre del mundo del arte. Pocas veces, también, nos hemos
enfrentado a cuestionamientos existenciales de tan profunda ontología que han logrado ser esbozados, empero, a partir de esa estética tanto lúdica como onírica que siempre supo explotar Fellini a lo largo y ancho de su trabajo como “creador de imágenes”, para recurrir al eufemismo con que acostumbraba autodefinirse Francis Bacon respecto a su oficio como pintor. Y fue a través de esta película como Fellini logró desenmascarar (o desmitificar) el extenso mundo de fastos y apariencia con que los hombres hemos ido vistiendo el mundillo de nuestras soberbias: la cómoda intelectualidad del burgués diletante es retratada aquí, paradójicamente, desde los mismos ángulos y con las mismas herramientas que se utilizan en la prensa amarilla para desenmascarar al mundo de la farándula y el jet-set. Se juntan así las caras opuestas de una misma realidad cuyas metáforas, o cuyas ficciones, retratan las manías y los pretextos que día a día inventamos para justificar el simple hecho de existir, pero que de inmediato se transformarán en la fantasmagoría pueril de nuestras imposturas.
De ahí el carácter contradictorio de Marcello Rubini, protagonista de la historia y a cuya vida nos entrometemos con el mismo voyerismo que él practica como reportero del jet-set, debatiéndose entre el mundo de la prensa sensacionalista y la búsqueda de las glorias literarias,
buscando, como mercenario de ambos oficios, la mejor manera de satisfacer sus anhelos de laurel e inmortalidad. Gran asalariado de la imagen ilícita, Marcello, como parásito que sobrevuela el mundo del espectáculo en busca de escándalos frescos y fotografías comprometedoras para el magazín medio fascista en que trabaja, gusta recurrir a las astucias y los trucos que suelen practicar esos cazadores de noticias que, no lejos de la extravagancia, buscan desenmascarar las payasadas que tanto fomentan las gentes del espectáculo, de las que él mismo, no obstante, hace parte penosamente culpable. Así también su compañero de oficio,
fotógrafo profesional más preocupado por escandalizar que por informar, sería capaz de cualquier villanía con tal de lograr una imagen lo suficientemente escandalosa como para vender miles de periódicos en un mismo día; de su nombre, Paparazzo, deriva el calificativo despectivo que hoy identifica a los de su irreverente jaez. Pobre e indeciso Marcello, desgarrado entre dos existencias opuestas aunque poco ajenas de dificultad: dedicar su alma y su tiempo a la consecución de las glorias trascendentes del arte o sucumbir al fasto transitorio que se preconiza en las glorias efímeras del espectáculo.
Sin lugar a dudas, Marcello representó el mejor vehículo para la sonrisa sardónica con que Fellini ridiculizó las pretensiones de la alta burguesía italiana: siempre a caballo entre las nimiedades de la farándula y el esnobismo de los intelectuales. Logrando tirar abajo sus máscaras con esa mordacidad tan propia de su estilo lúdico, que constantemente se movilizó
entre lo sublime, lo bello, lo extravagante o lo simplemente trivial, Fellini al fin alcanzó, con la brillantez de este filme, la definitiva cota de madurez que le permitió alinearse junto a los grandes del cine contemporáneo, convertido ya en un poeta y no simplemente en un cronista adicto al decálogo estético del neorrealismo. No obstante, aun sin haber abandonado del todo los recursos narrativos que permite la crónica, cara al neorrealismo, Fellini, a través de un manejo
magistral de los contrastes, logra describir las contradicciones de la sociedad cosmopolita italiana del modo más detallado posible, pero sin descuidar su nueva predilección por el onirismo y la lúdica, dos categorías consumadas en cada una de sus historias tanto como lo permita la
verosimilitud de sus argumentos o la lógica interior de sus peripecias. Así, de la hábil sucesión de estos contrastes, resulta la creación de un oxímoron en que, como herramienta concebida para suscitar paradojas, el sustantivo se califica con un adjetivo que lo contradice, pero que permite una dialéctica que conduce al relato a seguir adelante en medio de su propio delirar, eslabonando causas y efectos sin por ello menoscabar una nueva concepción estética que se zambulle, creo yo, en las aguas del llamado simbolismo francés, de cuyas estéticas nos habló Baudelaire y cuya imaginería alumbró a pintores como Puvis de Chavannes u Odilon Redon, ambos referencias directas e ineludibles en el cine simbólico que supo explotar la sabiduría audiovisual del ya maduro director que ahora nos ocupa.
