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EL ÁRBOL DE MORAS.

¿Qué fue primero, los revolucionarios institucionalizados que produjeron a los caciques, o los caciques que forjaron esa clase política incrustada en el alma y costillas de la revolución que, oh! aberración, se convirtió en institución?

                Uno de los más extraordinarios  inventos de la machacona diatriba política fue hacer creer que el cambio, la revolución para la evolución, podía estancarse en las instituciones y seguir siendo cambio legítimo y dinamizador.

                La revolución y la institución se tocan, se amarran, se coquetean, se hacen el amor y nace la gran clase media mexicana creyendo en su autenticidad y solidez. Se auto forja como la raza de bronce que, ávida de no entrar en autocríticas después de las luchas de la Revolución Mexicana (en mayúsculas) prefirió tragarse el cuento de que “como México no hay dos”, del “desarrollo sostenible”, de “la administración de la riqueza”, del “arriba y adelante”.

                Palabrería hueca, sin sentido, que refleja con claridad el chovinismo que padecemos ejercido sistemáticamente a punta de gritos desencajados en favor de causas perdidas nacionales  -ya sea la economía pauperizada para las mayorías o la “vergüenza nacional” del la selección de futbol- que prometen lo imposible: ganar.

                Tierra fértil para caciques, aquellos que sembraban el pavor como Gonzalo N. Santos, casi sempiterno gobernador del Estado de San Luis Potosí que a la pregunta de qué pensaba de la moral, respondió que la moral era un árbol de moras. El Alazán Tostado, como le gustaba ser llamado, vivía antecedido del asesinato, la persecución y la venganza. Señalaba cáustico: “Ladrón que roba a bandido, merece ser ascendido”.

                En otro momento del libro Memorias, escrito por Santos, de más de 900 páginas, refiere una anécdota: alguien le preguntó “¿Con qué carácter usted me va a fusilar?”, a lo que él replicó, “Con el carácter de diputado….., para algo me ha de servir el fuero”.

                Refiere Carlos Monsiváis: “Un señor feudal tiene una vivísima conciencia geográfica, se las arregla para estar con el ganador y vive en el autismo despótico. Un cacique, si cuenta sus proezas, no se empeña en decorar su pasado con virtudes, sino –convertidos en hazañas- en pregonar sus abusos, sus crímenes, sus complots paras imponer nulidades”.

                El cacique en estas tierras sigue siendo el dictador a escala que gobierna vida y milagros de grandes o pequeñas masas de gente. El presidencialismo ha sido tan totalitario en México que el poder que sobra se lo arrebatan los subalternos, los gobernadores, los presidentes municipales, los secretarios generales, los líderes sindicales, los mandos medios, los monopolistas del poder.

                El caciquismo es el feudalismo que se opone a los procesos democratizadores, que se resiste a la modernización. En este renglón también caben los banqueros que se auto prestan millones, los líderes de las colonias como aquel “Rey Lopitos”  que gobernaba predios enteros en Acapulco, o Alfredo Gutiérrez, el “Rey de la Basura”, asesinado por una de sus 35 esposas.

                El caciquismo en este país también es obra de arte. Juan Rulfo imaginó de manera magistral a todos ellos en la persona de Pedro Páramo, el Señor de la Media Luna, el padre venerado y temido de multitudes, el que gobernaba vida y muerte en Comala. O el retrato del Señor que  intimida y acorrala, amenazador, que hizo Emilio “El Indio” Fernández en la película Río Escondido.

Muy buen arte para narrar tanta miseria.

¿Y la moral, y la ética? En estos tiempos, esas materias pueden esperar……..

♦Enrique Velasco Garibay

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