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INSTRUCCIONES PARA FABRICAR UNA NARANJA MECÁNICA

ULTRAVIOLENCIA, COMUNICACIÓN Y UTOPÍA

(Especulaciones sobre la violencia en televisión)

 

Por

Nicolás Ureta Escobar

 

Recientemente se ha realizado un experimento en la República Federal Alemana y

Gran Bretaña en el que se pagaba cierta cantidad a la semana a quienes estuvieran

Dispuestos a no ver televisión durante un año. Sólo poquísimas personas resistieron

Cinco meses, y nadie llegó al año. Quienes lo intentaron acusaron los mismos efectos

Que produce el retirarse de las drogas o del alcohol y sufrieron notables depresiones

Nerviosas.

MARSHALL MCLUHAN, ¿Cómo influye en nosotros la televisión?

 

Tal vez a modo de preámbulo

Peleles y marionetas de un estado impostor que patrocina toda forma de violencia para asegurar su estadía en el poder, los espectadores de las nuevas tecnologías de la comunicación parecen ignorar el verdadero objetivo sociopolítico que se esconde detrás de todo entusiasmo audiovisual por cada nuevo producto que publicita, por ejemplo, el mundo de fastos y oropel que hoy importa la televisión colombiana. Sus sucedáneos, la televisión vía Internet y los multimedios vía Smartphone, completan el paisaje desolador de la falsa, y frágil, comunicación posmoderna entre individuos. Enfermos de esa endemia generalizada que se origina en los delirios prefabricados que la pantalla chica y sus sustitutos comercializan a modo de cultura, el acostumbramiento a la violencia televisiva en no poco grado ha contribuido a que la población, acaso sin saber por qué, como sucede en ciertas experiencias de la hipnosis, se esconda en sus hogares víctima de una paranoia social que permite mejorar los mecanismos de control y el aislamiento de los individuos para su más efectivo gobierno: la realidad exterior debe producir terror, y la televisión, gran vehículo para la alienación del individuo, reconfortar y mantener la cálida seguridad del hogar. Reemplazando las hogueras cuyo perímetro reunía a la comunidad en las sociedades primitivas ya fuera para contar historias ancestrales o para referir las vicisitudes del día, hoy la televisión ha pasado a usurpar ese privilegio; es decir, se ha transmutado, muy a pesar nuestro, en el nuevo fuego del mundo contemporáneo con el cual se hace posible esa alquimia del ocio y el reclutamiento que desde hace décadas nos idiotiza y que, como toda arma silenciosa, solapadamente nos prepara con sus venenos para el camuflaje, la trinchera y el fusil de los tiempos modernos. Así cada domicilio se trueca en burbuja, en autarquía de la mendicidad y el temor; luego su vida se hace tan privada como lo permita la típica neurosis de las fuerzas de trabajo que, atomizadas y reducidas a una masa anónima cuya plusvalía vale tanto como su reclusión, ve en las nuevas tecnologías de la comunicación su manera de participar de una realidad que los mecanismos de control, empero, le hacen cada vez más ajena. Y aunque es común, y tal vez deleitable, experimentar una sensación de bienestar alrededor de la híper-comunicación que permiten esas tecnologías, toda evidencia apunta a demostrar que se trata de un deleite solitario que posee el mismo valor sensual que el acto aislado de la masturbación: el Facebook y el What’s app comunican apariencias, imágenes y trivialidades que el individuo, fantaseando con una aldea global a lo McLuhan pero establecida nada más que para él, goza de manera unilateral; poco importa lo que suceda al otro lado del cable: basta con satisfacer las propias pasiones a través de una comunicación superficial para creer que el universo continúa existiendo y que, acaso con algo de falsa modestia, aún nos incluye en el aparente orden de sus estructuras.

Y en ese universo de imágenes y falsedad que promueven en Colombia los medios oficiales de comunicación, pocos misterios tan fructíferos y deleitables para aventurar hipótesis y conjeturas alrededor de su propia ontología, como lo es el de la violencia en televisión: mapa y sintagma de cierta estrategia de mercadeo que han sabido imaginar aquellas élites que, de alguna u otra manera, gozan ejerciendo el oficio del entretenimiento como otro engranaje más dentro del complejo mecanismo de control con que la multitud es gobernada mientras, a su vez, se le incorpora al interior de un modelo económico unánime que también comporta severos, y restringidos, patrones de comportamiento. En ese entramado de luces y mercadotecnia en que todo individuo tiene un precio y una función económica bien definida que cumplir, se alza el gigantesco mercado mundial del cual la televisión y sus contenidos son sólo otro más de sus recursos. Espejo fortuito del hombre social, cualquier estudio antropológico de la violencia en televisión podría demostrar cuán profunda es la cicatriz que le economía neoliberal ha logrado penetrar la compleja psicología del individuo para poder fundirlo con la embotada psicología de la multitud. No otra cosa se preconiza en las páginas de “1984”, la célebre novela distópica de George Orwell en que los medios masivos de comunicación pasaron a convertirse en las herramientas coercitivas de un estado totalitario, ajeno a cualquier democracia:

Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eran de guerra. Había una muy buena de un barco lleno de refugiados que lo bombardeaban en no sé dónde del Mediterráneo. Al público le divirtieron mucho los planos de un hombre muy grande y gordo que intentaba escaparse nadando de un helicóptero que lo perseguía, primero se le veía en el agua chapoteando como una tortuga, luego lo veías por los visores de las ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros y el agua a su alrededor se ponía toda roja y el gordo se hundía como si le entrase el agua por los agujeros que le habían hecho las balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo en el agua, y también una lancha salvavidas llena de niños con un helicóptero que venga a darle vueltas y más vueltas. Había una mujer de edad madura que bien podía ser judía y estaba sentada en la proa con un niño en los brazos que quizá tuviera unos tres años. El niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza entre los pechos de la mujer y parecía que se quería esconder y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo consolaba como si ella no estuviese también aterrada y como si tenerlo así en los brazos fuera a evitar que alcanzaran al niño las balas. Entonces va el helicóptero y tira una bomba  de veinte kilos sobre el bote y no queda ni una astilla de él, que fue una explosión pero que magnífica, y luego salía un primer plano maravilloso del brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con su cámara debe haberlo seguido así por el aire y la gente aplaudió muchísimo…[1]

La natural necesidad de comunicación se convierte, por tanto, en el vehículo más eficaz con que inocular violencia y propaganda en la mente de los individuos. Adoctrinados así por la fuerza convincente de las ficciones audiovisuales, en esta distopía de los tiempos modernos a la que aún damos el estatuto de nación, todos, desde el más lúcido al más torpe, concedemos mayor veracidad a las imágenes que se transmiten por televisión que a la realidad misma, nutriendo con sus juegos pirotécnicos de envergadura la realidad oficial que los medios permiten construir, vivir y divulgar en nuestro interior, aun a costa de saber, vagamente tal vez, que existimos sólo para engrosar una mentira en la cual, no obstante, mana con mayor fluidez el papel moneda que si existiéramos llevando una vida abanderada por la sinceridad.

Y en esa economía del espectáculo y la sangre que comporta todo artefacto audiovisual producido en cadena para el gran público, la visión del ser humano, la familia y la sociedad son prácticamente modeladas por las intercambiables falacias de la publicidad, esa forma de violencia intelectual que se ejerce sobre la pasividad del espectador a través de la imagen pulimentada con que se pretende vender, adquirir y cautivar a la tele-audiencia; gracias a ellas, hoy todo espectador es un empresario en potencia: todos se preocupan por comprar, todos se esfuerzan por vender; labores que hoy facilita el boyante modelo de las llamadas “redes de mercadeo” en las cuales cada aspecto de la vida, desde el desvelarse para trabajar hasta el embriagarse para olvidar, es susceptible de convertirse en un negocio. Empresas que seguirán siendo posibles, y peligrosamente atractivas, siempre y cuando los modernos contenidos de la televisión y demás medios masivos de comunicación continúen obligándonos a sentir la protección de un estado todopoderoso y mercantilista cuya manifestación al día de hoy es, desde luego, cada vez más audiovisual.

Propagandas y falacias aparte, el flujo de moneda en el interior de esta distopía del mercado global estará garantizado por su fácil tendencia a convertirse en imagen, sobre todo gracias al complejo lenguaje audiovisual que la televisión heredó del cinematógrafo: vistos con la opulencia efectiva que permiten los discursos audiovisuales, cada producto promocionado por televisión, desde el veneno para ratas hasta el cuchillo para destazar tocino, se verá mejor vendido si es secundado por ingentes dosis de violencia que, por ciertas necesidades del mercado, será mejor publicitar en horario “triple a”: cuando toda la humanidad tenga sus ojos puestos en el televisor durante las tres o cuatro horas de ocio nocturno que permite el sistema. Por ese motivo tan poco despreciable, los héroes de la televisión, cada vez más cercanos al soldado eficiente o al gendarme brutal, seguirán ejerciendo su política del encanto y la pirueta hasta ser capaces de vender cualquier tipo de servicio o producto cuyos réditos, no hay duda, secretamente financian sus acrobacias. Peor aún: ahítos de carisma, maquillaje y lentejuelas, sus proezas serán tan admiradas por los niños como temidas por los adultos.

Paradoja entre paradojas, el mero proceso de comunicación que importa el lenguaje audiovisual de la televisión, y aun su fundamento ideológico que alguna vez fue pedagógico antes que espectacular, ya no comunica más la realidad: como un infierno hecho de espejos cuya capacidad de tormento aumenta con la irrealidad de sus castigos, el estado miente la realidad porque todos los mecanismos de comunicación con que día a día tamizan la cotidianidad así se lo permite. Asistimos en nuestros días, me temo, al surgimiento del Ministerio de la Verdad de cuya temible omnipotencia para falsear la realidad nada más que manipulando dos o tres imágenes y permutando un párrafo biográfico por otro, nos hablan las páginas de “1984”: se alza  en nuestro país, merced a las élites que controlan los medios, la entidad gubernamental capaz de modificar el pasado de manera tal, que haga del presente un lugar más apropiado para lo que los amos del estado fingirán a modo de porvenir: en el cual, a falta de otra condición, toda nación poco similar a la nuestra debe ser considerada como potencialmente enemiga. Hace sólo veinte años, no era ese el panorama:

Hasta ahora en la mayoría de países no existe una política clara sobre el papel de la televisión y de los multimedia en la formación del gran público, de la audiencia masiva. Más bien son esquivos y escasos los ejemplos en este terreno, entre otras razones, por las tensiones y distensiones entre las instituciones educativas y comunicacionales y por falta de definición de la formación como función de los medios, aunque nunca por sí sola, puede ser trascendental para el logro de muchos objetivos sociales y técnicos[2].

