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Cuando Crisóstomo Pacheco vio a San Juan Bautista bajar el dedo.

La gente del sur del estado Aragua, cuando no quiere hacer algo o simplemente asume que algo es imposible, dice que eso pasará cuando “San Juan Agache el dedo”, la primera vez que oí tal cosa me sorprendió la crudeza de la expresión, casualmente por esos días fui con mi familia de paseo a la población de San Juan de Los Morros, una capital fundada por los caprichos de un dictador del siglo XX  y que a fuerza de costumbre todos terminaron por aceptar, allí existe un San Juan descomunal, como de 15 metros de alto, con aureola de santo, su cayado en la mano izquierda y la derecha extendida hacia el cielo con dedo índice también desplegado en la misma dirección, como señalando algo que nadie ve, pero que en su cualidad de santo tiene acceso.

Años después, haciendo las veces de fotógrafo documental recorrí la costa de mi estado, muy al norte de esa estatua que nombré, donde cada año (dicen ellos) celebran el cumpleaños de ese santo, quien se asume como quien bautizó a Jesús, una de las cosas que me sorprendieron es que la imagen venerada en esas costas es la de un niño, cuando pregunté la razón a un par de viejos de la zona, entre tragos y risas me dijeron que San Juan debía ser niño pues un día como ese estaba naciendo.

Ese niño tenía la misma pose del adulto pero mejor vestido pues en esas zonas es tradición que las señoras cambien de ropa la imagen varias veces durante el mes completo que dura el ritual, además que eso tiene carácter religioso pues las vestiduras usualmente son confeccionadas por promesas que se la hacen al santo niño.

En uno de esos viajes, en otra población vi con asombro que la imagen del santo señalaba hacia el piso  no hacia el cielo como era tradición, como la prudencia señala no pregunté nada esa noche, pero unos meses después comencé a investigar las razones de eso, le pregunté a varios antropólogos amigos,  a colegas profesores de historia y hasta gente de mi ciudad que es devota del santo, todos me dieron muchas hipótesis, unas que apestaban a cuento para salir del paso, otras tan enrevesadas que difícilmente podían ser aceptables y las menos muy simples como “eso es la tradición” o “Quien sabe”, ninguna me satisfizo.

Así que en la primera oportunidad que tuve me fui a ese pueblo a investigar, llegue un sábado por la tarde, en esa pausa que existe en los pueblos costeros, donde todos los lugareños están a la expectativa para cuando los turistas vuelvan de las playas, nadie te hace caso. Busqué una modesta posada, descansé y salí a dar una vuelta por ahí.

Me metí en la iglesia y hablé con el sacerdote, curiosamente un hombre joven de menos de cuarenta años, quien exhibía unas ojeras profundas y el talante de quien está pasando la resaca, estaba sentado en el jardín trasero del templo, desde donde me hizo señas para que me acercase, me saludó de manera desconfiada, poniendo cierta distancia, yo hice lo mismo más por costumbre que por otra cosa. Nos presentamos y comencé a contarle mi historia, el padre Ernesto (así se llama) se disculpó por la acogida tan hosca, me comentó que la noche anterior había estado en un cumpleaños de la esposa del padre de una amiga, en la montaña, por eso la estampa de náufrago recién salido del mar.

De la iglesia salimos a tomarnos unas cervezas que en este caribe son la cura perfecta para la resaca, el me indicó un sitio de confianza, al llegar me di cuenta que su estatus religioso no le impedía tener amigotes, en el bar todos lo saludaron como Ernesto, a secas, sin el adjetivo de “padre” me presentó como su gran amigo de la capital, por más que le aclarase en privado que no era así, me contó más tarde que era una estrategia para impresionar a los lugareños y así lograr que me contasen el asunto de la imagen del santo pues es un secreto muy bien guardado por la gente de allí vive, quienes piensan, con razón, que si lo cuentan a todo el mundo van a tomarlos por ingenuos creedores de cualquier bobera, sobre todo en estos tiempos de  “certezas científicas amparadas por smartphones e internet”.

A la quinta cerveza ya conocía a todo el bar, a la décima ya era amigo de toda la vida del cura y a la numero quince hasta sabia el nombre de la concubina del cura y los parroquianos me trataban como uno más, me invitaron a jugar “bolas criollas” solo para burlarse de mí, y termine por reírme de mi torpeza, agradecí no haberme llevado mi cámara pues entre tragos seguramente la hubiese perdido o dañado, así llegamos a la media noche entre risas y coplas, me presentaron infinidad de muchachas de la zona pero en mi lamentable estado de ebriedad difícilmente había espacio para cortejos de verano.

