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El atropello de la ficción




Tengo años estudiando los vericuetos de la crítica literaria, sobre todo los que se refieren a los mecanismos de la ficción, para llegar a la inevitable conclusión de que esta última es la única posibilidad desde la cual hacer análisis sobre los distintos  escenarios  de esta realidad tan variopinta como complicada en la que vivimos. La razón es sencilla: La ficción tiene una lógica que pareciendo complicada es bastante simple pues solo debe ser llevada por pasos lógicos para poder ser tomada como posible dentro de cualquier relato. En cambio la realidad no tiene explicación lógica ni inmediata, así nos encontramos con personajes históricos como Simón Bolívar a quien la “realidad” de la documentación oficial (léase historia) presentan casi como un monje zen dedicado a la guerra, sin los rasgos espantosos de quien toma decisiones de vida y muerte; un humano que en la eterna zozobra de la guerra se mantienen incólume. Cuando menos esa es la versión oficial en Venezuela desde que tengo uso de razón, ese constante bombardeo de una realidad oficial ha logrado lanzar al terreno de la ficción el trabajo de historiadores prestigiosos que demuestran que muy al contrario del panteón oficial, Bolívar fue un hombre de su tiempo que dejó su simiente regada por todo el continente, que cometió atrocidades como el decreto de guerra a muerte cuyo contenido es muy similar a la solución final de Hitler con el asunto judío, hasta dejaron al descubierto como ese hombre fabricó héroes de guerra como Antonio Ricaurte, a quien la ficción oficial lo ubica volando un polvorín como medida para evitar que caiga en manos del enemigo pero que historiadores serios de su época , testigos presenciales como el general Perú De La Croix cuentan que si bien el general colombiano murió en combate, Bolívar decide esconder su cuerpo y publicar que muere en el polvorín para fabricar un mito que suavice las relaciones entre la oficialidad criolla y la neogranadina.

La moraleja de esta historia es que debemos desconfiar de todo lo  aparentemente evidente, por lo general la realidad no deja espacios para la ilación lógica que necesitaría la ficción y que esta necesariamente ofrecería para que gane validez. Sin embargo no hay que ser muy rebuscados para encontrar símiles en nuestra cotidianidad, si bien Venezuela es un territorio donde la realidad tiene cotas que para quienes viven en países menos asalvajados pertenecen a la exageración por creerlas imposibles , la pandemia del coronavirus ha logrado que nuestra situación realice un salto cuántico que hace apenas seis meses cualquier ciudadano, por muy bien informado que fuese, hubiese negado la posibilidad de tales escenarios , tanto así que he dejado de mirar con rencor a los pastores evangélicos que  tienen desde hace años  fijación con el tema apocalíptico para comenzar a preguntar si el equivocado no soy yo, que ni siquiera tengo la intención de buscar la salvación en caso de que el señor (o señora) tengan razón, pues así aparezca el diablo en persona diciendo que me sale infierno por descreído igual iré muerto de risa por sentir que hasta esa imposibilidad al final es posible y  que todo mi esfuerzo por encontrar siempre alguna explicación desde la razón no ha servido para nada.

En medio de todo eso, la gente ha terminado por aceptar el golpe de realidad que nos ha dado este periodo de agonía global, entre la exageración y la mesura con la que el tema es tratado, sobre todo en Venezuela donde la censura oficial tampoco es que ayuda mucho, pues está plena de lugares comunes que dejan al descubierto la posibilidad de que todo sea una falacia total, llegando incluso a dudar de la gravedad del coronavirus, imagino que por ser un país donde todo el mundo sabe la diferencia entre el sonido de un artificio explosivo de esos que usaban los niños en navidad y un disparo, acá es normal incluso que las personas sepan del calibre del arma detonada  para así hacer una predicción de la posible trayectoria a fin de saber si toca correr o esconderse, eso sin haber estado en guerra desde hace más de cien años, el instinto de supervivencia gana y cualquier amenaza que no sea inminente y palpable como la falta de comida, una balacera, la ausencia de empleo o alguna calamidad de origen atmosférico terminará por ser asumida como parte de la normalidad; por tanto el miedo no cabe, solo pueden tener miedo quienes tienen opciones, a los que no, pues solo les queda resignación.

