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El imperfecto relato del silencio.

Capítulo II.

Su paseo por el camposanto comenzó como un deleitable deambular entre las tumbas, imaginándose que transitaba entre la confusa eternidad de un laberinto minoico: erró entre los mausoleos como si en realidad estuviese paseando por el Jardín de Luxemburgo, conduciéndose con la misma complacencia que solía embargarlo en ese parque cada vez que lograba un proyecto respetable o un boceto sobresaliente. Tal como solía hacerlo en aquel jardín, no siguió una ruta; sólo se dejó guiar por el instinto o por el curioso decorado de las tumbas: le parecía increíble que los hombres invirtieran tanto tiempo y tanto dinero en la postrer decoración de sus sepulcros; lo llenaba de perplejidad el hecho de que muchos de los escultores y los arquitectos que más admiraba (Kirchner, Barlach, el utópico Bruno Taut) ya estuvieran muertos y que se encontrasen de aquel lado oscuro de las ciudades cuyos laberintos crecían entre las sombras, los panteones y demás manifestaciones de esa extraña mezcla de olvido y remembranza que comporta una tumba. Se extravió así entre los callejones del camposanto mientras buscaba encontrar una de tumba en particular; una levantada cerca del centro y que le había llamado poderosamente la atención desde sus épocas en la facultad. El sepulcro, estilizado por una arquitectura al mejor estilo del barroco francés, exhibía una serie de esculturas sugestivas e inquietantes que parecían haber sido modeladas para una película de ultratumba: en la pared occidental de la cripta, por ejemplo, se alzaba una escultura de tamaño real, tallada en blanquísimo mármol de Carrara, y que representaba a un moribundo o a un enfermo cubierto por una sábana y que parecía caminar dando tumbos por culpa de la fiebre, haciendo un esfuerzo por mantenerse erguido mientras penosamente se sostenía, o se colgaba, de uno de los ventanucos con forma de celosía; de un escalofriante realismo, los pliegues de la sábana y la postura del moribundo sólo podían producir terror de tan convincentes y veristas que eran. Es decir, de noche no se podría distinguir si se trataba de una buena imagen o de un moribundo real. Extrañamente, luego de haber vagado largo tiempo alrededor del centro, De Bourgeois no pudo encontrar la tumba: frustrado, de nuevo se sintió impotente, por completo a merced de su incapacidad para recuperar la inspiración y de su frecuente pesimismo que, al parecer, también estaba prohibiéndole tener algo de suerte.

Cansado de ir y venir por las bifurcaciones sin encontrar lo que buscaba, se sentó entre dos mausoleos que de muchas maneras le recordaban la arquitectura de su hogar paterno. Angustiado, perplejo, tal vez exhausto, enseguida el pintor experimentó sus habituales ganas de fumar entre las tumbas. Sacó su pipa de nogal y colmó la cazoleta con la picadura de clavo y manzana que siempre le traía su madre cuando lo visitaba cada quince días en su buhardilla, y que él gustaba aderezar con una buena cantidad de opio sin cortar que conseguía en las esquinas del barrio tailandés. Disfrutaba mucho el paraíso artificial que le traía su pasión por el jugo de la amapola: sentía que su creatividad se abría, que se amplificaba o se expandía con cada nueva bocanada de ese humo embriagador. Hurgó infructuosamente entre sus bolsillos, buscando el encendedor que también había heredado de su tatarabuelo, creyendo haberlo olvidado sobre la mesa del ajedrez. Decidió ponerse de nuevo en marcha y buscar a alguien que pudiese proporcionarle una cerilla; cuando estuvo de pie y se giró por accidente, su mirada se clavó en un detalle ínfimo que le había traído la oblicua luminosidad de las cuatro en punto: un golpe de luz más o menos cálido que caía justo sobre una de las lápidas, en ese momento atrajo poderosamente su atención. La lápida en cuestión había sido decorada con una esmerada reproducción de la famosa Pietá de Miguel Ángel y en cuyo rostro dolorido de la Virgen (idéntico al de la escultura original) de inmediato le recordó la imagen que siempre dibujaba el rostro de Marie en el retrato de su pesadilla. Mejor aún: bajo las luces de la tarde, le pareció que se trataba ya no de la imagen de una mujer en específico, sino del prototipo, del modelo divino con que le había bastado a los dioses para esculpir con él, o con su símbolo, el rostro ideal de la Primera Mujer y que, a su vez, también se reflejaba en el sucedáneo rostro de Marie. No era una semejanza mediocre, pensó: era la exacta duplicación de ese rostro arquetípico operada sobre el espejo irrefutable de la eternidad.

