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Despertar del Sueño

remedios-varo-flute-2 Geraldine Martinez

Ha amanecido y aunque no tenga intenciones de seguir durmiendo no quiero levantarme de cama. – A levantarse. Dice mi madre mientras abre la puerta – Lo haré en cinco, cuatro, tres… Arriba. Ya estoy de pie.  Siento el piso frio que termina por despertarme. Marianita entra por la puerta apenas abierta. El sol entra por la ventana del corredor y alcanza, con sus rayos oblicuos, a alumbrarle los pelos. Entra y se estira, y la veo como si fuese yo la que me estirase, la que me estuviese haciendo un masaje al estirar las patas hacia atrás en la asana de la serpiente.   Marianita se estira y camina tan pausadamente con sus cuatro patas apenas tocando el suelo. También me estiró hacia el techo sosteniéndome apenas en los dedos de los pies en el intento vano de perseguir el sueño que se desvanece, inevitablemente, mientras las cosas de la habitación aparecen en su sitio.

Allí están los dibujos que hice la otra noche de regalo de cumpleaños para mi amiga, las conchas que traje del viaje y que parecen con personas dentro porque cada vez que las veo me recuerdan que eran obsequios que tal vez nunca entregue. Los libros que aún no leo aunque compulsivamente coleccione. El escritorio donde dejé las pinturas y los lápices. El TV, la ropa, el traje de baño y las gafas que me recuerdan que hoy iré a nadar.

Cada cosa parece recordarme la frágil identidad hecha con esas mismas cosas, las que me recuerdan qué he hecho y qué haré. Los lugares en los que he estado, el trabajo que tengo, los gustos, las personas. Cada cosa es una extensión de mí, o más bien soy una extensión de cada cosa que me arma. Sí, todas esas cosas, esos objetos proyectan sobre mí una identidad que se perdería (quizá) si no existiesen. Empiezo a armarme a partir de cada una de ellas, como un arma todo, mi cuerpo o mi alma, mi subjetividad hecha de la agrupación de esas cosas que me rehacen apenas despierto.   Mis brazos están hechos de lápices y pinceles; mi pecho de pinturas, acuarelas, también mi espalda; mi cabeza de libros, televisor y computador y en el pelo tengo unas cuantas conchas que vibran y traen ecos del mar.

¿Dónde están la cama, las sillas, los muebles grandes? Hay cosas que aún no sé qué sitio les pertenece. Tendré que encontrarles su justo lugar y entender qué hacen allí. Todo aparece en el mismo sitio en donde quedaron anoche, antes de entrar al rio inconsciente que fluye en la noche, ninguna se fugó o tal vez tengan una alarma que les avisa cuándo despertaré. Despierto y la habitación aún está llena de fantasmas, de seres habitantes del sueño que huyen de mi piel como esparciéndose por el mundo, buscando el lugar que ocupaban en el sueño, para luego adentrarse mientras aguardan por una nueva ráfaga de imágenes en donde fluyan y se mezclen como remolinos en la superficie de un río.

El universo en contracción y expansión es mi cabeza lúcida e inconsciente, respectivamente. Sueño infinitamente, en yuxtaposición de capas, símbolos, tiempos.   En el sueño las realidades se expanden, se mezclan, se tocan, son un gran – Hahhh-, una exhalación plena que lanza al desorden y al caos lo que al despertar volvemos y organizamos. – Esto que llamamos real es también un sueño- Podrías decirme.  Más lo que sorprende son las medidas del tiempo: en el sueño la creación es instantánea, no hace falta nombrarla sólo soñarla. Aquí, sin embargo, desde este lugar en el que escribo, mis ojos pueden ver algo diferente a lo que anhelan, se hace necesario un tiempo, un plan que acomode la realidad a lo que se sueña. Una vez cumplido, el sueño ya es otro. Se sacuden los sueños cuando el sol estira sus primeros rayos haciendo despertar el mundo.