Gran sucedáneo del circo romano usufructuado por los césares como mecanismo de entretenimiento y control, la violencia en televisión ha venido a reemplazar la experiencia directa de la existencia por la ficción de dos o tres realidades cuyas variaciones dramatúrgicas, explotadas hasta la saciedad bajo fórmulas cada vez más truculentas, con mucho sobrepasan lo imaginado por el gran teatro isabelino de un Marlowe o un Shakespeare. Y sin embargo, la función social de esas ficciones ha sido siempre la misma: sin muchas variaciones en la médula de su apariencia, la violencia en televisión debe impregnar la consciencia del espectador con la suficiente paranoia como para garantizar un entretenimiento eficaz que, además de distraer, obligue a los espectadores a la creencia de que es mejor contentarse con las fábulas de la pantalla chica que salir a la calle, o levantar la cabeza, nada más que para exponerse a la vida y a la libertad en carne propia. Reos de nuestro propio sistema de comunicación, la realidad oficial publicitada por los medios se convierte en otro artefacto punitivo más agregado al universo, en una entelequia de control cuyas reglas no pueden ser transgredidas por el ciudadano común, pero cuya violación por parte de las élites comporta otro de sus privilegios. La imagen televisiva deja de ser una expresión de la realidad para dar lugar a la expresión de un mero relato cultural, un artificio cuyos héroes serán siempre los individuos nacidos en la élite o reconvertidos en señores por el elitismo. Armados así, con el flujo de información supeditado a sus propios principios de comunicación, inviolables después de todo, los estados, mediante sofismas de distracción cada vez más ilegítimos y audiovisuales, dejan de lado la auténtica realidad para implantar en su lugar su propia versión del universo; se postula así, con gran despliegue de técnicas y tecnologías, una realidad enajenada que brilla por la exquisitez de sus nuevos mitos y la efectividad de sus alegorías. La ética, corrompida y pisoteada por las mismas botas que ultrajan la cultura, sucumbe en nombre de la moral que preconiza el discurso audiovisual que todo estado controla.

Haciendo gala de un cinismo digno de tiranos dementes como Diocleciano o déspotas ilustrados como Robespierre, los dueños de la comunicación se atreverán, con precisión cada vez más espeluznante, a mentir falacias que enloden o enaltezcan a sus amos de turno, siempre para dar la imagen de una realidad cabal en la que, buscando altas cotas de verosimilitud, lo bueno siga coexistiendo junto a lo malo: ¿cuántos escándalos políticos no han sido perpetrados en este país por los mismos medios que protegen y disimulan genocidios, fraudes, estupros y demás payasadas siniestras de capitolio? De nuevo nos hallamos ante la arena sangrienta con que los gladiadores del emperador ofrecían la brutalidad de su espectáculo. Interesante dialéctica la de Calígula: distraer y someter a su pueblo mediante el gran pasatiempo de sangre que implican los combates entre gladiadores que se agreden hasta matarse. Se embota así la consciencia del público con el mismo entretenimiento utilizado para hacerle temer los caprichos del césar y la espada repentina de los pretorianos: ver morir esclavos en vivo y en directo con las mismas armas y las mismas técnicas con que las legiones del emperador arrasaban la tierra fértil de los bárbaros. Es decir, se los hace temer al mismo tiempo que se los prepara para la guerra: cada campesino podía ser, también, un legionario en potencia; un mercenario dispuesto a hacer cumplir la voluntad del César en tierras ajenas a través del artificio, sin duda eficaz, que permite la violencia ejercida a punto de espada, catapultas y arietes. Florece entonces en nuestros días, con tecnologías cada vez más complejas y sofisticadas, el circo romano del nuevo milenio: la famosa tele-pantalla (a mi juicio, no otra cosa puede ser el Skype) preconizada por las páginas de Orwell en la que, además de ver, también podemos ser vistos; previsiblemente, como un mercenario que nunca duerme, tal tele-pantalla emite todo el tiempo imágenes de guerra, terroristas y caudillos. Por medio de semejante discurso audiovisual, se adiestra a los individuos, más que se los educa, para que, como en los experimentos conductistas de Pavlov, respondan al llamado de la guerra cada vez que sea estimulado el reflejo condicionado que se les ha ido inculcando a fuerza de contemplar violencia, gran principio de individuación, en casi todos los estamentos de la sociedad por cortesía de esa malévola versión, favorita de todos, del tubo de rayos catódicos que es la televisión.

No es casualidad que en las páginas de La Naranja Mecánica, la más célebre novela de Anthony Burguess, la ultra-violencia audiovisual haya tenido el papel protagónico que todos conocemos gracias a la adaptación cinematográfica de Stanley Kubrick: más que una apología de la violencia (estoy convencido de que no hay tal), la novela trata estrictamente el tema, cada vez más actual, de los mecanismos de control ejercidos sobre el individuo a fuerza de sumergirlo en inagotables imágenes de violencia cuyo vértigo, el mismo del caos, no disminuye en ningún aspecto de la vida social de las masas. Se busca en nuestro país, como en el tratamiento Ludovico de que se habla en la novela, de producir en la multitud unánime un estado mental de sumisión que, además de acabar con toda guerra revolucionaria, acabaría con cualquier expresión de libertad o volición humanas, reduciendo a los individuos a una total mendicidad afectiva para con los estamentos que de una u otra manera ejercen sobre ellos el control; es decir, convirtiéndolos en autómatas o en monigotes nada más que insuflándoles dosis continuas de ultra-violencia pasiva que obligará, a cualquier individuo, a las más humillantes esclavitudes sin necesidad de ser vapuleado por las macanas de la policía o la artillería del ejército. El universo icónico de la imagen audiovisual pasa a transformarse así, de entelequia eficaz para una comunicación más hábil, a dispositivo de coerción eficiente para fingir o fabricar una realidad.