Al final de la noche algún amigo de esos nuevos se condolió de mi orfandad de borracho ilustrado y me invitó una parrillada de carne que dicen era de vacuno, sin embargo tenía una sospechosa coloración y un sabor algo acre que me recordaba lo que mi viejo decía sobre la carne de burro, miradas esquivas y sonrisas maléficas me lo confirmaron, sin embargo el mismo recuerdo además de una natural tendencia a la discreción me “obligaron” a comerme el plato entero y con ello recobre la lucidez necesaria.

Todo el bar celebró la “hazaña” del recién llegado, otra ronda de cervezas, algo de baile y más conversa me volvieron a poner a tono, allí me presentaron al profesor Cristóbal Pacheco , hombre bien entrado en la cincuentena cuyo tono de piel lo ubicaba más en Senegal que en este pueblo latinoamericano, me abordó pronto y con cierta brusquedad, le comenté no sin antes presentarme como colega de profesión, él se sonrió con una dentadura que a fuerza de contraste encandilaba la mirada debido a lo blanco de los dientes  lo morado de sus encías.

Resulta que el hombre era maestro de primaria, estudió en la misma universidad que yo pero egresó con una especialidad diferente veintitantos años antes, era originario del pueblo adonde ejercía ya desde que estudiaba, por tanto aceptó una temprana jubilación y hoy día se dedica a recopilar la historia del pueblo y sus habitantes, me contó que Ernesto era su compañero de parrandas y que le contó lo que me llevaba al pueblo, por eso me abordó, quedamos citados para el día siguiente, el invitaba la sopa para espantar la resaca que de seguro me atacaría al amanecer.

Con mi capacidad etílica sobrepasada me retiré al hotel escoltado por varios de los parroquianos y el cura quienes tenían el mismo rumbo, me invitaron a visitar unas mujeres en un baile de tambor, me disculpé tambaleándome y viendo una muchedumbre entre los cuatro acompañantes, señal inequívoca de una borrachera mítica que de no encerrarme pronto a dormir amenazaba por terminar en algún lupanar secreto y como me conozco preferí dormir hasta que la resaca me despertase.

Tal como profeticé en medio de la borrachera,  a la mañana siguiente me despertó una jaqueca inclemente, desayuné tres pastillas con café cerrero rogando que la gastritis no asomase su cabeza, ya a las ocho de la mañana hacían más de 30 grados a la sombra por lo que me refugié en el aire acondicionado de mi habitación de alquiler a pasar la cruda, me volví a dormir, en un tiempo que me pareció muy breve sentí unos golpes en mi puerta, era el maestro Pacheco quien me esperó en el bar y al no verme intuyó que me había quedado dormido, le pedí que me esperase, me di una ducha, encendí un cigarrillo y salí a buscarlo, el traía en una cava pequeña unas cervezas frías que me reanimaron, salimos a comer.

Una vez que terminé mi sopa, me dijo que había pensado bastante en la pregunta que le hice la noche anterior, temprano había ido a visitar a su abuelo quien ya contaba poco más de ciento diez años pero que se mantenía muy lúcido para su edad y había accedido a entrevistarse conmigo esa misma tarde, el profesor me recomendó que le llevase de regalo al abuelo una botella de wiski que era lo que su edad y condición le permitía beber.

Fuimos a la licorería del pueblo adonde, no sin cierto dolor, desembolsé el equivalente a mi quincena de profesor en una botella para el anciano, con la esperanza de que tal inversión fuese realmente productiva, mientras hacía eso  Cristóbal buscaba su carro para llegar a tiempo a la cita.

El anciano resultó habitante de la selva, vivía encaramado en una montaña, el camino a su casa era de tierra, rodamos más de media hora por un camino enmontado que iba subiendo una cuesta, al llegar dejamos el carro y caminamos otros diez minutos por una escalera hecha con piedras del rio, en un recodo nos tropezamos con una cerca de alambre desde donde mi nuevo amigo gritó un nombre de mujer, desde una casa de bahareque medio escondida en el follaje salió una voz femenina con tono de anciano pidiendo que abriésemos y entrásemos, que ya salía.  Estaba prendiéndoles una vela a los santos como cada domingo, que por favor esperáramos un momento que ya salía, mientras salía la señora,  me contó que la voz pertenecía a una tía que se vino a vivir con el abuelo cuando se quedó viuda.

Salió la señora, aparentaba cuando menos setenta años y dijo ser la hija menor del abuelo Crisóstomo Pacheco, pasamos a una casa humilde pero moderna, para sorpresa mía en un rincón había una computadora con conexión a internet satelital, un televisor con señal de cable donde (me contaron) solo veían las telenovelas mexicanas pues “las de ahora no sirven para nada”, ante el comentario me mordí los labios para no reírme pues en mi opinión las telenovelas es más saludable no-verlas.