Y, para dar forma humana a estética tan particular, Fellini recurrió a la atormentada invención de Marcello, concibiéndolo como un intelectual que se gana la vida (es aquí donde mejor funciona la clave del oxímoron) haciendo las veces de calumniador: resulta evidente que Marcello disfruta (tal es la esencia de todo impostor) haciendo parte activa de ese mundillo autocomplaciente que no se lamenta por perder el tiempo, mientras, invulnerable a toda manifestación de seriedad, se satisface en las excentricidades acostumbradas por una aristocracia decadente y una burguesía no del todo sincera a la hora de imitar a sus “modelos” de sangre azul. Marcello se convierte así, sobre todo gracias su predilección por el embuste, en el parásito ideal que, como rémora de otros parásitos, vive su vida validando los rumores que sabe construir su prensa para mantener con vida semejante simbiosis en la que portadores y parásitos se necesitan mutuamente para existir, deleitándose en esa economía del fraude y la mentira que muchas veces comporta la vida vivida con el frenesí de un vodevil. Y sin embargo, aun a pesar de su boyante éxito como cronista de la decadencia y el jet-set, Marcello no deja de experimentar el vacío y la inanidad a que conduce la apariencia en que suelen moverse las gentes de cualquier farándula; el mismo vacío que en algún momento, empero, padecieron los grandes intelectuales del siglo XIX y que perecieron cerca del heroísmo, la agonía o el suicidio: Byron, Hoffmann, Heine, Kleist, Wordsworth, Hölderlin, Goethe, Coleridge, Keats, Shelley, Schiller, Kierkegaard…
La mención de Kierkegaard en esta enumeración no ha sido gratuita. Tal entramado de contradicciones hábilmente manifestadas por Fellini en el personaje de Marcello, obliga a pensar en los tormentos de aquel danés fascinado por el pecado, el castigo y su relación con la teología: diestro filósofo de la angustia y preciso tratadista de la inanidad del hedonismo y los vacíos a que conducen ciertas formas del placer, Kierkegaard, gran poeta de la metafísica, supo elaborar una dialéctica del dolor que brillara con luz propia por fuera de los acartonados ámbitos del sistema y las regularidades que el silogismo estrechamente permite. Para confutar el insalvable estatismo de esas monotonías, en sus páginas se postulan los orígenes de un existencialismo que, a modo de ilustración poética o de ejemplo audiovisual, Fellini logró llevar a la pantalla sin caer en el discurso moralizante, el soliloquio intelectual o las pretensiones de falso pensador
acostumbrados por ciertas filosofías. Lejos de comportar un incomprensible tratado de ontología, Kierkegaard supo mantener con altura su actitud reflexiva pero, del mismo modo, esgrimida en contra de todo aquello que implicase una reflexión “sistemática” que impusiese a los individuos, con las deformaciones que implica toda dialéctica, una perspectiva sesgada o incompleta de la existencia humana y que, peor aún, acabase convirtiéndose en un subterfugio legítimo con que evitar, diferir o negar la elección y la responsabilidad al explicar la vida en términos de una aséptica y fría necesidad lógica. Para el filósofo danés, el callejón sin salida de esta equivocada postura ontológica reiterada por Hegel resultaba evidente, y su aplicación en la vida cotidiana, negligente, nociva y, por demás, absurda. Kierkegaard sabía, además, que los individuos crean su propia naturaleza a través de la libre elección, del libre albedrío que debería poder realizarse
sin ningún tipo de concesiones o de sumisiones a pretendidas normas universales y objetivas como las que se preconiza en muchas ontologías. La validez de una auténtica elección, según la idea de Kierkegaard, puede determinarse tan sólo de una forma irrefutablemente subjetiva. Y es la lucha por esta elección (por la libertad de esta elección) lo que Fellini nos mostró con sabiduría en su Dolce Vita: en las páginas de Kierkegaard, reflejadas con buena poesía en las imágenes
de esta película, se postulan tres estados del alma: tres esferas o ámbitos de la existencia entre los que puede escoger el individuo, con total libertad, para así afirmarse en su destino. La experimentación en secuencia de las dos primeras, sería el requisito fundamental para acceder a la tercera. Semejante tránsito metafísico concebido por el filósofo de menos a más, buscaría el logro de una evolución espiritual nada despreciable a la que todo ser humana debería aspirar, si
lo que se desea, o lo que se sueña, es arribar al reino de los cielos, fundirse en el nirvana o resucitar en las carnes de un bodhisattva.