En toda esta hecatombe que hace rato nos aqueja como país, la primera baja evidente ha sido la producción cultural, usualmente esta era patrocinada por el estado, sin embargo , ante el miedo natural que embarga a los actores políticos ante la inacabable inconformidad de los artistas serios cuyo trabajo consiste en intentar deshilvanar la realidad desde una ficción siempre critica derivó en la prohibición de los accesos a la infraestructura cultural por parte de grupos no afectos a una determinada corriente política, terminando por eliminar los fondos para museos, teatros o cualquier otra actividad que no sea aprobada por el partido, estos a su vez, para evitar incordiar a los jefes terminaron por tomar el camino fácil y anodino de las actividades relativas al folklore como elemento pseudocultural , muy colorido pero vacío de contenido.

Cuando comenzó la cuarentena (hace casi seis meses cumplidos mientras esto escribo) ya teníamos años en una crisis complicada de explicar, misma que ha dejado la producción cultural más en un producto de exportación que de difusión interna por aquello de la autogestión vía digital, además con una población mayoritariamente avocada a la supervivencia tampoco es que hubiese mucho público para dinamizar iniciativas privadas, más allá del ámbito capitalino donde aún, hasta la llegada de la pandemia, habían algunos eventos donde la cultura era bienvenida. Desde luego la actividad cultural fue mutando, desde el inicio de la crisis donde museos, editoriales, cines y salas de teatro o bien languidecieron el reposo del olvido, o fueron tomadas por los atajos de eso que llamándose cultura de masas. Muchas veces dejan serias preguntas sobre si es justo llamarlos parte de ella. Los preocupados fueron mutando hacia áreas libres de censura como las redes sociales y el internet, así los autores prolíficos terminaron publicando en Amazon, antes que en alguna editorial local. Las otras artes buscaron canales de comercialización por la vía digital y los menos afortunados por la fama se decantaron por las herramientas gratuitas que ofrece la red para lograr difusión a su producción, todo estos hace creer a muchos que la cultura ha desaparecido.

En estos momentos poco a poco va renaciendo con iniciativas como la de una asociación que organiza una exposición virtual de fotografía que reúne la mirada de más de cuarenta artistas de la fotografía que crecimos y nos formamos en Maracay, pero que ahora estamos regados por otros destinos dentro y fuera del país (Instagram:@hechoenmcy), así mismo hay varias publicaciones digitales recogiendo relatos de estos tiempos que por lo general son suministrados por los tantos escritores digitales que han nacido a la sombra del oscurantismo editorial, dándoles palestras a muchos que no tenían modos, así mismo las opciones digitales como plataformas que permiten a muchos usuarios interconectarse, han logrado que hasta la producción teatral sea ahora parte de la oferta de entretenimiento con más posibilidades que las ofrecidas por salas de teatro o de cine, a mejores precios y sin el problema de la delincuencia que siempre parece esperar en cualquier esquina, aunque son pocas las iniciativas, su aparición apunta hacia una suerte de renacimiento debido a la inexistencia de espacios. La parte amarga de todo este renacimiento cultural es que la misma organización de las plataformas digitales de pago, así como la híper devaluación continuada de la moneda local, impide que sea rentable cobrar en otra cosa que no sean divisas, por lo que se vuelve excesivamente oneroso para muchos esa producción, eso sin contar el muy deficiente y costoso servicio de internet a nivel nacional. Como consecuencia inmediata  hace que el público en todos los casos sea bastante reducido en el ámbito nacional, sin apartar, claro, el detalle de que entre el hambre física y la intelectual siempre salga ganando la física; logra que la cultura sea el elemento invisible que compone la cotidianidad de las minorías educadas de este país.

Los que nacimos en la época de la tv en blanco y negro, quienes hemos visto con asombro como en apenas dos decenios la comunicación ha pasado las barreras de la ciencia ficción de nuestra infancia, creemos que todo es una suerte de magia, pues nunca imaginamos de niños que esa tecnología fuese tan accesible. De haberlo sabido quizás hubiese tomado más en serio a Clarke, Asimov o Sagan quienes me acompañaron en las lecturas de adolescente, sin embargo creo que ellos hoy tampoco entenderían como existiendo el internet, con todo el conocimiento, la cultura y la ciencia al alcance de un buscador, el abandono de la cultura fuese tan inmenso, aunque todavía deja vías con las cuales ganarse la vida por parte de algunos, son más famosas las páginas de noticias sobre farándula que de publicaciones con temáticas más serias.  Si la lógica ficcional pudiese ser aplicada a la árida realidad, habría respuestas simples y no el nudo gordiano de las mil explicaciones que al final no explican nada, esperaremos a que la pandemia pase para recoger los vidrios y poder instalar otra marquesina.

José Ramón Briceño.

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