Y sin embargo, otra forma de violencia traducen también las imágenes de la televisión y los medios de comunicación que la publicidad patrocina: creer en imposturas cuyo valor de verdad, ya se dijo en la novela de Orwell, todos sabemos secretamente falso: la posibilidad de ser una mujer deseada a través de la cirugía estética que mejora el busto, la posibilidad de ser apreciado imitando el modelo de muchacho popular admirado por todos, la posibilidad de ascender en la escala social traicionando a unos cuantos que antes fueron camaradas míos, la posibilidad de sentirme una mejor persona vistiendo un traje costoso confeccionado a la medida, la posibilidad de ser considerado una persona de éxito por el precio de los objetos que poseo, la posibilidad de ejercer libremente mi soberbia por haber estudiado en universidades onerosas pero de dudoso valor académico, la posibilidad de aparentar una buena vida adquiriendo propiedades en lugares cuyo costo sólo aumenta mi capacidad de endeudamiento, pero que no me hace mejor persona…

Dos preguntas fundamentales

Leí en días pasados un artículo controversial de Marshall McLuhan sobre cómo la televisión puede ser comprendida (y concebida) como una prolongación interna de las imágenes y contenidos que el mundo icónico exterior imperceptiblemente le imprime a nuestra consciencia. Arqueólogo circunstancial de teorías extrañas e hipótesis maravillosas, consideré que un argumento de semejante atrevimiento podría merecerle fácilmente la burla. Aun así, intenté otorgarle un poco más de atención en lugar de hacer las veces de crítico o de censor. En esa misma cuartilla se dice que la televisión efectúa sobre todo espectador el misterio de una proyección de sí mismo desde afuera hacia adentro, procurando que la consciencia del receptor se vuelque de lleno a las abismales profundidades de su propio espíritu. Se opera así, según la idea de McLuhan, una abstracción del alma cuyos detonantes operan siempre del exterior al interior, o, si se prefiere, desde el emisor al receptor en medio de una incontrolable (y compleja) marejada de movimientos informativos (la expresión es de McLuhan) que permiten incorporar en el hombre el interminable mapa de la humanidad: el hombre típico de la cultura occidental, altamente alfabetizado por la estructura sintáctica que desde hace siglos permite el lenguaje escrito de la era Gutemberg, acaba sucumbiendo ante el rompecabezas icónico de la imagen audiovisual que puede ser transmitida, gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación, desde distancias inconmensurables y geografías infinitas; de este modo tan aparentemente banal, se impone a los individuos la temeraria y peligrosa impronta de los mass media electrónicos que hoy permite la evolucionada tecnología digital de nuestro siglo.

Con mayor complejidad dialéctica aún, McLuhan planteó un argumento todavía más audaz: la naturaleza casi milagrosa del movimiento electrónico de la información que tiene lugar en cada hogar gracias al televisor, acaba descentralizando y atomizando a la familia humana que se reunía ante el único aparato de rayos catódicos que hoy, a fuerza de tecnologías más eficientes y económicas, existe uno para cada miembro o para cada habitación, creando múltiples existencias tribales en una misma comunidad. Y a pesar del virtuosismo técnico que permite la tecnología actual, el traumatismo accesorio a que seguro se sentirán impelidos los individuos criados en la cultura alfabética tradicional, parecen verse acorralados con facilidad en cierta crisis de identidad que tarde o temprano acaba sucumbiendo a dosis cada vez más acentuadas de violencia, alienación y falsedad. Abrumado ante la misteriosa perplejidad, que no me abandona todavía, de semejante postulado a todas luces distópico, me pregunté: ¿será posible que todas las maneras de hacer televisión estuviesen contaminadas de esa irrealidad mediática y subalterna a que parecen obligar las inevitables crisis de identidad que conlleva el ejercicio ínfimo de encender el televisor? Imaginé que la televisión (la historia de la televisión) comportaba la construcción arquitectónica, más que lingüística, de una “metáfora de la realidad” capaz de obliterar y reemplazar con sus imágenes de irrealidad los fenómenos de la verdadera realidad. Una metáfora así sería seguramente falsa, como lo prueban algunos filósofos:

Este tratamiento de la metáfora (semejanza y analogía) ha sido caracterizado por Richards y sus seguidores como una teoría de la sustitución. El factor decisivo radica en que la palabra prestada, tomada con su uso desviado, es sustituida por un nombre apropiado potencialmente, el cual está ausente en el contexto pero podría usarse en su lugar. El autor opta por no usar la palabra conveniente en su sentido apropiado y la reemplaza por otra que parece más agradable. Entender la metáfora, entonces, es restituir el término que ha sido sustituido. Es fácil entender que estas dos operaciones, sustitución y restitución, son equivalentes.[3]

Luego imaginé, con más perplejidad aún, que la construcción metafórica de lo que todavía podemos llamar la “identidad nacional” que la televisión colombiana malamente fabrica, podría no ser ajena a esa inevitable irrealidad que se pasea con total libertad por entre las mimesis que publicita toda pantalla chica en el mundo. La siguiente pregunta, inevitable, después de todo, formulaba otra perplejidad acaso tan punzante como la anterior: ¿es en realidad cualquier forma de la televisión capaz de abstraer la consciencia del espectador hasta el punto de reducirla a un mero estado de enajenación mental en el que su identidad acaba disolviéndose en medio de una creciente y destructiva perplejidad? Indagar por la magia secreta de esas perplejidades será el objeto de estas torpes páginas.