He aquí las tres fases o estadios del alma según las páginas de Kierkegaard: el estadio estético, el estadio ético, y, por último, el estadio religioso. En uno de sus primeros volúmenes considerados fundamentales en su obra, Kierkegaard describió las primeras dos esferas como una especie de tensión entre dos ímpetus opuestos, concebidos a modo de camino: el camino estético comportaría una vida vivida en medio de un hedonismo refinado (Oscar Wilde lo encarnó
mejor que nadie) cuya meta consiste en la búsqueda del placer, el cultivo de la apariencia y las formalidades que informan toda cortesía. El individuo que escoge este camino busca, en un esfuerzo por apartarse del tedio, la monotonía y el aburrimiento, la variedad y la novedad que día a día puedan transfigurar la superficie, pero que, por tal motivo, obligan al inevitable enfrentamiento del sibarita con el hastío y la desesperación. En el camino ético, en cambio, el azar se ve organizado por un intenso y apasionado compromiso para con el ethos, el deber ser de las obligaciones sociales que conciernen a una determinada sociedad o a un individuo
específico. En sus obras de madurez, sin embargo, Kierkegaard percibe el vacío de este sometimiento al deber del ethos como una pérdida, como una difuminación de la responsabilidad individual sometida a un mero “canon”, a un simple patrón o a un puro código de comportamiento
considerado culto y, tal vez, secundado por la hipocresía. Para eliminar tal contradicción, Kierkegaard dio un paso más allá en su teología de la desesperación para proponer un tercer
camino: el religioso, en el que el individuo se somete a la voluntad de Dios en la que, al hacerlo, encuentra la auténtica libertad (¿?). Es la tensión entre estos tres estados lo que, a fuerza de evitarlos en la búsqueda del placer, moviliza las acciones de los personajes de la Doce Vita, sumidos en un conflicto existencial que va más allá de lo simplemente afectivo, ontológico o moral: es el conflicto de verse a sí mismos acechados por todo aquello que resplandece como el
oro, pero cuya substancia, la misma de lo aparente, no va más allá de una sola entelequia: de una quimera conque apenas se puede maquillar el enorme vacío que comporta la realidad última del hombre, la nada profunda que lo acecha, como la náusea de Sartre, desde los confines más oscuros de sus propios pensamientos.

