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Poeticum paupertas

felip

Desde Gide leyendo a Bossuet en vacaciones hasta Eco “pescado” con una prostituta adolescente dentro de su auto en una calle oscura de Roma, el escritor había dejado ya de ser la gran cosa sin que dejara de serlo por completo. Por el contrario, institucionalizó su poiesis divina, eso que los poetas llaman aún, sin ruborizarse un ápice, su magín, con sueldos giras y programas de televisión internacionales. Los hombres de espíritu descendieron del empíreo teatro donde sus extravagancias o borracheras eran toda una leyenda admirable, aunque se vomitaran encima; ahora son unos tipos decentes, ejemplos de la buena sociedad con talento rentable, y a veces ni con eso, y mientras menos grado de talento demuestran nos parecen más amigables y orgullosos de su ficción pública, colgando currículos en internet: gestor cultural, escritor, creador, actor por…, panadero, motorratón, paseador de perros, pensador, papanatas. Una gama bastante amplia y de distinto color, que para nada se contradice con el fin al que aspira: una es la sustancia de la otra y así, viceversa. Podríamos decir incluso que la aceptación de los escritores consagrados entre el gran público se debe a un rito levemente (aunque no tanto) satánico: todos se ponen de acuerdo, tácitamente, para decir que sí, que aquel ha sido un gran libro, un gran autor, y como en realidad no tiene importancia que lo sea erigen su fama como un trofeo colectivo y lo ahogan entre otras pequeñas famas que van empalando a su alrededor y que se sienten a su vez fascinadas por el enorme tronco que les atraviesa desde el culo hasta la boca.

No es el caso de Gide, por supuesto; ni el de Eco. Esos dos ya estaban muertos antes de morir. Como sucede con la Poesía para muchos. La verdadera fingió su muerte y los que, sin poder creérselo todavía, la desentierran a la medianoche (a la otra, al conejillo de indias) pasean luego a la luz del día con su cadáver excesivamente perfumado para disimular el hedor. Estos hombres modernos, cristianos hasta la revelación, en verdad constituyen un caso patológico bastante curioso. Cada tanto, por doquier, no sólo hay festivales de poesía sino también celebraciones y aniversarios con bombas de colores y discursos edulcorados, como sólo se hace con los muertos ilustres. Y como en cualquier carnaval de máscaras divertidas, apenas se alcanza el grado de simulacro, de arqueología lacrimosa para loros alucinados.

Esto no es poco. Reducidos a la repetición, cacatúan la palabra en una tiesa solemnidad que después, pensada al parecer en clave de futuro, el presente como un-pasado-conocido en el cual proyectarme superficialmente, en la mera imagen, se toman fotografías en sepia o en blanco y negro en plena época del color Hd y de los beneficios del bronceado, del mismo modo que en algunos videos donde apenas escuchamos el audio del autor leyendo su texto con un fondo de música como de cajita de muñecas travestis mientras la cámara hace acercamientos a diferentes planos de su rostro reconcentrado, el posible subtítulo pudiera decir: “el escritor en poses”.

Como es el autor quien se presta para estas simulaciones y no quien las produce, el cerebro tras todo esto nace de una admiración mediocre e infantil. Maneja una lógica implacable: “Si a él le dieron un premio internacional, lo que estoy leyendo debe ser néctar de los dioses”. Y así el prudente respeto y la conciencia de lo que en verdad puede estar diciendo y cómo lo está diciendo un autor (este detalle es importante) deja paso a un sentimiento irreal: la necesidad del amor a lo que no existe. El nato principio de los fanatismos y los dioses penates. Irreal en tanto carencia que se ocupa con proyecciones holográficas superpuestas a la realidad. En verdad es algo que nos gusta bastante: los dioses nunca han estado en el destierro. Porque alguien tiene que editar el video, escoger la canción, pensar en lo bueno que ha quedado y todavía peor, mostrárselo a otros. Él es quien crea esta visión del escritor que el mismo escritor, por lo demás, alimenta con indiferencia barroca, dejando el tumulto de la imaginación en un limbo del pasado. Es decir, él es quien tiene ahora el cetro de otros tantos cadáveres admirados, como si hubiera muerto ya.

En el televisor alto de una panadería mostraban un comercial sobre el programa que pasarían en la noche relativo a la vida de los escritores en la ciudad. “¿Qué quieres ser cuando seas grande?”, le preguntó la mamá al niño en la mesa de al lado, “Un muerto”, dijo éste, con la sensatez más clarividente del mundo escandalizando a la damita que le replicaba que no dijera eso, que era antinatural, como si fuera mentira.

En efecto, es un programa de 15 minutos en el que asistimos a momentos mundanos de la vida de diferentes autores. Toman de a uno por capítulo y los vamos viendo en la intimidad de sus hogares rodeados de familiares mientras sostienen conversaciones sin importancia en los términos más humanos, o solitarios que levantan la mirada hacia los árboles buscando en ellos lo que no se ve. Invariablemente, los testimonios: participamos de un monólogo del editor donde éste elogia el trabajo del autor (que le escucha con atención) y dice que es uno de los mejores, que es estupendo. En una de las tomas finales aparece el editor (solo) sosteniendo la obra de su editado y pasamos un buen par de minutos viéndole la cara sin otro objeto que verle la cara al editor sosteniendo el libro. Si estuviéramos en la Rusia de la posguerra aquel silencio donde tratan de resaltar al escritor por su ausencia, en un programa donde precisamente nos lo muestran bastante sencillo, normal, asalariado de las letras de relativo éxito nacional, pensaría en un adoctrinamiento por omisión: “así quiero yo que sostengan mi libro cuando sea grande.”

