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Maloca por Jorge Aristizábal Gáfaro

I

Una maloca es mi trasbordador.

En lo profundo de la noche, en el punto más intrincado de la selva, he ocupado mi lugar con mis hermanos, en torno del abuelo fuego, para sumergirme en las regiones más lejanas de mi yo y en las más próximas de la vía láctea.

A una maloca he llegado acosado por los apocalípticos jinetes: miedo, culpa, tristeza y rabia.

Y de ellos, en el círculo del fuego, he dejado en cenizas los penachos y en pedazos las espadas.

Una maloca es mi detector de venenos y metralla: a ella entro, me exorcizo en su centrífuga y salgo convertido en lo que quiero ser.

En una maloca hago de mis fantasmas duendes.

En una maloca puedo mirarme por encima de mi ego.

A una maloca he ido a morir cientos de veces para las mismas veces de la maloca ser nacido.

II

El sábado fui a una maloca. En el Jardín de la ciudad a 2600 metros de la espuma.

En lo oscuro de la noche, tomé mi lugar frente al abuelo fuego rodeado por personas de todas las edades, colores, procedencias.

Lilia Gutiérrez Riveros, la química y bióloga, premio mundial de ecopoesía y autora de Sinfonía del orbe, nos dio la bienvenida y, con la humildad signo de sabios, nos presentó a los otros seis.

Y entonces Martha Elena Hoyos con la luz de Mayra riéndole en los ojos, su tambor para llamar espíritus y su cascabel de poder emplumado, le dio voz al aire para honrar la tierra, armonizar los puntos cardinales y pedir que los hermanos de la selva amazónica nos consagraran en el vientre de su casa.

Y luego vi a Carlos Aguasaco, en la oscuridad, apenas bruñido por las ascuas, rodeado de dioses, zipas y tierras de esmeraldinos nombres: Bochica, Teusacá, Tisquesusa, Sogamoso, Nemqueteba, Tequendama.

Y en las corrientes que agitó la sibilina, vi a Carlos Aguasaco oficiando para que otros abuelos vinieran a nosotros con su verdad en quechua y nos llevaran a otros espacios y momentos del pasado y del futuro de nuestro continente.

Y vi a Carlos decir:

Sangre, sangrecita

Cada sorbo de tu boca

Como una herida en el vientre

Me aterra.

Y vi a los abuelos proferir en las gargantas de los míos:

Yahuar yahuarcha.

Y vi a Carlos decir:

Cuando se acabe el llanto

Me quedará este tambor

Para llorar con las manos

Y vi a los abuelos proferir en las gargantas de los míos:

Wacate Tinya.

Y luego, mientras aplaudíamos, alcé la mirada en la columna de humo y vi que a Carlos Aguasaco lo custodia Nencatacoa, el dios de los ensueños.

Y cuando el silencio se hizo, de las sombras vino la poderosa voz de Julián Chica para decirnos en las líneas de “Yarumos”:

Sobrevivimos

En resquicios altaneros

De algún ave misteriosa

Que ha escapado de la niebla

(…)

Sobrevivimos

Y no sabemos cómo.

Y luego vi a Viviana Barberena, la rectora del jardín, resignada como otros a espiar desde afuera lo que ocurría en la maloca abarrotada, unánime de atónitas miradas y alientos en suspenso porque Elizabeth Lara, hiperbórea y con su acento neoyorkino, nos hundía en su “Spelunking”:

Deep inside the cave

blind river fish swim slowly

through rippling water

 

Stalactites live here

give icy consolation

precipitous drop

 

Inside the cavern

what holds me in place is stone

nothing green survives

 

If my lamp burns out

beneath the bat-lined ceiling

will I turn to light?

Y luego vi a Juan Armando Rojas Joo, descendiente de fénix y de águilas, que es de todas partes y que con su voz paradojal que llama al llanto al tiempo que al augurio, nos decía:

Vas a volver despacio cada noche

Vendrás entre siluetas y misterios

Darás tu nombre a esta espada o perderá el metal su brillo

Vas a volver lo sé vas a volver

Como la estatua que regresa en la mañana

Por el andén cristalizado del invierno

Y luego vi a Carolina Zamudio, luminosa entre las sombras, recitar con fulgores de plata en las palabras y oscilando entre la felicidad y la nostalgia:

Uno mira al espejo en mis ojos

De un pardo más ocre que verdoso

Asomando enigmático por los párpados caídos

De otro muerto

Que vive en mí

Hasta que la muerte nos separe

III

Y cuando todo acabó fue como si comenzara. Porque de ese lugar de la verdad que es la voz de los poetas, quienes estábamos allí, personas de todas las edades, colores, procedencias, salimos con la dicha y levedad de quien acaba de nadar el Amazonas, el Hudson, el Yangtsé, el Nilo y todos los ríos de la Tierra.

Jóvenes, mayores y niños seguiríamos ebrios de la gracia de Lilia, de Martha Elena, de Carlos, de Julián, de Elizabeth, de Juan Armando y de Carolina.

Yo vi miradas de quien regresa de remotos universos. Yo vi sonrisas de amaneceres de ayahuasca. Yo vi que los poetas nos trajeron salud y buena pinta. Yo vi que en la maloca los viajeros se hicieron astronautas. Yo vi que la poesía hizo de la maloca un bajel celeste. Yo vi que en la maloca se hizo poesía sin fronteras.

Bogotá, 3 de mayo de 2016

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