Resulta evidente que en la película de Fellini no es solo Marcello quien se encuentra a merced de semejante tensión: todos sus personajes, en mayor o menor medida, se encuentran al borde del abismo que para todos comporta una vida vivida sin más objeto que los deleites que nos son permitidos por ciertas fruiciones del tiempo libre: incluyendo a los amigos más ecuánimes e intelectuales de Marcello, el naufragio en la desesperación y en el sentimiento de la
nada parece abrumarlos a todos, aun cuando tales placeres de alguna manera impliquen la llamada alta cultura que suele fomentarse, con sofisticadísimo hedonismo, en el mundo que
tanto disfrutan presidir las élites. Caricaturizando así (exorcizando así, quiero decir) la cultura de la alta burguesía italiana, Fellini pareciera querer gritarnos junto con Kierkegaard: ¡cuánta vaciedad, farsa e hipocresía parece arrastrarse en la vida pública de los más afortunados, que
gozan de los privilegios del mundo mientras su decadencia fuertemente los devora con todo el hambre y el furor de su vigorosa avidez de materia, poder y fingimiento! Aun así, la entrañable filosofía de Kierkegaard planteó que el ejercicio de entregarse a las gozosas voluptuosidades del orbe, sin ningún tipo de miramiento, límite o restricción, sólo puede provocar en el alma de los hombres la inevitable presencia de la fragilidad con que están construidos nuestros días, manifestada ya con espejismo y fiebre en los reflejos con que la cultura suele disfrazar, a través del laberinto de sus pantomimas, nuestro temor a los muertos y la muerte: no queremos morir, ni tampoco queremos pensar demasiado en que podemos hacerlo en cualquier momento. Creo, sin
embargo, que tal vez sea precisamente porque todos sabemos que vamos a morir, que somos capaces de entregarnos con furia sitibunda y marginal a los mayores desenfrenos o a los peores hábitos sin que tengamos (o sin que finjamos) demasiados pudores de ninguna especie; aun así, según lo propuso Kierkegaard, agitándose sus mentes en este estadio particularmente venenoso y superficial de la fase estética, los hombres tampoco parecieran poder evitar la creciente ansiedad que los hace padecer en cuerpo y alma el sinsentido de todo lo que hacemos por lograr los más efímeros y volátiles instantes de placer, tal como el mismo filósofo danés lo experimentó durante su juventud: instantes que resultan tan abrasadores y voluptuosos que nos hacen olvidar, durante breves minutos de felicidad, la idea de que los hombres hemos nacido para podrirnos en el tiempo y el espacio con el vértigo propio de los bordes, hasta acabar yaciendo en la oscura plenitud de los sepulcros.
Y mientras los escritos de nuestro protagonista se debaten entre sus páginas de crónica pueril y las de su verdadera obra literaria, el exutorio abierto de sus llagas pareciera más y más
infecto a cada instante; su matrimonio, por ejemplo, parece desarrollarse bajo los habituales tormentos del desequilibrio que muchas veces comporta la vida en pareja: atestiguamos
entonces como la fase estética estaría corroyendo la enfermiza relación sentimental que Marcello mantiene con su mujer. Ella irradia sinceridad cada vez que le confiesa amarle hasta los huesos; pero él, en cambio, pareciera apenas haberlo notado, sin concederle nunca mayor importancia a los sentimientos encontrados de su esposa: para Marcello resulta más importante la inestable superficialidad de su universo construido alrededor de su oficio como reportero de la
farándula y el jet-set, que la necesidades afectivas que atribulan a su cónyuge. En una de las escenas que ella, solitaria y deprimida, protagoniza en medio de un afiebrado sentimiento de ausencia, intenta el suicidio, logrando, no obstante, ser rescatada a último momento por Marcello. Ella alcanza así, por el momento, cierta victoria, pírrica en todo caso, ya que la arrogancia intelectual de su marido continúa despreciando su cariño de consorte, mientras su amor por ella es cada vez más eclipsado por la atractiva sombra de ese mundo de frivolidades que él no puede, o no quiere, obligarse a trascender.