Esta forma de representar los heroicismos estéticos, como si quisieran obcecarnos con la redundancia de una cotidianidad que lleva implícito el sello de lo perdurable, la manía de sacar de su privacidad por unos minutos al escritor-hombre con todo el peso de su cuerpo mortal no es cosa que interese a todo el mundo; la señora que reprendía al niño ni siquiera lo notó. Sólo varios universitarios, en otra mesa, parecían entusiasmados.

Hasta cierto momento lo más lejos que había llegado el periodismo dentro de la vida de un autor fue a fotografiarlo en vacaciones leyendo un libro, o yendo a la playa en bermudas, o haciéndole entrevistas sobre sus aficiones personales que nada tenían que ver con el oficio. Pero todavía en esos breves instantes de humanidad demasiada humana, se quería insinuar su carácter proteico por la medida de los contrastes: el pensamiento universal podía cogerle cagando.

Hay algo sucio en esa aceptación vacía por todo lo que se vuelve público, por el estatus que otorga. Tenemos ejemplos por doquier: se puede ser célebre sin en el menor rastro de talento. Porque, de una u otra forma, en el talento ha residido siempre un peligro, una amenaza. Los reproches de Dostoiesvski contra el positivismo triunfalista (que daba ilusión a una Rusia en declive) de Chernishevski eran criticados en otros libros con prólogos anti-Dostoievskianos, y se le acusaba de mala manera por aguarles la fiesta, etcétera, mas las grandes quemas de libros en regímenes totalitarios, o los escritores vigilados, perseguidos, amenazados de muerte por religiones tremendas, en fin. Y siendo así es mucho mejor que nuestros jóvenes (y otros no tan jóvenes) aspiren a las facilidades de nuestra cultura que, convenientemente democrática, tiene paliativos para sus sueños, accesibilidad completa para que no haya lugar a sentimientos en contra que puedan crecer desproporcionados y hostiles, y que además, dichos con belleza, o que, en términos de psicología natural, una belleza elevada al estatus de arte nacida de la tensión entre pulsiones opuestas, pueden hacer enojar a uno de los tíos ricos que presiden las fantasías del orden como una visión general. Hacer del talento lo menos importante bajo la premisa de cuidar el talento.

De uno de los escritores decían: “su especialidad es el cuento”. En la correspondencia de Cortázar, en una carta de amigo, hay una resignación lúcida frente al trabajo: “siempre es difícil volver a comenzar otro cuento”, aparte de las diferentes nociones que maestros han dado siempre aludiendo a lo inestable y caprichoso, “de reglas propias”, que posee cada relato por sí mismo. Pensado así, como una especialización, Cortázar y compañía estaban perdidos, eran unos pobres lunáticos. Si se puede ser especialista en novelas, por ejemplo, Flaubert estaba loco de remate y Joyce era un cabrón de Dublín. Corrí a la biblioteca a buscar los libros de este tan celebrado especialista y encontré uno. Me era imposible reconciliar la figura de ascetismo precario que acababa de ver la noche anterior con lo que tenía en mis manos. Leí tres cuentos tan pulcros que creí entender las acusaciones que a veces todavía se le hacen a Borges sobre su rigor matemático, de lo que él nada sabía. Una acusación de frialdad sobre la redondez cuadrada de las matemáticas en una obra literaria de un gran autor, sólo puede ser motivada por una verdadera frigidez que se reproduce en sucesivos orgasmos maquinales, controlados, carentes de todo rasgo de espiritualidad. El tipo me evocaba una imagen clínica: sentado en un salón blanco, antiséptico, con una careta en el rostro, escribía sobre una mesa fría de aluminio con un lapicero antes descontaminado, el alma colgada del perchero de su casillero: “Y tuvieron un hígado muy sano hasta el fin de sus días”

El problema es más oscuro que carecer de alma o que quitársela como un sombrero mojado para sentarse a trabajar, ya que la imaginación y la literatura en sí, mientras se produce, va siempre por caminos inciertos e inseguros que nada tienen que ver con la sombra de regularidad que se le quiere otorgar a estos nuevos especialistas de la madurez en un oficio racionalmente inmaduro. Ya no es necesario querer ser grande, “escuchar el llamado de la noche pelirroja”, porque eso, de entrada, suena tan imposible como irreal, igual que si lo hubiéramos leído en un libro de la infancia. Hay, por el contrario, una sombra de artificialidad en la naturalidad de estos humanos que deshumanizan la literatura con el propósito contrario, humanizarla, una insistencia romántica que fracasa en su intento de ser realista. Su ficción, sin embargo, nos puede proporcionar algunos placeres añadidos al de observarlos. Las peripecias de un cuento malo donde se hipoteca la vergüenza como en un reality chino.♦

Felipe Cáceres Cerón

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