En lo que Cristóbal preguntó por el abuelo, la señora le comentó que andaba de paseo por la montaña, que debía bajar en un rato, mientras ella nos brindaba un café que en vista de mi estado se recibió con real agradecimiento.

Mientras tía y sobrino hablaban esas cosas sin sentido que solo entienden quienes se tienen  confianza filial, me perdí en mis pensamientos, intentando buscar la fórmula para preguntar lo que quería saber sin herir susceptibilidades y haciéndome la idea de intentar no ver con mi acostumbrada mordacidad las creencias de la gente, sobre todo la de quienes viven en los pueblos que a fuerza de aislarse en sus propias costumbres se desconectan de lo que los citadinos nos empeñamos en llamar realidad, solo para no caer deprimidos ante nuestra insignificancia con respecto a lo inmenso de este universo, cuya imagen pareciera burlarse de nuestra ignorancia disfrazada de sabiduría académica.

Tres cafés después apareció el abuelo, tez negra, cabellos y luenga barbas blancos, paso firme que desmentía lo que su edad reclamaba para sí, bendijo al nieto y volteo la mirada con unos ojos negros como la noche, analizándome sin recato, groseramente podría decirse, como solo hacen los viejos inteligentes, esos que se saben más allá de cualquier crítica, nos presentamos con un firme apretón de manos, el adusto ceño del anciano se suavizó con una sonrisa al ver el regalo que le traía.

Nos invitó al jardín trasero donde había una suerte de sala de estar pero en descampado, aprovechando el tiempo fresco de la tarde de montaña, nos sentamos y el anciano pidió a su hija vasos y hielo para el licor, mientras eso sucedía se puso al día con el nieto sobre las noticias recientes, luego centró su atención en mí, me peguntó que hacía, si estaba casado, de que vivía, si tenía hijos y si estos estaban conmigo, a todo le respondí con sinceridad a lo que el viejo se sonrió con picardía y me tocó reconocer mi gusto extravagante por las mujeres y mi esfuerzo conciente por resistirme a lios excesivos con las faldas volátiles de estos tiempos.

Servimos cuatro tragos en sendos vasos, el cuarto trago se lo llevó la señora que estaba esperando para ver la novela mexicana de la seis de la tarde, mientras servía generosamente el licor nos comentaba que la muchacha de la telenovela ya había descubierto que era adoptada y en la cárcel donde estaba por culpa de su rival por el amor del galán se había enterado, que el capítulo de hoy era crucial pues Sebastián Marcelo Pontevedra de Sotomayor (el galán) iba a visitar a su verdadero amor que se llama estrellita del campo y eso no me lo voy a perder, entonces discúlpenme pero me llevo un trago porque me tiene emocionada la novela y este wisky me caería bien, a mi edad una no puede andar con emociones fuertes.

El abuelo regañó cariñosamente a la señora y volvimos a la conversación, le dije sin preámbulos lo que había venido a investigar y que su nieto tan amablemente me propuso venir a preguntárselo.

El viejo se acomodó en su silla, tomó un sorbo del licor, encendió un tabaco barato, de los que venden en cualquier bodega y nos invitó a encender nuestros cigarrillos, él decía que si la edad no lo había matado ya era hora de hacer lo que le diera en gana.

Comenzó por hablar de su origen aseguraba ser hijo de un antiguo soldado de quien él llamaba su “Taita” el General Páez, su abuelo había servido a otro taita de nombre también famoso pero más temible como lo era Boves, ya para fines del siglo XIX, siendo apenas un niño, su padre, huyéndole a la peste que presupuso haber sido soldado en esa época, cuando otro general mandaba, se llevó a su mamá de la casa natal, allá en La Victoria por caminos de montaña y a lomo de mula, sin más equipaje que un machete y algunos utensilios de cocina aparte claro de un atado de ropa, llegaron primero a la casa de un general que se retiró a la costa a pasar sus últimos años entre cacao y cocos, no era sitio de vacaciones (como hoy día) sino más bien de trabajo. Este general les regaló ese terreno donde están, eso fue hace más de cien años, yo era un muchachito flaco y lleno de lombrices que pasaba el día jugando en los cacaotales sin que nadie supiera a ciencia cierta donde andaba.