Hipótesis de trabajo: la violencia televisiva concebida como industria

 

Es una realidad ineludible en nuestro país el hecho de que la violencia, incluso la más aislada y marginal, ocupe una considerable porción de nuestra circunstancia nacional: convulsiones en lo histórico, convulsiones en lo social, convulsiones en lo económico, convulsiones en lo político han sido en este país la gran cuota de realidad que luego se transforma, a despecho de los ciudadanos, en nuevas causas para perpetuar la simbología del conflicto bajo diversas formas de violencia que se despliegan, claro está, en el escenario habitual de los medios masivos de comunicación que sólo pretenden, ya lo ha denunciado Noam Chomsky en muchas de sus páginas, enmascarar la realidad nacional con el laberinto de sus imposturas y el maquillaje de sus intereses: nunca ha sido más fácil para un estado el robarle a sus ciudadanos el país a que tienen derecho sólo por haber nacido en él, nada más que recurriendo a la efectividad del drama, el oropel y la violencia de la puesta en escena; sin lugar a dudas una puesta en escena tan siniestra como las tramas macabras de cierto cine policíaco norteamericano de los años treinta. Así, haciendo gala de cierta perversidad acaso tan cruel como la de los grandes villanos del cine negro (Mabuse y el Vampiro de Dusseldorf entre ellos), los amos del estado siempre saben cómo arrinconar a los individuos de su nación en un interminable teatro de violencia, quizá bastante más eficiente desde que los medios masivos se han resignado a jugar el papel protagónico en ese poco sutil juego de caretas e imposturas. La vertiginosa evolución que los medios masivos de comunicación han venido experimentando en los últimos veinte años, ha sido vital para el inevitable, y terrible, proceso de “globalización” transcultural de que ya había hablado McLuhan en muchos de sus libros: lejos de comportar una saludable utopía, su idea de la aldea global, institucionalizada a gran velocidad en todo el mundo gracias al surgimiento de las nuevas tecnologías de la comunicación, se parece cada vez más a un infierno generalizado muy bien enmascarado por los mercenarios de la publicidad y los guionistas de la televisión. Nacido directamente del apresurado florecer de las nuevas políticas imperialistas de homogeneidad y estandarización, económica y social, que brilla en las páginas de Orwell desde hace largas décadas, y aparecida en el mundo occidental paralelamente a los desastres de la guerra fría y la tutela imperialista de los Kennedy, las exigencias económicas de la creciente transculturización de las naciones obligaron a que los medios de comunicación comportasen un factor determinante  (esclavista desde toda perspectiva) en los nuevos métodos de hacer política y construir cultura e identidad: gracias a la inevitable masificación de los medios y la fácil cobertura tecnológica de los nuevos canales de comunicación, ya no se requiere de reuniones unánimes en los foros públicos para seguir a tal o cual caudillo de turno; basta solo la televisión, el Facebook y el What’s App para convencer a cualquiera que esté ocioso en la sala de su casa.

Sin poder separar con precisión los hechos estrictamente políticos de los hechos estrictamente culturales desde el punto de vista de una posible sociología semiótica de la sociedad, el mundo posmoderno de hoy ha virado, y virará cada vez más, sus estructuras hacia la utopía del comercio y los imperios de que ya han hablado las páginas distópicas de Orwell, Burguess y Aldous  Huxley. La aldea global de McLuhan ya no comporta una mera aldea: comporta una superestructura social con esencia de matadero mediocre en el que los precios del mercado se miden, y se retratan audiovisualmente, por la sangre de las matanzas y el esclavismo que la hacen posible. Y no obstante, la inclusión y la explotación de los medios masivos de comunicación en las políticas de la dominación social y económica a que todas las instituciones gubernamentales nos han acostumbrado, no se ha debido una concepción primordial, ausente en todo caso, como artificios imaginados para garantizar la desprejuiciada circulación de las ideas y el libre tránsito de la información, sino a su capacidad, enmascarada por los buenos oficios de la publicidad, para hacer las veces de empresa proactiva y muy capaz de hacer circular y acumular capitales:

Las razones de la imprevista vitalidad de este sector económico son muchas y muy complejas. En general, se trata, como se ha dicho, de las perspectivas de crecimiento y rentabilidad que el sector ofrece a los operadores económicos. Entre los factores que influyen, (…) en este aspecto hay, sin embargo, al menos dos elementos de fondo a los que es preciso hacer referencia: el surgimiento de la “economía de la información” y la “internacionalización de los mercados”

(…) Se abre así en la que las actividades de producción, distribución y consumo de bienes imperiales asumen un rol central en la economía. Un segmento típico de la economía de la información está representado justamente por los sectores audiovisual y editorial que reflejan directamente los efectos del peso que a sume la llamada “economía inmaterial” en el plano del trabajo y del tiempo libre.