Sin embargo, en medio de su muy bien disimulada angustia, Marcello contaría con un compañero espiritual (acaso el único), de nombre Steiner, que parece haber logrado todo lo que nuestro protagonista habría soñado con alcanzar: una carrera exitosa y triunfal; una esposa hermosa e inteligente; unos hijos maravillosos y amorosos que ambos, con juiciosa disciplina, se dedican a criar en la lujosa comodidad de su apartamento. Comparando la vida de los dos amigos, sus diferencias se nos antojan pronunciadas y radicales casi hasta el delirio: a diferencia de Marcello, Steiner ha logrado forjarse una exitosa vida de intelectual comprometido con su
propia intelectualidad, sin que podamos sospechar las fisuras que, secretamente, su universo desde luego también esconde. Se trata de un intelectual por completo comprometido con sus
principios éticos, entre los que habría de contarse el no haberse rebajado nunca, como Marcello, a profesar el oficio de las delaciones periodísticas con cuyos venenos azota a todo aquel que cometa cualquier error (nimio, significativo o quizá solamente mediocre) en el mundo atroz de la
farándula. En otra escena igualmente significativa, Steiner le reprocha a su amigo el no preocuparse por perder su tiempo escribiendo sandeces para un periódico medio fascista que
disfruta distrayendo a su público a través de una particular dialéctica del escándalo y la crónica amarillista. Y es precisamente ese reproche, lo que termina por detonar la amarga crisis de Marcello, e incluso la de su buen amigo Steiner: comienza a existir así para Marcello una especie
de postura existencial bifronte, digamos, hipócrita, como una sombra con dos caras cuyo lado oculto es, precisamente, lo que más atormenta su vida interior, con pensamientos y
animosidades lo suficientemente oscuros y pesados como para hacer naufragar al alma de cualquiera. Así el laberinto de sus torturas pasaría a ser el perfecto conocimiento de estar
perdiendo su vida mientras ocupa sus horas en una actividad lucrativa, pero perfectamente fútil, pasajera y falaz; entonces se hace consciente (penosamente consciente) de haber alquilado su vida para ganarse el pan trabajando con laboriosidad en una suerte de motor, de dudosa orientación política, y que funciona a base de esparcir mentiras, rumores y demás imposturas folletinescas puestas al día a punta de excitar, y ensanchar, la parte más hipócrita del ser humano.
Aun así, tal y como le acontece a Marcello en su vida pública como timador e incansable fabricante de noticias, el buen amigo Steiner también estaría siendo atormentado en lo profundo por un secreto íntimo y, al parecer, inconfesable: un secreto que le abruma y le tortura, minando en silencio la serenidad de su aristocrático modo de vivir. Casi podría decirse (como él mismo en cierto momento lo confiesa) que la paz calculada y previsora de su mundo civilizado en realidad
le aterra, incluso le fastidia, persiguiéndole con sus fantasmas como solo el aliento cancerígeno de las Furias persiguen al poseso. ¡Pobre y lúcido Steiner!, exclama en silencio la perplejidad del espectador: entendemos así que es un alma privilegiada, pero que sin embargo se ve corroída por las dudas que para él comporta la perfecta simetría de su propia máscara, así como por la presencia sedienta que la muerte suele manifestar durante las cavilaciones que a todos nos
traen ciertas formas del insomnio: cavilaciones irrevocables que parecen brotar de su atareada mente de intelectual comprometido con la entelequia casi matemática de su propia sinceridad.
Metáfora afortunada nos parece también la famosa imagen de las aguas que brotan de cierto manantial de mármol blanco cuyas esculturas, símbolo de la eternidad, acompañan la
escena en que Marcello se ve acompañado por la transitoria compañía de la diva de turno que para Fellini encarnaría la irresistible Anita Eckberg quien, con su personaje recién llegado desde Hollywood, se encarga de inflamar en su acompañante el efímero fuego fatuo a que todos nos
conduce el irresistible viento del deseo. Comprendemos así que Marcello, demasiado viejo para escoger y demasiado joven para perder, no deja de regodearse en su decadente devoción por todo aquello que muere con la aurora: se deja llevar así por un universo que gira, o parece girar, sobre los goznes de las falsedades que día a día el hombre inventa para hacerse más soportable su ínfima existencia sobre la Tierra. Sabemos, o, más peligrosamente aún, creemos saber que esa misma tierra habrá de estallar algún día en las brasas del infierno cuando sobre nosotros (o eso parecía pensar el Kierkegaard como teólogo) se precipite el irreversible día del Juicio Final,
llevándose con la corriente de sus aguas el descaro de nuestras más perturbadoras fantasías de poetas callejeros que sueñan con la Eternidad de un mundo superior que, empero, nos fue
prohibido ya desde las épocas de Adán.