Para ese entonces no existía la electricidad, tampoco sabíamos que el país estaba en guerra, nos enteramos de su fin cuando, una mañana cualquiera, al volver de la escuela a traerle un mandado a mi mamá, estaba mi papá reunido con unos hombres harapientos que decían haber escapado de la batalla de la Victoria donde unos andinos sellaban su poder, decían que los que no pudieron escapar fueron fusilados por unos hombres de hablar extraño, comandados por un general bajito de aspecto aindiado que después se enteraron se apedillaba Castro, secundado por otro menos hablador pero más temido llamado Juan Vicente Gómez.

Uno de los hombres era compadre de mi viejo y le dejó como encargo que por favor le cuidase al hijo pues su madre había muerto en el camino, como entenderá él no podía criar al muchacho escapando de las balas andinas, decía que buscaba la manera de escapar hasta Trinidad donde se decía había un grupo de militares con intenciones de invadir el país para expulsar a los andinos. Mi viejo me descubrió escondido escuchando la conversa, me regaño y enseguida vino mi mamá para mandarme afuera pues la conversación de los mayores no es para muchachos.

Me devolví al monte a jugar, al caer la tarde volví a la casa y los hombres ya se habían ido junto con papá, mi mamá me dijo que habían ido a la casa del general a consultarle, vi al muchacho, tenía mi edad pero parecía de menos debido a lo flaco, se llamaba Francisco García  aunque todos le decíamos Pancho, como mis hermanos mayores ya andaban de novios con unas negritas de por acá, no tenía con quien jugar, así que se volvió mi compañero de juegos.

Para esa época ya celebraban la fiesta de San Juan y los Diablos salían con su fuete el día del Corpus Christi golpeando a quien se atravesara en su camino, ese año como cada tantos el día del Corpus cayó el mismo de San Juan, mi mamá se vistió de domingo junto a toda la familia, fuimos a misa, lo único malo de esas fiestas eran unos zapatos de charol que me mataban, además del traje que ya me quedaba pequeño, pero mis viejos exigían ir a misa a toda la familia, luego entendí que era la ocasión para encontrarse con los vecinos y hacerse ver por el mítico general que ya ni salía de su casa, al salir de misa mi mamá se fue con unas amigas y mi padre al botiquín a conversar con los otros hombres a beber e intentar cambiar el mundo desde el patio de bolas criollas, mientras en las calles ya los diablos andaban sueltos con sus trajes llenos de campanas, maracas y sus bailes raros, el pueblo estaba dividido entre los santos y los diablos, todo se volvió confuso entre cohetes, tambores, cuatros y maracas.

Nosotros éramos apenas unos mozos de doce años que andábamos tras cualquier falda que nos mirase, pero en vista de nuestra estampa tampoco es que conquistásemos nada, alguien dejó una botella de Ron olvidada en un banco de la plaza, Pancho y yo la escondimos, nos fuimos a la orilla de rio a fumar y a bebernos el tesoro olvidado por algún vecino que de seguro no extrañará, como nadie se quiso anotar nos fuimos en silencio, eran otros tiempos, los viejos de seguro no se inquietarían, como dijimos que íbamos a volver a la casa a la media noche, para encontrar a los viejos dormidos y que no se enteraran de nuestra borrachera juvenil.

Nos bebimos la botella y nos fumamos unos tabacos que le robamos a mi viejo, entre los efectos de tabaco junto al ron aparecido, algo nos llamó la atención, el ruido de la fiesta se apagó de súbito, no hubo más música de tambores, ni maracas, tampoco el bullicio, eso nos alertó, por un momento pensamos que eran los andinos que nos invadían como decían los amigos de mi papá, esos que volvieron de la guerra y se escondieron acá.

Nos escondimos tras las piedras del rio esperando los disparos y los gritos pero pasado un rato todo seguía en silencio, como los domingos por la tarde, salimos asustados de nuestro escondite a buscar el camino del pueblo, al final solo era un callejón el que nos separaba,  de la calle principal, al salir no vimos a nadie, puertas y ventanas estaban cerradas, era muy temprano para eso pues hasta el bar estaba cerrado como si fuera madrugada, caminamos por todo el pueblo y ni los perros estaban a la vista, nos asustamos y fuimos a la iglesia a hablar con el padre a ver si él nos podía decir que pasaba, cuál era la razón para esa desolación.

Al cura lo encontramos desmayado una cuadra antes de llegar a la iglesia, tenía su sotana de dar misa, estaba mojado de la cintura para abajo, el olor nos explicó que se había orinado, después supimos por qué, a pesar del miedo, la curiosidad fue más y llegamos hasta la iglesia donde vimos con estupor como un “diablo” al que no conocíamos, gritaba desde la puerta en un idioma (que tampoco supimos jamás que era), le gritaba algo a alguien dentro de la capilla, nunca nos asomamos, pero vimos por un segundo cuando se quitó la máscara, tenía ojos de candela, de su nariz salía humo y de su boca se adivinaba un resplandor como el de la fogata cuando se vuelve carbón, volteo a vernos y se sonrió de modo maligno que aún me da susto, Pancho se orino,  desmayándose en el sitio, yo corrí hasta llegar a mi casa y me escondí bajo el catre de donde mi mamá me sacó al día siguiente pues me descubrió por los gritos de terror de mis pesadillas.

