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La tía oruga

felip

En los anales familiares hay una tía con fama de llorar si mataba una cucaracha. Vivía sola en una casa vieja, grande y tenebrosa, donde cultivaba mariposas en el patio. Los días de verano, el aire convertido en polvo, la familia entera se amontonaba en la finca de mi padre, donde la tía llevaba su propia botella de brandy, su vestido de flores y el sombrero elegante, aburriéndose con las conversaciones eruditas de las mujeres sobre la preparación de caldos, ensaladas, patacones con guiso, etcétera. Huía de esas devociones caseras para sentarse con nosotros, los niños, y contaba historias de sus sueños y sus pesadillas, cuando no un relato fantástico de buganvilias carnívoras que entraban en guerra con las mariposas. Sin embargo nunca, que yo sepa, hablaba de su marido fugado. Éste se había marchado sin decir una palabra, definitivamente, y cuando ella comprendió que así sería en adelante y para siempre, comenzó a fumar tabacos negros o cigarrillos mentolados: se lavaba insistente los dedos amarillos, hasta pelárselos, y la boca. Por esas razones decían que estaba loca, y porque a veces, en reuniones familiares, inventaba teorías descabelladas sobre el paraíso de los insectos.

Ignoraba, por ejemplo, que las cucarachas eran incapaces de aguantar la respiración bajo el agua. Tomaba una ducha fría por la tardes. En uno de esos crepúsculos de rutinas inalterables la luz entraba anaranjada por los cristales opacos, estaba haciendo espuma en su pelo con el champú cuando descubrió un insecto marrón, de antenas delgadas y largas, tratando de alcanzarle los dedos de los pies, arrastrándose por el agua. No era de las que gritaban a la primera sensación de amenaza. Se quedó mirándolo. Le hizo gracia que, tras sacudírselo de la pierna, incapaz de trepar los baldosines de la pared, el bicho hubiera decidido perseguirla por el cuadrilátero de la ducha en un agite de patas inútiles y de ruego tácito. La montaña de espuma se derrumbó sobre el insecto. Éste, volcándose de espaldas, perdido, se agitaba como si fuera a reventar de furor, hasta que sólo fue una de sus paticas en el aire, como un llamado, me dijo, un espasmo. Luego se preguntaba si acaso las cucarachas tendrían espíritu, y a qué lugar, a qué cielo, iban cuando morían. Le entraba como un malestar de arrepentimiento, y durante varios días soñaba con un infierno donde la castigaban insectos vengadores.

Una noche de navidad, con lluvia, fuimos a su casa. Estaba apuntando las últimas dos transformaciones en su libreta: alas naranjas y alas transparentes. Me explicó que las mariposas de alas transparentes volaban alucinadas entre dos mundos, aparecían y desaparecían. Podías verlas aquí y allá, como entre brechas en el aire. Y cuando mamá fue a prepararnos una sopa de lentejas, cambió el tono de la voz y dijo que yo era su gemela, así, en femenino, sin embargo ahora estaba ya muy vieja, decía, para meterse en amores peligrosos que podrían enemistarnos con la familia para siempre. Yo no entendí aquello de enemistarnos, ni sus ojos cariñosos ni su forma de peinarme las cejas, pues pensaba que era una tía buena que la había pasado muy mal, advertía mi padre, y que si no fuera por esa casa vieja que su marido abandonó de mañana un día soleado, hubiera terminado pudriéndose en cualquier parte.

Sólo hasta que cumplí 15 años y estaba ella en sus días finales, consumida por el cigarrillo, fui a visitarla yo solo después de mis clases de karate. Las breves visitas de sus hermanos eran los fines de semana, mientras que “los días en que se hace el mundo” la acompañaba una enfermera alcahueta pagada por mis tíos que le compraba los prohibidos paquetes de cigarrillos y fumaba con ella, así que llegué con la fresca, un miércoles, y nos sentamos en el patio. Todos le ponían meses, que ya no duraba mucho. A mí, en cambio, me parecía una flor perenne, desgreñada entre las frondas verdes salpicadas de colores mariposa, como si no pudiera morirse nunca, y hubiera ya salvado el umbral de la vida para siempre.

Recibí su libro de anotaciones y algunas fotografías desenfocadas de crisálidas abriéndose; otras que mostraban el fondo de su patio oscurecido por la sombra de las ramas tupidas, que no enfocaban nada en particular. No podía dejar de imaginármela, sentada sola, tomando fotos sin ver a qué, porque parecen los retratos de un olfato bizco, sin ojo, como una mera naturaleza observada distraídamente por sí misma, planos descabalados, momentos donde la luz pasa por el lente y deja su mancha blanca sobre la impresión. A lo mejor ella veía el mundo así, o entró en un deliro abstracto de acumulación, quería tal vez introducir en esa máquina de reflejos con la intención de salvar, o de esconder, su paraíso hipotecado, porque la casa había sido cedida en comodato y el convenio “secreto”, que ella conocía, era esperar que muriera. Fueron disponiendo de sus cosas como si no fuera de ella. Dos meses después la enterramos.

La última tarde, cuando recibí sus regalos, me contó una historia. Dijo que en el momento en que una mariposa comienza a emanar feromonas va dejando en el aire una estela perfumada que resalta su belleza como si llevara pegado fuego en las alas. Y que de mil, en pleno revoloteo, sólo existe otra mariposa con la misma frecuencia instintiva. De manera que, cuando ésta le da alcance a la otra, se separan del resto y giran juntas en un torbellino de reconocimiento, como estrellas errantes, como planetas gravitando alrededor de un vacío vertiginosamente. Luego, abrazadas, se penetran en una ceremonia entre las flores. Mi tía pensaba que en la naturaleza existen simetrías inseparables, destinos inocentes, ella que era como “una cosa perdida” sin asidero en la realidad, de otro mundo. En su libreta de apuntes dice: “El sueño de la oruga: mientras se arrastra imagina que vuela”♦

*Felipe Cáceres Cerón.

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