Comprendemos así que la evolución experimentada por Marcello a través de su angustia (querámoslo o no, la angustia también es susceptible de fomentar evoluciones) puede describirse ontológicamente si usurpamos ciertas ideas, ciertas reflexiones descubiertas (o “inventadas”, pues toda filosofía es una gloria de la invención) por el más brillante opositor que tuvo Hegel allende las fronteras boreales del mundo europeo. Para Kierkegaard, la angustia que experimenta todo sibarita entregado a los goces de la fase estética tendría, no obstante, una perspectiva terapéutica y benigna, puesto que es a través del decurso de sus angustias como el hombre acaba por experimentar deseos de elevarse, de trascender más allá del objeto de su deseo, su desazón o su dolor. Es entonces cuando el hombre está ya libre para transitar a la fase superior nombrada por el filósofo danés como el estadio ético, fase en la cual las experiencias acumuladas habrían de conducirnos a apelar por cierta disciplina vital del comportamiento que habrá de cristalizarse bajo la forma de un código ético, de un ethos cuyo carácter puede ser colectivo o individual y que debería ser, forzosamente, el fruto de un acalorado proceso introspectivo acaso tan dialéctico como la historiografía de Hegel, pero tan
humano como las parábolas de Kierkegaard. Surgiría así, desde lo más profundo de nuestra subjetividad, la autenticidad de nuestro verdadero rostro de personas y no nuestra bruñida careta de autómatas. Pero para todo espectador que disfruta esta película comporta una evidencia el hecho de que Marcello, según Fellini lo imaginó, estaría bastante lejos de ser un hombre ético o tan siquiera mínimamente moral, cosa que, en cambio, sí podemos imaginar de su amigo Steiner, cuando menos antes de que ambos experimenten la crisis a que sin lugar a dudas
Fellini, con la infamia típica de los guionistas, habrá de someterlos hasta el final de su vida prestada por el cinematógrafo. Como demostración de semejante estado de ánimo, podría volver a citarse el desfachatado desafecto que Marcello profesa hacia su pareja y, además, la facilidad
con que suele enamorarse de mujeres que sin duda le atraen más allá de su mera condición de damas encantadoras. Aun así, podemos hablar en favor de Marcello y reconocer que, a su vez, estaría lejos de ser nada más que un impostor. Y aunque sabemos que es mucho más que un simple oportunista que funge como reportero de la jarana decadente y la opereta mediocre, su caprichosa voluntad de vivir en el placer no deja de impacientarnos, obligándonos a desear la pronta liberación de sus apetitos y la aniquilación de sus incertidumbres. Es, sin lugar a dudas, la mejor representación del hombre que lucha con constancia y fervor por lograr encontrarse a sí mismo en medio de las evanescentes fantasmagorías de un mundo que él mismo sabe embustero, decadente y transitorio. Peor todavía: dudas similares pueden detectarse en las angustias secretas que parecen acosar a su amigo Steiner. Tanto el uno como el otro sólo sienten paz, según Marcello lo confiesa, cuando se juntan en la casa de Steiner para celebrar su amistad en medio de una visita nutrida por las más notorias intelectualidades de su estrecho círculo de amistades. Pero es en esas mismas reuniones donde también alcanzamos a percibir cómo estarían filtrándose, por entre las fisuras metafísicas de su universo erudito y organizado, los aires fríos que nos acechan desde el vacío exterior del Universo.
