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Por el río muerto suspira Valentina.

La ciudad despertó envuelta en el rumoreo de la lluvia. El zumbido de la tempestad aproximándose esparcía sobre las cabezas de sus habitantes un vago terror. Se oían el ruido de frenos, voces asustadas, desgarrarse las ramas de los árboles y las explosiones de los truenos. Nada se veía en sus calles pero todo se agitaba en la espera angustiosa del agua desbordada. A la altura del cruce de la calle 127 con la avenida Córdoba, Valentina golpeaba con sus pies los adoquines mientras veía pasar fulminantes automóviles y buses que se bamboleaban en las curvas mal tomadas. La gente a su alrededor empuñaba con fuerza los paraguas y soñaba con esas camas calientes abandonadas en habitaciones ya cerradas. Nadie la miraba. De pronto, Se desprende del brazo de su padre y recoge la mano como para retener el frio desparramado. Un viento mayor comba la sombrilla de la pequeña que, espantada por el fuerte vaivén, grita sorprendiendo a todos:

         _! Papi! ¡Papitooo! ¡Ayúdame! ¡El viento me llevaaa!

         En un instante el padre gira su cabeza, las miradas quedan fijas, las palabras sobran; se abrazan con fuerza. El semáforo cambia a rojo y atraviesan el carril. El puente separador los recibe rezagados de ese ejercito de desconocidos en transito a alcanzar la gloria diaria.  Valentina, inmóvil, se niega a seguir avanzando, contempla con asombro las aguas que corren debajo del armazón metálico: ¡Abajo hay un rio! Su mente aglutina imágenes y olores de otras aguas ya vistas. No entiende. Las que corren por sus pupilas no son del color de la lima. El viento se viene raudo y levanta nubecillas de basura que se quedan coronando la vegetación asomada a lado y lado del riachuelo turbio. Un hedor a orina.acaricia el cabello limpio y despeinado  de la niña.

        -¿Papito, que le pasa al rio?-Pregunta Valentina. Segundos de espera que le permitan a él buscar las palabras apropiadas para explicarle, y explicarse, que los habitantes de Bogotá  aún no renuncian al mito de la eterna generosidad de la tierra: un firmamento de rocío, perdurable en la memoria de los bogotanos, corre a formar fuentes inagotables de agua dulce. De tanto considerarla infinita lograron acabar con las aguas que habitaron su historia.

        -El rio está muerto, pequeña. Dice el padre con firmeza.

        _ ¿Muertooo?… ¿Y cómo se murió? Suspira valentina en medio del estruendo del chubasco que se desataba rugiendo. El padre, entonces, le cuenta la historia del agua en esta ciudad del caos, que parece pertenecerle a nadie: aguas de antaño tan caudalosas que el fragor de su caída apenas permitía la conversación; aguas de hoy encogidas por la mano que no recicla la ropa usada, los libros no leídos, el alimento sobrante y los escombros de la vida cotidiana.

        Valentina sólo cuenta hasta veinte, sin embargo su padre le habla de los noventa y seis niños que a diario mueren en el mundo por la falta de un grifo en casa que expida un chorro de agua limpia y recuerda, entonces, verse lavando las manos en un lavabo que no alcanza y la voz maternal que le insiste en el aseo continuo porque “el agua y el jabón matan toda infección”. Y él sigue hablándole de la moderna Bogotá donde ellos viven y se bañan, tan indiferente a la lluvia que lava la pobreza de los millares de moradores de otras zonas y de la sed de agua potable, en unos suelos abundantes de liquido, con esa abundancia maldita que ha signado estas tierras, que sufren otros tantos en los cerros citadinos.

       A la luz empañada del bus que ahora los transporta al colegio, Valentina mira el agua  sucia arrastrarse por la ciudad e internarse en el otrora rio. Y la chiquilla no se cansa de repetir “cuéntame otra vez la historia del rio muerto” Y el padre, con paciencia le narra de nuevo- una, dos, tres veces- como el inmenso rumor de vida se escapa de sus aguas. Y percibe la resolución en los ojos de su pequeña: desde hoy Valentina regalará sus juguetes, recogerá las basuras, le sonreirá al joven que barre, sembrará un humedal en su corazón.

        Valentina corre por un laberinto de muros garrapateados por sus compañeros de colegio. Sus deditos acarician la humedad cristalizada en los pétalos del jardín y  el sueño de un rio limpio delinea su rostro y lo pinta de oro, azahar y naranja. Una visión que rodará entre las luces y los edificios, metidos en la niebla, de una Bogotá aguada que no custodia sus parajes, sus tiempos, sus voces, su naturaleza. Con desparpajo, Valentina cuenta a toda su clase la historia del rio  muerto. Descendiendo de los últimos gajos de los árboles, el aire se cuela por el reducido espacio de puertas y ventanas; pero a sus palabras no las eclipsaba ni los fríos ni los vientos.♦

*William Alberto Salazar Castellanos

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