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El hedor de la pobreza se escurre por toda la América.

Alberto Salazar

Alberto Salazar

La pobreza define los doce años de Karin. Nació en San Francisco, una colonia del municipio de Ixtapaluca-estado de México-,  a hora y media de distancia del Distrito Federal; un pueblo feo como suelen serlo los pueblos “dormitorio” de las grandes ciudades: casas  y calles erigidas entre el fango, la fealdad y la falta de dinero; atravesadas por el polvo, la basura, los perros sin dueño y los gritos de tantos que venden el agua, el gas, las tortillas o recogen las basuras.  Su madre, que hace honor al primer puesto en obesidad que ostenta México, quedó embarazada de ella a los catorce años, truncando  su secundaria y  muchas de sus aspiraciones. Su familia, sombras grises indefinidas que existen desapercibidas para un grueso número de mexicanos que caminan sobre ellas en Polanco o la colonia Puebla, la apoyó entre peleas y resentimientos: su hermana mayor por esa época iba en su tercer “ rejuntamiento” y su hermano a los veintidós años, había procreado ya dos hijos de dos mujeres distintas.

De niña Karin recorría con sus pies descalzos los montes de inmundicias que coronaban los charcos dejados a su paso por las inundaciones de invierno; ahora ya “mujercita” sale contenta del puesto de su madre en el tianguis del miércoles- los tianguis son espacios físicos dedicados a la compra-venta de toda clase de productos, la gran mayoría de segunda, y algunos francamente ya inutilizables; una práctica comercial desde antes de la conquista española-. Después de tanto rogar y escucha improperios, su madre al fin ha accedido a darle los trece pesos (un dólar) que le cobra Manuel, el honorable basurero que vende lo que desechan los habitantes de la  colonia Agrícola Oriental, lugar donde por una propina que va entre un peso y jamás pasa de diez, recoge los escombros de la vida diaria de esa parte de la ciudad. Está lloviendo, pero a diferencia de otros lugares de la gran metrópoli donde  todo el mundo corre a esconderse, aquí todos se quedan quietos esperando conseguir  los pesos que les permita comprarse hoy no solo un litro, sino dos de refresco, o el pago de la tanda (un préstamo grupal pagado en cuotas semanales y con un interés que varía entre el tres al siete por ciento mensual). A karin no le importan las innumerables gotas que caen como alfileres sobre su cuerpo; no le afecta el hedor que  trae el viento; para la niña de quinto grado de primaria solo existen esos cien metros que la conducirán a esas sandalias rosadas de tacón que se le asemejan a las llevadas por  su profesora.  Y de pronto, sin buscarlo, se topa con un gran barrizal que le recuerda sus juegos de infancia. Un perro se escucha ladrar trastornado quizá, por el gris plomo de la tormenta que se avecina. Un minuto después el dinero sele ha escurrido de sus manos y ha caído entre el cieno y su grito espanta a todos: ¡ Nooo! Se agita, se sacude, desesperada clama ayuda. Yo, que estoy conociendo esa otra cara de México y ando recorriendo los diversos pueblos circunvecinos al DF, no entiendo porque dos, tres y al final cinco vecinos han metido sus manos entre la porqueriza buscando el dinero perdido. Unas voluminosas caderas se acercan al charco y una cachetada  cruza el rostro de karin: es su madre, que con un lenguaje más que soez  me recuerda a la abuela desalmada del cuento de García Márquez.

Del rostro de Karin siguen brotando lágrimas que le mojan y le duelen; el dinero no se ha recuperado; me acerco, pido saber, hablo con la madre y le entrego las monedas  para el par de zapatos. Todo ha sido en vano. Manuel que no aparta ningún producto sin un dinero de antemano ha ya vendido los zapatos. La madre de Karin no hace ningún esfuerzo por devolverme el dinero. Poco a poco el techo del mundo se rompe y la vida sigue su curso. Yo abro mi paraguas para que mi alma que se enfría con la lluvia no se vaya a empapar por mi propio llanto de tristeza.

La pobreza es como el agua, está en todo el planeta. La tierra es toda una circunferencia de nubes de miseria. Lagrimean en  Haití, sollozan en Venezuela, se escurren en Colombia, destilan en México. Y toda es siempre la misma. Se rompe en caudales incontrolables sobre las cabezas del pueblo de América Latina: es el clima, el maltrato en los hospitales públicos,  la pésima educación de las escuelas gubernamentales, la mirada despiadada del compatriota que se cree millonario; es la basura no reciclada, es el político abusador con las mujeres cabeza de familia, es el hijo del presidente que se hace a negocios turbios basado en el prestigio, tampoco santo, de su padre; es la justicia que le niega a la mujer su derecho a decidir sobre su cuerpo y es el médico jefe de urgencias que con asco atiende a su moribundo paciente homosexual.

La pobreza es culpa de todos. Es América Latina entera  la que contribuye a que  nuestras ciudades sean un revoltijo de inopia en todos los aspectos. Y lo que es peor, de pronto nos estamos acostumbrado a ello.♦

Alberto  Salazar Castellanos

@laporciuncula1

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