Escenas en que semejante estado de caos emocional finalmente explota, también nos son provistas por la agudeza audiovisual de Fellini: en una particular noche de ansiedad, Marcello, no soportando más la furia acumulada detrás de sus fantasmas y sus imposturas, revienta de ira contra su pareja: confiesa entonces las intolerables verdades que tanto han atormentado su alma desde que la duda metafísica se instaló en el laberinto de su espíritu. En ese instante su desesperación crece y su angustia lo devasta: insulta a su mujer con la infamia acostumbrada en la vida en pareja, y la acusa de querer convertirlo en un gusanillo pedestre que sólo sirva para
amancebarla y criar a los hijos que ella tanto le quiere dar. Comprendemos que Marcello parece haber disfrutado demasiado de las voluptuosidades de un mundo hipócrita y hambriento, incapacitándose para vivir al margen de las incesantes mascaradas que a diario disfraza el mundo de la dolce vita. Comprendemos también que Marcello parece necesitar con ímpetu, como si fuera un drogadicto que necesita de sus narcóticos, la pantomima y el maquillaje de sus propios delirios concebidos para nutrir su superficie, en busca de, digamos, seguir tolerando la insensatez con que nos hemos fabricado el mundo. Sabemos que sueña con la gloria; pero también sabemos que ya no es capaz de discernir entre la gloria postiza del espectáculo y la gloria auténtica del arte, ésta última desde luego bastante más difícil de lograr. Atormentado por el espectro de sus propias contradicciones, en un arrebato de locura en que su ego puede más que su razón, Marcello abandona a su pareja en una calle cualquiera de las afueras de Roma, luego de haberla bajado a empellones de su auto para luego dejarla en medio de la nada durante
toda la noche y dispuesto, como todos en algún momento, a no volver nunca más. Es en ese momento cuando ella, bastante más ética que él, toma una decisión que nos sorprende: como ella lo ama de verdad y lo conoce mucho mejor de lo que él se conoce a sí mismo, sabe que tarde o temprano volverá: por eso lo espera mientras fuma, cigarrillo tras cigarrillo, hasta que, en efecto, cerca del amanecer él regresa para llevarla de vuelta a la casa que siempre ha sido de
los dos. Percibimos entonces, al fin, que Marcello da su primer paso hacia el estadio ético mientras lo vemos dormir plácidamente junto a la mujer que lo ama de verdad. Pero es en ese momento, empero, cuando acontece lo innombrable: Marcello es despertado de su sueño de amor para recibir por teléfono noticias recientes de su amigo Steiner; malas noticias, por supuesto. Al parecer, el temor y el temblor de que hablaba Kierkegaard, reverberaba poderosamente en el alma luminosa de Steiner quien, consumido por un secreto y violento desasosiego interior, habría sido cegado por la oscura luminosidad (si el oxímoron es tolerable) que parecía emanar de su propio pánico con frenesí por una existencia predecible, milimétrica, organizada, infinitamente aburrida: el caos que agobia a Marcello, no era el mismo orden existencial que abrumaba a Steiner. En la siguiente escena nos enteramos de un acto sin duda fatal: en medio del delirante furor de su propio abismo metafísico, Steiner acabó por asesinar a
sus hijos para después perforarse el cráneo con el mismo revólver que usó para borrar a su progenie: la pesadilla secreta de Steiner ha concluido con la pasión propia de ciertas
incertidumbres. Tal vez sólo tenía miedo de sí mismo, comentaría Marcello con desesperanza, intentando buscar un motivo tolerable para la atroz decisión de su amigo; decisión que ha segado la vida de tantos individuos que sin embargo parecían haber alcanzado la plenitud de sus horas más felices en el mundo.