La internacionalización de los mercados, que alcanzó niveles avanzados desde los años 80, elevó fuertemente la competitividad del sistema económico europeo (y más tarde global, no obstante), desplazando de la producción a la distribución la función estratégica en las empresas con el efecto de acelerar el desarrollo de las actividades de promoción, de comercialización y de publicidad y de hacer crecer, por tanto, los recursos destinados a los medios de comunicación de masas.[4]

Es así como hace su aparición el conflicto de unos medios aparentemente libres, pero cuya realidad es estar preocupantemente regulados (y manipulados) por las leyes inmanentes del mercado global de la economía contemporánea, y en cuyos laberintos de globalización y homogeneidad la televisión nacional, desde luego, también se entrevera: la información a terminado por convertirse, no sin paradoja, en un producto sumamente rentable y comercializable con suma destreza: noticias, crónicas, reportajes, dramatizados, documentales, series, magacines, comedias, películas monografías, trabajos de grado, anónimos compendios de matemática y estadística, comenzaron a ser exhibidos por los medios como fáciles y lucrativos productos de vitrina; quiero decir, como simples aditamentos del espectáculo y el vodevil concebidos para cautivar audiencias, captar patrocinadores y vender publicidad:

El público televidente, quien es vendido y comprado como como consumidor, es a su vez consumido. Lo que las programadoras venden a las agencias de publicidad no son programas o tiempos para programas sino televidentes en masa. El público compra televisores y los productos que por ellos anuncian. Simultáneamente el público es vendido y comprado por el mismo sistema, lo que el televidente paga es por el precio de ser vendido.[5]

Es de este modo como la estética posmoderna y en constante evolución de los nuevos mensajes publicitarios que hoy se pautan en la televisión nacional, ha comenzado a formar parte creativa e integral del discurso televisivo considerado como tal: no sin creatividad, el comercial de ahora ya no es entendido como un episodio pasajero y marginal, sino que ha entrado a constituir un lenguaje autónomo que forma parte sistémica de la programación concebida como “comercial” en que la violencia, gran guiñol del espectáculo, rige su mercado audiovisual. Apelando a los rigores de la fantasía, la violencia y la falsedad, se ha creado una nueva sensibilidad y una nueva estética cuyo objetivo casi marcial, colmado de violencia y ficción, es el televidente: la fascinación de las formas, de los colores, del movimiento, de la repetición, de la falta de originalidad, de los círculos que reproducen otros círculos, del incesante retorno a los mismos lugares comunes, de la constante mixtura de formas y del incesante desarrollo de la historia sin historia son fenómenos estrictamente publicitarios que poco a poco han ido contaminando el lenguaje habitual de la televisión cuyos contenidos, a fuerza de no querer contar con otros significados, se apoya cada vez más en los enigmas de la violencia y la brutalidad, pasando esas improntas a constituir, me temo, una nueva manera de hacer televisión y de ser televidente; el nuevo discurso es así articulado mediante la validez universal que le confiere esa mixtura lingüística y estructural que se dan entre los programas y la publicidad: telenovelas, noticieros, programas de opinión, documentales, programas deportivos e inclusive ciertos vídeos musicales ahora exhiben en sus estéticas ciertas características típicas del lenguaje audiovisual estilado aunadamente por la publicidad y la propaganda. Transmutación del medio quizá no independiente de las tendencias más volátiles de los mercados que de alguna u otra manera se alimentan de cualquier tipo de violencia, durante las dos últimas décadas ha venido haciéndose cada vez más evidente que la televisión ha emergido como una nueva expansión de la propaganda que se divierte y regodea procesando la realidad, para poder encubrirla a los televidentes, con la tecnología de su parte, bajo la apariencia de un lenguaje audiovisual cada vez más sofisticado: medio dinámico por excelencia, su capacidad para “recrear” la realidad ha ido haciéndose necesaria e imprescindible para los sistemas económicos, políticos y culturales que rigen a nuestro país. Trocar educación en propaganda es una transformación de la cultura que ya han intentado regímenes como el nacionalsocialismo, el estalinismo y todas las nuevas formas del fascismo, incluyendo, desde luego, las sucesivas dictaduras latinoamericanas, principalmente las del cono sur.

Así, se acostumbra a ver la violencia televisiva como un “servicio”: un medio técnico de comunicación a través del cual se pueden dirigir al público diversos géneros del discurso comunicativo (principalmente los de contenido tendencioso, fanático o falaz), cada uno de los cuales responde a las leyes típicas de un determinado discurso, además de funcionar como vehículo, el más eficiente, de las leyes técnico-comunicativas del discurso político impuesto por las “instituciones”. Puede hablarse ya, sin incertidumbres a lugar, de una relación “hipnótica” que determinado programa, principalmente si es violento, mantiene entre los contenidos activos y el espectador pasivo que sólo quiere distraerse: toda postura crítica se desvanece así ante el perverso relax que comporta en sí todo programa de televisión que explote la violencia como su contenido principal. Matizada de violencia, de falsedad y de contenidos altamente propagandísticos, esa nueva forma de la experiencia estética, si cabe hablar de experiencia estética, anula al espectador, con sus mensajes fabricados de manera industrial e impersonal, y lo coloca en el centro de una muchedumbre unánime que poco o nada debe esforzarse por llegar a concebir respuestas más elaboradas que las de una simple aceptación del fenómeno o la circunstancia transmitida como veraz por su televisor. Gran hacedor de homogeneidad, la imagen audiovisual teñida de violencia continua siendo explotada con suma eficiencia por la propaganda del llamado Nuevo Orden Mundial del que el presidente Santos, naturalmente, ya se ha hecho criado.