Las intolerables ganas de fumar lo sacaron de su trance. De Bourgeois caminó un poco y luego se acercó a uno de los sepultureros que en ese momento desyerbaba una de las tumbas mientras fumaba; el obrero le ofreció un par de cerillas y luego el pintor retornó al sepulcro de su epifanía. Después, estando ya de nuevo frente al sepulcro y sin dejar de admirar la réplica de la escultura, encendió su pipa y luego se sentó a contemplar la imagen de su iluminación; la estudió con máximo detalle, observándola a través de las mágicas circunvoluciones del humo azul que manaba de su picadura: mirando la réplica como si en realidad estuviera frente a la auténtica Pietá, sintió un extraño vértigo cercano a las fiebres que fomentan el delirio. Fue como si de golpe hubiera comenzado a experimentar una suerte de alucinación o de arrebato místico bajo la forma de una nada trivial experiencia estética. Enseguida Georges sacó sus instrumentos de dibujo y comenzó a tirar líneas en las hojas de su cuadernillo de apuntes. Esforzándose por lograr un boceto decente, imaginó todas las posibles variaciones que deberían permitirle reproducir sobre el lienzo la imagen de ese arquetipo que ahora, contemplando esa lápida bajo las luces de la tarde, estaba otorgándole la clave con qué resolver el juego de luces y sombras que debería darle vida a su retrato de Marie.

En seguida pasó a figurarse ese rostro desde todos los ángulos posibles y bajo todas las sombras que fuesen necesarias; incorporó un velo negro calado casi hasta la frente de Marie para neutralizar el resplandor de su cabello rubio; creyó que para la cabal expresión de su particular timidez, podría usurpar la sonrisa con que Leonardo inmortalizó a su Gioconda; concibió una cuidadosa ordenación de los ritmos y diseñó cuidadosamente el movimiento ascendente de la composición; imaginó una estructura triangular al estilo de Andrea del Sarto y pensó en recurrir a ciertos ardides geométricos de Cézanne; planificó rigurosamente la combinación de luces y sombras al estilo tenebrista de Caravaggio y luego concluyó que sería conveniente iluminar la escena utilizando nada más que un par de velas, al mejor estilo de La Tour. Por último, se figuró una compleja red de laberintos en miniatura para que, en el iris de los ojos de Marie, se reflejase su compleja y serena intelectualidad. Casi al final de su trabajo, confirmó que no podría faltar el símbolo esotérico del ajedrez: nada mejor que la secreta geometría de ese juego inmemorial para expresar la profunda inteligencia cósmica que de algún modo lo unía a la imagen de su retratada. Imaginándolas con detalle, trató de agotar todas las posibles posiciones de las piezas: alfiles atacados por las torres; caballos defendidos por peones; peones obstruyendo el avance de los alfiles; caballos acechándose entre sí; enroques para evitar jaques efectuados por las damas…

Después, imaginándose a sí mismo encerrado en su buhardilla durante las labores que habría de cumplir para formular la nueva versión de su retrato, vivió centenares de veces esa elaboración mientras fumaba su mezcla de opio y picadura: vislumbró cada uno de los movimientos de su mano derecha, cada una de sus pinceladas, cada una de las cicatrices de su espátula, cada uno de los difuminados y cada una de las pastosas manchas de pintura blanca con que habría de realzar las luces. Incluso llegó a figurarse con minuciosidad la forma y el color que tendrían las manchas de pigmento y trementina en su blanca bata de pintor. Sin embargo, al terminar su rápido boceto sintió que algo muy en lo profundo seguía sin cristalizar: algo que le daba a su boceto la sensación de ser sólo una falsa postulación de la realidad, una mera falacia añadida al mundo y no una auténtica reinvención del mundo. El pintor entendió que al retrato de Marie seguía faltándole el espíritu: no dejaba de parecerle un mero simulacro, la precaria imitación de una realidad cuya mediocre transcripción pictórica estaba ya demasiado trajinada por el hábito, la emulación, el tedio, la completa historia del arte. Por enésima vez, De Bourgeois sintió que la ausencia de su musa de algún modo implicaba su propia inexistencia como ser humano y, por tanto, su completa inutilidad como pintor.

Aun así, el hecho ínfimo de haber logrado delinear con precisión el estudio de un proyecto más o menos decente, le permitió a De Bourgeois, ya bien entrada la noche, abandonar el cementerio en paz consigo mismo y respirando con tranquilidad. Después, fascinado por la perfección de su boceto, veló en su buhardilla desde la media noche hasta las primeras luces del alba, sin dejar de contemplar el refinamiento de sus líneas más tarde amplificadas por la luz de la mañana. Así el sol ya estaba en lo alto cuando el pintor, agotado por la intensidad de su jornada, se derrumbó sobre su cama con la ropa todavía puesta, dejándose llevar por el decurso de imágenes y anhelos que siempre preceden al momento de dormir: visiones de ríos, de sombras, de muchedumbres, de barricadas, de rebeldes, de nubes y de sepulcros cruzaron por su mente mientras esperaba que lo venciese el sueño. Consumido por un cansancio que parecía supremo, casi enseguida Georges se borró del mundo, entregándose a un descanso que parecía tan profundo como la misma muerte mientras por última vez veía en su mente el rostro impoluto de Marie.

Nicolás Urueta Escobar.

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