Vislumbramos así que las contradicciones y demás formas de la aporía son propias e inmanentes a la pérfida naturaleza del hombre, teniendo los descendientes de Caín una reiterada predilección por las paradojas: es por eso que Marcello, luego de la trágica desaparición de su amigo Steiner, decide renunciar al periodismo mercenario de la frivolidad y el
engaño, sólo para convertirse (y aquí radica el núcleo de su mayor contradicción) en agente publicitario de los mismos artistas que antes gozaba en desenmascarar; debemos adivinar que Marcello se ha negado a sí mismo la oportunidad de transitar hacia el tercer estadio propuesto por las páginas de Kierkegaard: es decir, se niega la oportunidad de liberar su ego y acceder a la individualidad más íntima de su propio ser (los jungianos la llaman el sí mismo) y en la cual, a través de la renunciación a las frivolidades y de la superación de las limitaciones que la realidad cotidianamente nos impone, habría de accederse a lo trascendente y, por extensión, a la
verdadera individualidad de un hombre arquetípico y “sintonizado” (la palabreja es de Timothy Leary) con el resto del Universo. A pesar de haber abandonado la parodia de un oficio que todos sabían impostor, Marcello ha decidido permanecer leal a las dulces mentiras que suelen referirse
los devotos de la dolce vita: es decir, ha preferido la vanidad de un universo narcisista y ególatra, ha preferido el sopor de sus propias imposturas y ha preferido solazarse en la fría
vaciedad de ciertos abismos.
Ahora, en la última escena de su película, Fellini nos muestra a un taciturno y abatido Marcello que, aunque distante, no vaciló en sumarse al naufragio metafísico de una especie de
orgía compartida con sus secuaces de la noche, y en la que él, ebrio y desinhibido por efecto del alcohol, se satisface vertiendo los fantasmas de su propia frustración sobre sus compañeros de jarana, insultándolos a través de las hirientes y amargas palabras de que habitualmente es capaz toda persona consumida por la embriaguez, desfogándose con ellos casi como si en lo secreto buscase el desprecio de sus contertulios para lograr alguna especie de liberación o de catarsis a través del ultraje, la borrachera y el rencor. Pero la noche termina para Marcello y sus seguidores, llevándose consigo la magia y la ficción que comporta su voluptuosidad: a lo lejos se perciben las primeras luces de la aurora. Ya no es prudente proseguir con las fantasmagorías y los oropeles de la noche: es ahora cuando surgen las oblongas mascaradas del día. Los
condiscípulos de Marcello ahora se dispersan mientras caminan hacia la playa, cautivados por un imprevisto suceso que les ha traído las luces del alba: unos pescadores han llevado hasta la costa el cadáver de una manta que se ha enredado en sus atarrayas. ¿Simboliza esta manta muerta la muerte interior de Marcello? Mientras Marcello contempla la manta con cierto sobrecogimiento, desde la distancia es saludado por una jovencita quien, a través de gesticular
un monólogo de señas que nuestro personaje no logra, o no quiere, comprender, busca preguntarle si todavía le gusta escribir. Ella, habiéndolo atendido en su restaurante unos días
atrás mientras él se peleaba con las palabras en un intento por lograr una buena página, desea invitarlo a que de nuevo visite su local para que pueda escribir allí con tranquilidad. Habiendo descifrado secretamente lo que la joven le pregunta, la actitud de Marcello nos permite presentir que ha decidido no dar tregua a su amanerada desobediencia de cabaret, y, con un ademán tímido y gracioso de su mano izquierda y una profunda nostalgia rubricándole el rostro, se despide da la jovencita para alejarse en compañía de sus cómplices de algarabía, apartándose de la inocencia natural del hombre para refugiarse, con poca o ninguna suerte, en la cultura
artificial de un mundo decadente, fabricado por la halagadoras y fantasmagóricas imágenes de la superficie: la vida de las imposturas y los reflejos de una gloria embustera que se desvanece día a día cuando arriban al cielo las primeras luces de la aurora: ha caído la máscara, pero el hábito continúa en pie.
Una vez más, el hombre ha sido derrotado por sus propios delirios de grandeza y por la infinita concatenación de todos sus estragos.

Octubre de 2006

 

 

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