Durante mucho tiempo no fui al pueblo, Pancho se apagó  pues tampoco queríamos jugar más, nos espantaba aun lo que habíamos visto pero de lo que no hablábamos, hasta que mi viejo, ya harto de todo nos amenazó correa en mano a salir y ayudar en las cosas de la familia, aunque las pesadillas todavía nos atormentaban.

Años después mi amigo Pancho se fue a la capital a estudiar en un seminario, había decidido ser cura para entender que habíamos visto, yo conocí a mi difunta esposa y fundé mi familia.

Una tarde de sábado, el padre Nicanor, a quien no veía desde la noche aquella donde lo encontramos orinado y desmayado en plena calle vino a mi casa, estábamos celebrando el nacimiento de mi primer hijo que dios guarde en su gloria, ese se mató hace más de cuarenta años, cuando apenas cumplía diecinueve, una noche con unas turistas canadienses que se enamoraron de él y entre rones y música se desbarrancaron en la regresiva del diablo, las catiras se las traían y mi hijo que tampoco era un santo pues se dejó hacer, pero bueno, volvamos al cuento.

El padre Nicanor se apareció sin ser invitado, después de esa noche de San Juan, su curía lo mandó de reposo a su casa por algunos años, era Gallego, había llegado en barco el mismo año que los colonos alemanes aquellos que luego fundaron su pueblo en las montañas, se hizo amigo del viejo cura de aquellos tiempos y no sabemos cómo o de que se valió para quedarse como párroco del pueblo. Al entrar en mi casa me buscó y nos fuimos al patio con unos tragos en la mano, luego de contarme que apenas hacia una semana que había vuelto a Venezuela en un barco de inmigrantes portugueses, que su vuelta solo la había hecho para contarme lo que había pasado ese día pues se quería morir con la conciencia tranquila y esperaba por supuesto hacerlo en su amada Galicia natal, hartándose de jamón, bacalao y vino sin hacerle mucho caso al médico que se empeñaba en hacerlo comer sano, aun cuando, a sus años lo que le quedaba era morirse para realmente ser feliz.

Me dijo que el asunto comenzó a media tarde, los diablos habían vuelo para postrarse ante la imagen del santísimo, el viejo González, quien para la época era el capataz de los diablos, estaba contando su cofradía cuando se dio cuenta que había uno de más, se persignó y muy asustado se lo contó al párroco, quien incrédulo, le pidió que se dejara de pendejadas que fuese hombre carajo, junto al altar del “Santisimo Sacramento” puso la imagen del niño santo para hacerle ver al anciano que no pasaba nada, cuando le tocó el turno de rendirse al “Diablo” desconocido, este le sacó la lengua al altar y se negó a postrarse, cuando el cura lo regañó, este lo miró con ojos de candela, el susto fue tan espantoso que el cura corrió calle abajo, hasta caer donde lo encontramos, todo el pueblo desapareció en desbandada, el pobre capataz murió de un infarto, nadie supo que más había pasado hasta que yo le conté lo que había visto.

Nos quedamos en silencio, hasta que yo le pregunté por cual razón si el pueblo había sido testigo del hecho nade sabía nada, intervino el nieto quien desde su formación como docente me dijo que nadie en su sano juicio creería tal historia de pueblo, por tanto el pueblo mismo decidió jamás contar la historia a ningún extraño, sin embargo conmigo hicieron la excepción porque he sido el único que ha preguntado por cual razón San Juan apunta hacia el suelo y no al cielo, al final lo que importa es que San Juan bajó su dedo una noche de Diablos y así ha quedado por el resto de la eternidad, con su secreto oculto a simple vista.

Así me lo contó el viejo  Crisóstomo Pacheco hace más de veinte años, todos los pueblos tienen historias secretas, en este caso tuve el placer de conocer al único testigo vivo, si es cierto o no, es materia de otra discusión, lo único cierto es que el San Juan de Choroní tiene el dedo índice apuntando al suelo y no al cielo, supongo que fue la última orden que le dio a aquel Diablo antes de volver a petrificarse en su altar.♦

 

*José Ramón Briceño hace parte del staff editorial de Interference Channel desde el 2014.

@jbdwancomeback

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