La televisión como servicio publicitario de valor “triple a” surge en Colombia con la aparición de los canales privados y la democratización de la televisión por cable o la radiofrecuencia satelital. Y, como ciertos regímenes antidemocráticos de antaño, la participación del discurso educativo o cultural fue proscrita y excluida de tales canales, a no ser (y este es su truco favorito) de programación cultural de índole abusivamente tendenciosa, sofista y falaz: imágenes e historias de la cultura relatadas por aquellos que en otros ámbitos reprimen y enlodan la cultura. Detrás de semejante entelequia que pretende representar la complejidad de la cultura a través de metáforas triviales, contenidos retocados y símbolos prefabricados, se alza, por tanto, el mensaje de nuestros patrocinadores. Hábito eficaz de quienes hacen un gran guiñol de las tragedias humanas sólo para divertir mientras recaudan réditos cada vez más sustanciosos, hace su aparición el juego de la hipocresía y la doble moral de los discursos oficialistas y, por qué no decirlo, reduccionistas hasta la vergüenza: mensajes claramente comerciales y mercantilistas son esgrimidos bajo la forma, a todas luces corrosiva, del entretenimiento fácil y la inmediatez informacional. Y aun a pesar de su complejidad como artefactos audiovisuales de costosa factura, se trata solo de propaganda cuyo objetivo pretende lograr, según entiendo, que el público televisivo termine adquiriendo los productos que patrocinan los programas cuyos contenidos, sin embargo, cumplen a cabalidad su cometido de entretener de manera cómoda, rápida y peligrosamente aséptica.

Atrincherados en la juiciosa pasividad del espectador, los espectáculos televisivos, con su eficaz preponderancia publicitaria y su encubierta carga de violencia, logran generar un auténtico tráfico de mercados haciendo que el espectador finalmente “compre” los artículos que colman la pauta de sus programas favoritos: ¡qué mejor que conocer el mercado por televisión que movilizarse hasta las tiendas o ejercitar el propio criterio a la hora de visitarlas! Y aunque muchos de esos productos son artefactos que el espectador en realidad no necesita, pronto pasan a hacer parte de una canasta familiar que cada vez se aleja más de su poder adquisitivo, máxime si la publicidad no solo le ordena qué comprar sino, más peligrosamente aún, dónde comprar. Al ser presentados por una publicidad cada vez más convincente, mejor realizada y más institucional, cualquiera se afanará por adquirir todo tipo de cachivaches cuya inutilidad es camuflada por la misma mascarada publicitaria que mantiene tiranos y dictadores en el poder; se genera así una patria distraída y una nación cada vez menos interesada en su propio pasado, siempre y cuando la televisión siga siendo su presente más inmediato, incluso más que su propio estado mental: genocidios, latrocinios y corrupción en todas las instituciones del estado se suceden así mientras los telespectadores disfrutan cada vez más su violenta televisión sin pasado, claro está, por los eficientes esbirros del caudillo de turno cuyos enemigos de hoy, de nuevo Orwell, pueden haber sido los aliados de ayer:

La alteración del pasado es necesaria por dos razones, una de las cuales es subsidiaria y, por decirlo así, de precaución. La razón subsidiaria es que el miembro del Partido, lo mismo que el proletario, tolera las condiciones de vida actuales, en gran parte porque no tiene con qué compararlas. Hay que cortarle radicalmente toda relación con el pasado, así como hay que aislarlo de los países extranjeros, porque es necesario que se crea en mejores condiciones que sus antepasados y que se haga la ilusión de que el nivel de comodidades materiales crece sin cesar. Pero la razón más importante para “reformar” el pasado es la necesidad de salvaguardar la infalibilidad del Partido. No solamente es preciso poner al día los discursos, estadísticas y datos de toda clase para demostrar que las predicciones del Partido nunca fallan, sino que no puede admitirse en ningún caso que la doctrina política del Partido haya cambiado lo más mínimo porque cualquier variación de táctica política es una confesión de debilidad. Si, por ejemplo, Eurasia o Asia Oriental es la enemiga de hoy, es necesario que ese país (el que sea de los dos según las circunstancias) figure como el enemigo de siempre. Y si los hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos. Así la historia ha de ser escrita continuamente, esta falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad, es tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión y el espionaje efectuados por el Ministerio del Amor.[6]

Así las nuevas “metáforas de la realidad” con que se construye la actual televisión nacional adolecen de una función discursiva cada vez más próxima a una máscara que a una auténtica metáfora, presentándose bajo una imagen trocada de la realidad; una imagen que claramente parece responder a la inagotable evolución pecuniaria de la televisión como industria y compraventa internacional de información:

La televisión como “servicio” constituye en cambio un preciso fenómeno psicológico y sociológico: el hecho que determinadas imágenes sean transmitidas sobre una pantalla de dimensiones reducidas, a determinadas horas del día, para un público que se halla en determinadas condiciones  sociológicas y psicológicas, distintas a las del público del cine, no constituye un fenómeno accesorio que nada tenga que ver con una encuesta sobre las posibilidades del medio empleado. Es precisamente esta específica relación la que califica todo el discurso televisivo. Y un análisis serio no puede prescindir de ella.[7]