Abro los ojos y todo se contrae, inhala, se agrupa de nuevo tal cual la lógica del mundo real, se vuelve a armar según categorías y acomodaciones precisas, prácticas. Las mesas aquí, la cama allí, los libros en la estantería, mi madre en la cocina mientras su esposo duerme, mis hermanos dormidos, la casa tal cual podría recorrerla a ojos cerrados como en un sueño, sólo que tal vez pueda chocar contra la pared o caer cuatro pisos abajo por la ventana abierta. El mundo con todas sus poderes y (des)gracias, allí está. Despierto y parece que todo eso vuelve y se inserta como por arte de magia. Lo recuerdo como una maldición de la que no logro librarme, el mundo me hace recordarlo. Tampoco huyo, prendo el TV para distraerme de toda esta pesadez que aparece al despertar, de la gravedad que hace que los pies vuelvan a tocar la tierra.

Como saliendo de un hoyo negro las imágenes van aclarándose. Lo primero que deja ver el TV es la foto de dos jugadores de fútbol por la espalda, uno metiéndole mano al culo del otro. Sé que todo esto es ya un escándalo. Han hablado de esto durante días. Prefiero apagar el TV aunque siga pensando en ello. Las imágenes se difuminan para adentrarme de nuevo en mí, en mis pensamientos que se revuelcan como una sopa hirviendo. Sé que es importante y que la violencia va para todos. Pero… El otro jugador podía defenderse ¿no? Y tuvo un montón de medios para hacerlo y otro montón de gente que salió en su defensa y en su honor: los árbitros, las reglas del juego, los dueños del campeonato, los amantes del fútbol, los demás jugadores, los noticieros, abogados, los no amantes del fútbol. Todo el mundo habla de ello, todo el mundo lo sabe y lo repudia. Se indignan y hacen tan suyo el culo de aquel jugador.

Mientras tanto, aquí, fuera del TV, salgo en una mañana soleada y brillante a abordar el bus que me llevará al trabajo. El árbol de guayaba del frente del apartamento está lleno de ellas, esparce un aroma dulce que me hace olvidar el mundo y me lleva flotante hasta la esquina en donde doy vuelta. De nuevo gente, de nuevo personas, de nuevo caigo en el tiempo, en la realidad, en este cuerpo que se descubre en una identidad por la mirada de otros que adoptan la suya al mirarme las tetas o el culo, al susurrarme desagradablemente cosas a pocos centímetros de mi oído, cosas que odio y de las que en algunos casos puedo decir algo de vuelta, defenderme, yo sola, sin salir en los medios o en la TV, sin que nadie haga suya la causa o hasta se burlen de ella “porque es una tontería, los hombres son así, deberías sentirte halagada”.

¿Cuántas serán las estadísticas, las violaciones, las muertes, las agresiones? Las agresiones a lo diferente (Diferente en relación a los códigos imperantes, no diferentes en sí mismos. En todo caso, ¿diferente a qué, qué difiere respecto a qué?), mi madre que trabaja el doble para mantener la familia, las historias que me han contado abuelas, tías, amigas, todas nosotras agredidas a diario y que “Normal. No importa. Fue tu culpa. Así es la vida. Tú te lo buscaste. No guardes rencores. Las mujeres son todo amor y bondad” o más precisamente como algún profesor dijo en clase “Una mujer valiente es una mujer violada”. Esto que nadie escucha, que no da rating, que no se convierte en dinero.

Allí están, un par de viejitos que desde temprano salen a vender frutas, compro un jugo, el primer sorbo que me tomo desde que desperté. Se mezcla con mi saliva y me refresca por dentro. Subo al bus y ya he dejado de pensar en todo eso.

Entonces sacudo la cabeza y los pensamientos y me dejó habitar de sol y luz y colores radiantes y vibraciones que dibujan una sonrisa desde el pecho. Antes de las seis de la mañana ya está el sol iluminando. Con suerte tendré tiempo para llegar al trabajo no sin antes disfrutar del despertar del día. Las flores se abren e irradian su color pleno. Las aves están cantando y volando locas en el cielo completamente azul, sin una nube. El sol saliendo un poco más temprano ya ha hecho la vida despertar, aunque la ciudad también esté desperezando sus grandes tentáculos.♦

Geraldine Martínez trabaja como bibliotecaria y es columnista de IC desde 2015.

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