En ese sentido, las relaciones entre la política y los medios, especialmente la televisión, paso a paso ha ido transformándose en relaciones lucrativas altamente cooperativas en las que parece orquestarse, con no poco éxito, las improntas neoliberales con que las élites pretenden describir, documentar y fabricar una falsa realidad nacional hecha de mentiras convenientes que los programas de televisión no se han cansado de publicitar haciéndolas parecer, principalmente ante los extranjeros, como auténticos fragmentos folclóricos para coleccionar de la supuesta “realidad nacional”. Fue así como la nueva perspectiva de lo político surgida en los años noventa alrededor de la creación audiovisual, concebida como vehículo de cohesión e identidad, fue traicionada por los actuales Iscariotes de la posmodernidad local; dispuesta a perpetuar en el poder sus temerarias operaciones de politiquería y reacción por ventura de la manipulación y el contrabando de información, la comunidad política del país ha logrado operar así un rotundo jaque contra la libre expresión que los medios oficiales truncan y deforman, cada vez más dispuestos a publicitar su modo reaccionario y neoliberal de concebir el flujo, no pocas veces violento, de la Historia Universal. Y aunque es fama el hecho, turbio y sospechoso, de que los sucesivos gobiernos colombianos de los últimos tiempos hayan insistido públicamente, con altas cotas de hipocresía, en el derecho a la libertad de información; en la práctica, nadie lo ignora, tal libertad se nos ha ofrecido mellada, sesgada, ridículamente falseada. Basta intentar el más mínimo análisis semiótico de sus estructuras, para comprobar que su universo de violencias y “verdades” acaba por transformarse en el impetuoso descaro de una falacia. Peor aún: no contentos con traicionar la realidad, los medios oficiales de comunicación disfrutan exhibiendo una realidad enajenada y condicionada por la destructiva fuerza artificial de la economía.

A modo de conclusión

 

Así la televisión, profundamente amada o irreversiblemente detestada, constituye hoy uno de los más sofisticados dispositivos de modelamiento, formulación y deformación de la cotidianidad y los gustos de los sectores más populares de la audiencia, además de constituirse como una de las mediaciones históricas más expresivas de matrices narrativas, gestuales y escenográficas de la cultura popular, entendiendo por cultura popular no solo el compendio de tradiciones que se reflejan en el público, sino también a la hibridación de ciertas formas del enunciado cultural, de ciertos saberes narrativos, de ciertos géneros novelescos y dramatúrgicos propios de la cultura occidental y de ciertas culturas mestizas de Latinoamérica.

Urge ahora una consideración ineludible: en general, la televisión ha sido siempre considerada como un espejo cuyas analogías la acercan mucho a la artesanía del cine como lenguaje y como estética, y al vídeo como tecnología que permite una narrativa un poco más fácil, y económica, que permite ser ejecutada por un reducido círculo de técnicos, y no de un ejército, como requiere el cine. Ahora bien, tal como alguna vez lo preconizaron las páginas de McLuhan, como fenómeno cultural, la televisión no sólo importa su propia estética sino también su propio discurso, redondo y cerrado sobre sí mismo cuyas estructuras, cada vez más del lado de cualquier tipo de violencia, abuso o segregación, pueden entenderse como el propio contenido de su mensaje: expresión, tiempo, espacio y vida son las categorías de la realidad que sucintamente intenta retratar la violencia en televisión que, sin embargo, fomenta su propia evolución en el camino de los mercados. Comprendida además como “sistema audiovisual de distribución”, en ella conviven, sin mayores confusiones, los diversos dialectos que permite su lenguaje, los diversos mensajes que permite su tecnología (noticieros, dramatizados, concursos, deportes, telenovelas, talk shows, realities, publicidad) y los diversos paradigmas culturales que su enjundia debería permitir retratar.

Apremia en estos tiempos que, de alguna manera, la televisión no pierda ni su uso ni su esencia como medio de comunicación masivo; estos son los dos atributos que deberían determinar su papel en la sociedad, y no los interese comerciales cuyas pautas y servicios infunden más violencia al panorama ya de por sí violento de sus contenidos. Acaso para evitar que esa circunstancia empeore, debería comprenderse la televisión como un vehículo para la difusión de la cultura y no de la propaganda, un medio que permita a cada ciudadano comunicarse en y con los diferentes ámbitos culturales que van desde el individuo, la familia, el medio social inmediato, las regiones y el país con respecto a los demás. Cabrá considerar ahora, casi a modo de vindicación, que la comunicación sólo tiene sentido si logra ser recíproca y no unilateral (como tantas veces lo acostumbró el “uribismo”) en el reconocimiento del sujeto y su relación con los demás individuos más allá de la acción instrumental, quizá hasta que se pueda posibilitar la autonomía y la emancipación de cualquier atadura que haga de las personas objetos de uso por parte de los otros, y que los haga también agentes libres y pensantes que puedan participar perfectamente como actores de la Historia Universal.♦

[1] ORWELL, GEORGE, 1984, pp. 10-11, RBA Editores, Barcelona 1993.

[2] CALERO, FERNANDO, Televisión y educación permanentes en la sociedad moderna, ensayo incluido en el volumen La televisión: entre amigos y enemigos, p.47, Comisión Nacional de Televisión, Bogotá, 1998.

[3] RICOEUR, PAUL, Creatividad en el lenguaje, ensayo contenido en la revista Signo y Pensamiento, No. 12, p. 127, Universidad Javeriana, Bogotá, 1988.

[4] RICHERI, GIUSEPPE, La transición de la televisión: análisis del audiovisual como empresa de comunicación, pp.22-23, Bosch Casa Editorial, Barcelona, 1994.

[5] VIZCAÍNO G., MILCÍADES, Los falsos dilemas de nuestra televisión, p. 83. CEREC, Bogotá, 1992.

[6] ORWELL, GEORGE, Op. Cit., pp. 171-172.

[7] ECO, UMBERTO, Apocalípticos e integrados, p. 313, Tusquets, Barcelona, 1998.

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